25 El río de las confesiones nocturnas
Capítulo 25
Los pequeños maestros del alba
En el lenguaje silencioso de las mañanas, cuando la ciudad aún bosteza entre sus tejados y el cerro de Mont -Royal guarda secretos en su niebla, los gorriones llegan como si supieran que la ternura no necesita anuncio. No cantan para ser escuchados, ni vuelan para ser admirados. Vienen, simplemente, como quien cumple un pacto antiguo con la vida.
Los observo desde mi ventana, posados en mi balcón como notas de un pentagrama invisible. Son pequeños, sí, pero su lección es inmensa: la fidelidad no se mide en promesas, sino en presencias cotidianas. No hay juramento, ni ceremonia, ni testigo. Sólo el milagro de estar. De volver. De repetir el gesto sin esperar aplauso.
Cada uno de ellos, con su plumaje modesto y su vuelo breve, me recuerda que el amor verdadero no hace ruido. Se instala en los rituales mínimos: en el pan compartido, en la sombra ofrecida, en el silencio que acompaña sin invadir. Son los gorriones los que me enseñan que la eternidad se construye con instantes, no con palabras.
Y así, mientras el otoño pinta de cobre las ramas del parque, yo aprendo a amar como ellos: sin prometer, sin exigir, sin ausentarme.
Han pasado años desde que el exilio se convirtió en costumbre y la soledad en morada elegida. A esta altura del camino —cuando los calendarios se vuelven más ligeros y los recuerdos más densos—, mi vida parece recogerse en torno a un ventanal. Allí, frente a mis ojos, se alza el cerro Mont-Royal, ese guardián milenario que ha acompañado silenciosamente cada uno de mis capítulos en esta ciudad que aprendí a llamar hogar sin traicionar del todo la memoria de otros hogares.
No es solo un accidente geográfico cubierto de árboles: es un altar de memorias, un testigo mudo de todas las estaciones del alma. Cada mañana lo contemplo como quien saluda a un viejo amigo —de esos que no necesitan palabras para entenderse—, y cada tarde lo observo deshacerse en matices que parecen despedidas escritas con tinta de luz. La cruz que lo corona flota entre nubes caprichosas, suspendida entre el cielo y la tierra como una pregunta sin respuesta, como si quisiera recordarme que, incluso en medio del ruido y las contradicciones de Montreal, hay una tregua posible para quienes aún buscamos sentido en el laberinto de los días.
Pero es el ritual de las mañanas lo que ha venido a transformar esta contemplación en ceremonia sagrada. Cada amanecer, cuando el café aún susurra promesas de tibieza entre mis manos, una veintena de gorriones acude puntual a la cita que el tiempo estableció sin consultarnos. Se posan en las barandas de mi balcón con esa confianza quieta de quienes conocen el corazón de quien los espera, y yo les regalo migas de pan que esparzo entre las macetas donde mis plantas —cómplices silenciosas de esta liturgia diaria— les ofrecen refugio para sus juegos.
Hubo un tiempo en que gaviotas altivas y palomas obstinadas reclamaban este mismo territorio, llenando el aire matutino con sus voces estridentes y sus peleas por el espacio. Pero ellas, como tantas cosas en la vida, se fueron sin despedirse, dejando solo el eco de su ausencia y la comprensión tardía de que los lazos más profundos no se tejen con quienes más ruido hacen, sino con quienes eligen quedarse en el silencio compartido.
Los gorriones llegaron después, discretos como una caricia que no pide permiso. Primero fueron tres, luego cinco, hasta convertirse en esta comunidad alada que ahora gobierna mis madrugadas con su presencia fiel. No exigen, no pelean, no imponen su voluntad sobre la quietud del amanecer. Simplemente llegan, como quien llega a casa, y se instalan en mi balcón con la naturalidad de quienes saben que pertenecen a ese momento tanto como yo.
