24 El sabor del tiempo perdido
Capítulo 24 El sabor del tiempo perdido No tengo la costumbre de contar lo que me sucede —no por pudor, sino porque el tiempo en mí se niega a ser domesticado—. Los días no se alinean como cuentas en un rosario: se amontonan como hojas al viento, se confunden como voces en un sueño, se disuelven como tinta en agua. Lo que me duele no tiene fecha ni causa ni testigo. Es un eco sin dueño, una vibración persistente que se instala en la médula de los días, como si el pasado se negara a ser archivo y prefiriera seguir latiendo en rincones imprevistos, donde la memoria no alcanza pero el alma sí tiembla. Por eso, cuando crucé la puerta aquella mañana del 26 julio de 1986, no supe si estaba huyendo o simplemente obedeciendo a una grieta que se había abierto en mi historia. Había dejado atrás el banco, el escritorio pulido, las cifras que nunca hablaban de mí. En el bolsillo llevaba una visa de turista por catorce días: papel delgado, casi burlón, frente a la magnitud de lo que estaba...