Mientras desayuno —café negro y tostadas que saben a costumbre—, los observo picotear entre las hojas de la Monstera que se derrama por una esquina como una cascada verde, o posarse en las ramas delgadas del jazmín que aún insiste en florecer pese al rigor del clima. Sus cabecitas se inclinan con curiosidad hacia las pequeñas alegrías que les ofrezco: migas que antes eran pan, sobras de un mundo humano que ellos han aprendido a aceptar como regalo sin condiciones.
Hay algo profundamente consolador en esta rutina compartida, en este pacto silencioso que renueva cada mañana. Ellos me esperan, yo los espero, y en esa mutua expectativa se teje una forma de amor que no necesita palabras ni promesas. Es un afecto sin reclamos, una lealtad sin contratos, una compañía que no juzga ni exige explicaciones sobre las cicatrices que uno lleva bajo la piel.
En otoño, cuando el cerro se incendia en una sinfonía de rojos, ocres y dorados —colores que mi paleta interior reconoce como propios, como si cada hoja cayendo fuera una página de mi historia que el viento arranca con delicadeza—, mis pequeños compañeros parecen más alegres, más vivaces. Las hojas caen como si supieran que la belleza también puede ser despedida, que todo adiós puede convertirse en arte si se lo mira con los ojos correctos. Y yo, desde mi ventana —mi atalaya de cristal y nostalgia—, imagino que cada caminante en los senderos del Mont-Royal lleva consigo una historia que el cerro guarda sin decir palabra, archivando secretos en sus raíces profundas como quien guarda cartas de amor que ya nadie lee.
Los gorriones han aprendido mis horarios mejor que yo mismo. Saben cuándo enciendo la cafetera, cuándo abro la puerta del balcón, cuándo es momento de buscar entre las plantas los tesoros que les he dejado. Hay uno, más pequeño que los demás, que se ha vuelto especialmente atrevido: se acerca hasta casi rozar mis dedos cuando deposito las migas en el pretil, como si quisiera agradecerme en un idioma que solo el corazón entiende.
Quizá por eso, en mis días de repliegue —esos días en que el mundo exterior parece demasiado ruidoso y el interior demasiado silencioso—, siento que mi ventana es más que una abertura al paisaje: es un altar donde la contemplación se vuelve oración, donde los gorriones ofician como sacerdotes menores de una religión sin nombre, recordándome que las bendiciones más ciertas llegan sin anunciarse, con alas pequeñas y corazones que laten al ritmo exacto de la esperanza.
En este crepúsculo de mi existencia, mientras el cerro permanece fiel como un perro viejo que no abandona la puerta, mientras mis veinte gorriones escriben con sus vuelos la crónica de cada amanecer, apenas aspiro a lo esencial: la tibieza de una voz amiga que llegue como lluvia sobre tierra seca, el susurro de los recuerdos que entran a mi cuarto como viento y no como vendaval, la caricia invisible del tiempo que ya no arrebata sino que acomoda. Los días transcurren en la compañía ambivalente de la soledad —ese huésped que muerde y consuela con la misma intensidad—, entre aromas de café tibio que se enfría mientras escribo, madera vieja que cuenta sus propias historias en cada crujido, y el rumor lejano de la ciudad que no deja de palpitar, recordándome que más allá de estas paredes la vida sigue su curso implacable.
Frente al ventanal, dos árboles conversan con el cielo en un idioma que solo entienden los que han aprendido a escuchar el silencio. Me regalan sombras movibles —caligrafías efímeras sobre el suelo de mi cuarto— y destellos de luz azulada que entran como bendiciones no solicitadas. Hay noches en que la lluvia recita versos sobre el tejado, y esa melodía líquida me recuerda que lo vivido no ha sido en vano, que cada lágrima y cada risa han tallado en mí surcos donde ahora crece una sabiduría tardía pero luminosa.
Aprender a vivir con menos se ha vuelto mi conquista silenciosa: dormir con lo justo —una almohada que conoce todos mis sueños, una manta que ha sido testigo de mis fiebres y mis epifanías—, comer lo necesario mientras mi conciencia siga limpia como agua de manantial que nadie ha enturbiado. Como escribió alguna vez Antonio Machado: «Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar...»; y yo, con la edad a cuestas como un fardo que ya no pesa sino que equilibra, pago con gusto el precio de mantener mi espíritu libre, aun cuando el cuerpo se rinda a la fatiga de tantos caminos andados.
Y cada mañana, cuando los gorriones lleguen a recordarme que la belleza está en los gestos pequeños, en las fidelidades cotidianas, en la gracia de quienes eligen quedarse cuando podrían haberse ido, yo estaré aquí, con mi café humeante y mis migas de pan, oficiando en el altar de mi ventana este sacramento silencioso que me ha enseñado que no hay soledad que resista la visita diaria de veinte corazones alados que han hecho de mi balcón su iglesia matutina.
Quiero serenidad para abrazar el dolor —ese viejo conocido que ya no me asusta— y alegría para saborear lo poco que la vida aún me concede con la generosidad de quien reparte las últimas monedas. Que la nostalgia de quienes partieron me embriague con gratitud por haberlos tenido cerca, por haber compartido con ellos el pan y la sal de la existencia. Que nada deje de asombrarme: ni una nube insólita que dibuje dragones en el cielo, ni el legítimo llanto que a veces reclama su espacio como un río que rompe el dique.
—«¿Valió la pena mi tránsito por este mundo?»— me pregunto cada noche, mientras la cruz iluminada del Mont-Royal brilla en lo alto como un faro para navegantes perdidos. Y en esa pregunta no busco respuesta definitiva, sino que arde una esperanza discreta: que cuando el día se desvanezca —ese día que todos conocemos pero nadie nombra—, un puñado de voces recuerde que fui, que dejé una estela de ternura y de inquietud en este sendero, que mis palabras fueron semillas lanzadas al viento sin saber dónde germinarían.
Así deseo continuar este nuevo tramo de memorias: bajo la sombra fiel del Mont-Royal, con la certeza de que la soledad puede ser jardín y frontera —lugar donde las flores más extrañas crecen sin pedir permiso—, y con la convicción de que la belleza, cuando se la sabe mirar con ojos lavados por el tiempo, nunca se extingue del todo. Persiste, como la luz de las estrellas muertas que aún viaja por el universo, como el eco de las risas infantiles en los parques abandonados, como el perfume de las flores que ya no están pero que dejaron su esencia impregnada en el aire.
«En la soledad no estamos solos; nos acompaña todo lo que hemos sido y la promesa de lo que aún podemos llegar a ser.»
Desperté temprano aquella mañana de febrero, envuelto por la quietud de mi habitación que parecía suspendida en el tiempo. La soledad no era para mí un visitante ocasional, sino una compañera constante, silenciosa como la primera luz del alba que se cuela tímida entre las cortinas. Mientras la ciudad seguía dormida bajo su manto de nieve —esa nieve que en Montreal es más que clima, es estado del alma—, yo escuchaba el murmullo leve de mi propio ser, como quien se inclina sobre un río secreto y reconoce en su cauce la música de lo profundo, esa melodía que solo suena cuando todo lo demás calla.
Me senté junto a la ventana con mi taza de café humeante —ritual matutino que me ancla al presente—, observando el Mont-Royal aún cubierto por velos de niebla, como una novia antigua que se resiste a mostrar su rostro. Allí, en el crecimiento pausado de la mañana, cuando la luz va conquistando territorios de sombra con paciencia de siglos, sentí que cada rayo de sol era una pregunta dirigida hacia mi interior: —«¿Quién eres ahora, después de tantos tránsitos? ¿En qué rincón de la existencia reposan tus verdades? ¿Qué queda del hombre que cruzó fronteras con el corazón hecho trizas y una maleta prestada?»—
Recordé entonces los días en que buscaba afuera las respuestas que solo podían nacer dentro de mí. Corría por las calles de Medellín, por Torreón —esa ciudad del norte de México donde nació mi hijo— y por este mismo Montreal, persiguiendo fantasmas de plenitud que se desvanecían como la bruma matinal. Entendí que, a menudo, somos extraños en nuestra propia casa: náufragos en la sala de estar, exiliados en nuestro propio cuerpo. Y que el viaje más largo y solitario es el que nos conduce hacia el núcleo secreto del alma, ese lugar donde no hay mapas ni brújulas, solo intuición y coraje.
La soledad, lejos de ser carencia, se reveló ante mí como espacio sagrado, como catedral íntima donde oficio mis propias misas sin liturgia. En ella aprendí a escuchar el susurro de mis pensamientos desordenados —esa multitud caótica que habita en cada uno de nosotros—, a enfrentar las sombras que la costumbre disfraza con ropajes de normalidad. Hubo momentos de angustia, sí, noches donde la incertidumbre mordía con dientes fríos y yo me acurrucaba bajo las mantas como un niño que teme a los truenos; pero también hallé allí una paz serena, una claridad cristalina que no había conocido en la algarabía de otros tiempos, cuando creía que la felicidad se escondía en el ruido y la multitud.
La calle Fabre fue el primer hogar de mi hijo en Montreal. Allí llegó, pequeño y curioso, y allí vivió su primera infancia. Jugaba en la ruelle, ese pasadizo que para él era un reino sin fronteras, donde conoció a sus primeros amigos y los días transcurrían con una armonía que parecía suspendida en el tiempo.
Yo, mientras tanto, me descubría reflejado en cada hoja que el viento arrastraba por esa misma calle —hojas que, como yo, habían sido arrancadas de su árbol pero seguían danzando con dignidad—. Me veía en las sombras que se proyectaban sobre las paredes del cuarto, cambiando de forma según la hora del día, como si el tiempo jugara a disfrazarse.
En ese diálogo silencioso con los elementos, con las cosas mudas que pueblan mi soledad, comprendí la belleza de lo sencillo, lo verdadero: el temblor de una rama bajo el peso de la nieve, la fidelidad del reloj marcando la hora con su tic-tac hipnótico, el aroma obstinado del café al amanecer que promete —aunque sea mentira— que este día será diferente.
No temo ya al silencio ni a la ausencia. Son viejas amigas que me visitan sin anunciarse y se quedan el tiempo que necesitan. Quizás, como decía aquel sabio cuyo nombre el tiempo borró de mi memoria pero no sus palabras, todos venimos y partimos solos, y la compañía es apenas un paréntesis amable en la oración mayor de la existencia. Pero en esa soledad encontré la música callada de mi corazón —esa que suena cuando nadie aplaude—, la esperanza leve que sobrevive a la noche como esas velas que parpadean pero no se apagan. Allí supe, finalmente, con esa certeza que no necesita demostraciones, que solo en la soledad —poderosa y generosa como la luz que ahora baña el Mont-Royal— se revela la chispa indomable de la vida.
Mientras escribo estas líneas, la tarde va cayendo como un telón de teatro sobre la ciudad. El cerro se tiñe de púrpura y oro, y yo siento que algo se completa en este instante fugaz. No es el final de nada, sino la continuación de todo. Porque mientras haya una ventana donde mirar, mientras el Mont-Royal siga siendo testigo de mis días, mientras la soledad me siga enseñando sus secretos en voz baja, seguiré aquí, escribiendo estas memorias que son mapas de un territorio que solo yo conozco: el territorio infinito y misterioso del alma humana cuando se atreve a mirarse sin máscaras.
Y así, entre la presencia constante del cerro y la compañía silenciosa de mis recuerdos, continúo trazando esta narrativa que es mi vida, como quien aplica pinceladas otoñales sobre una hoja en blanco, sabiendo que cada palabra es un matiz, una transparencia, una sombra que revela más de lo que oculta. Algún día —no sé cuándo, no importa cuándo— alguien leerá estas líneas y comprenderá que no estamos solos en nuestra soledad, que todos somos testigos en alguna cima, contemplando el paisaje de nuestra existencia con asombro y gratitud, como quien observa una acuarela aún húmeda, sabiendo que su belleza está en lo que se difumina, no en lo que se define.
El río de las confesiones nocturnas
«Hay alturas que no se miden en metros sino en soledades, y desde ellas se ve más claro el río de la vida que fluye, imperturbable, hacia su destino oceánico.»
Habito en el 413, un número que ya no es solo dirección sino refugio. Pero es en el piso diecisiete donde realmente respiro —una terraza amplia, abierta al cielo, desde donde Montreal se ofrece como un lienzo vivo. Esta torre, faro de cemento y vidrio, acoge a quienes hemos cruzado el umbral de la tercera edad, esa estación que los jóvenes esquivan y los viejos transitamos con una mezcla de resignación serena y sabiduría que llega, a veces, demasiado tarde. Desde esta altura, que es atalaya y confesionario, el mundo se despliega en una panorámica que va del Mont-Royal al río San Lorenzo, ese cuerpo líquido que serpentea como una vena abierta en el corazón de Quebec. Aquí, entre el viento que acaricia las copas de los árboles y el murmullo lejano de la ciudad, cada día es una acuarela distinta: pinceladas otoñales, trazos de nostalgia, transparencias de gratitud.
El edificio es una Babel silenciosa donde cada apartamento guarda historias de vidas que se apagan lentamente, como velas en una catedral abandonada. Los pasillos huelen a medicinas y memorias, a café recalentado y soledades compartidas. Mis vecinos son fantasmas amables que arrastran andadores y nostalgias, que se saludan en el ascensor con sonrisas que han olvidado por qué sonríen. Aquí, en esta colmena vertical de últimos capítulos, he encontrado mi celda monástica, mi observatorio del crepúsculo, mi último puerto antes del viaje sin retorno.
Pero es de noche cuando este lugar revela su magia secreta. Cuando la ciudad se adormece bajo su manto de luces artificiales, yo me siento junto al ventanal y contemplo el río San Lorenzo, ese espejo oscuro donde —lo juro por los recuerdos que aún me quedan— los temores de la luna se reflejan y se mueven con las aguas. Es entonces cuando el río se transforma en algo más que agua: se convierte en el archivo líquido de todas las historias no contadas, el confesionario donde las estrellas cansadas vierten sus lágrimas de añoranza cada noche, sin que nadie más que yo las vea caer.
En esas aguas nocturnas flotan las hojas marchitas de los arces —esos centinelas canadienses que mudan su piel con cada estación—, y con ellas navegan fragmentos de vidas que el otoño arrancó de sus ramas. A veces, cuando la noche es especialmente clara y mi insomnio especialmente locuaz, bajo los diecisiete pisos con la lentitud de quien ya no tiene prisa por llegar a ningún lado. Cruzo el vestíbulo donde el guardia nocturno dormita con un periódico sobre el rostro, salgo a la calle donde el frío me recibe como un viejo enemigo que se ha vuelto amigo, y camino hasta el banco solitario que espera bajo los arces, frente al río.
Es allí, en ese banco que se ha convertido en mi confesionario al aire libre, donde la ciudad dormida me susurra sus secretos. Montreal a las tres de la madrugada es una amante diferente: sin maquillaje, sin prisas, vulnerable en su desnudez de concreto y cristal. Los rascacielos parpadean con sus ojos de neón, y sus reflejos en el agua se mezclan con el fulgor plateado de la luna, creando un caleidoscopio líquido que hipnotiza y consuela.
Te escribo poemas en ese banco —aunque el "te" sea un destinatario difuso, tal vez Mauricio dormido al otro lado del mundo, tal vez todas las personas que amé y perdí, tal vez esa parte de mí mismo que dejé en cada puerto—. Los escribo en servilletas arrugadas, en los márgenes de periódicos viejos, en el vapor que mi aliento forma en el aire helado. Son poemas que conoces sin haberlos leído, porque nacen de esa zona del alma donde todos somos el mismo poeta, el mismo náufrago, el mismo soñador insomne.
Miro el agua donde reposa la luna —esa luna que aquí parece más grande, más cercana, como si el norte la atrajera con imanes invisibles—, y ella, la muy indiscreta, me confiesa sus penas: me cuenta de los amantes que se besan bajo su luz sin saber que ella los mira con envidia, de los suicidas que la contemplan por última vez antes del salto, de los niños que le piden deseos creyendo que es ella y no las estrellas quien los concede. Y yo sigo escribiendo, poseído por una urgencia que no comprendo, como si el perfume de tu cuerpo —ese aroma a jazmines y tiempo perdido— viajara hasta mí a través de las décadas, obligándome a mirar hacia los recuerdos con la misma intensidad con que miro el río.
«El río sabe. El río siempre ha sabido que todos los caminos del agua conducen al mar, y que todos los caminos del alma conducen a la soledad luminosa del que aprende a estar consigo mismo.»
Hay noches en que el San Lorenzo me habla en un idioma anterior a las palabras. Me cuenta historias de cuando los iroqueses navegaban sus aguas en canoas de corteza de abedul, cuando Jacques Cartier lo vio por primera vez y creyó haber encontrado el pasaje hacia China, cuando los troncos de los bosques talados flotaban río abajo hacia los aserraderos que construyeron esta ciudad. El río es memoria líquida, y yo, desde mi banco de meditación o desde mi ventana en el piso diecisiete, soy su escriba nocturno, su testigo insomne.
A veces, otros residentes del edificio —insomnes crónicos como yo— bajan a caminar por la orilla. Los reconozco por su andar lento, por esa manera de moverse de quienes ya no tienen prisa porque saben que el tiempo, ese tirano que nos persiguió toda la vida, finalmente se ha vuelto nuestro aliado: ya no puede quitarnos mucho más. Nos saludamos con ese gesto mínimo que es contraseña de nuestra cofradía secreta, la hermandad de los que han aprendido que la noche no es para dormir sino para recordar.
Hay una mujer —Marguerite, francesa de Lyon, ochenta y tres años, viuda dos veces— que a veces se sienta en el otro extremo del banco. No hablamos mucho, pero su presencia es un consuelo. Ella también mira el río como quien lee un libro sagrado, y a veces la escucho murmurar en francés palabras que suenan a oración o a conjuro. Una noche me confesó, con esa voz que tienen las ancianas cuando revelan secretos: —«El río se llevó a mi primer amor. Se ahogó tratando de impresionarme, el muy tonto. Desde entonces vengo aquí a pedirle que me lo devuelva, aunque sea solo en sueños»—.
El amanecer nos sorprende a menudo en estas vigilias. El cielo comienza su metamorfosis cotidiana, pasando del negro al índigo, del índigo al púrpura, del púrpura al rosa, hasta que el sol —ese actor que nunca falta a su función— hace su entrada triunfal por el este, dorando las aguas del San Lorenzo como si las convirtiera en oro líquido. Es entonces cuando regreso a mi apartamento, subo los diecisiete pisos en un ascensor que rechina como mis huesos, y me acuesto a dormir mientras la ciudad despierta.
Pero antes de cerrar los ojos, miro una vez más por mi ventana. El Mont-Royal ya está bañado de luz, los edificios del centro relucen como joyas recién pulidas, y el río sigue su curso eterno, indiferente a mis desvelos, llevándose mis poemas no escritos hacia el Atlántico, hacia ese mar que es el destino final de todas las aguas y todas las historias.
En este edificio para ancianos, en este piso diecisiete que es mi última torre de marfil, he aprendido que la vejez no es decadencia sino destilación. Somos como el whisky que mejora con los años, como el vino que alcanza su punto perfecto justo antes de avinagrarse. Y desde aquí, desde esta altura que me acerca más al cielo que a la tierra, contemplo el río y la ciudad con la serenidad del que ya no espera nada y por eso mismo lo recibe todo: cada amanecer como un regalo inesperado, cada atardecer como una despedida que podría ser la última, cada noche como una oportunidad para dialogar con la luna y escribirle poemas al fantasma del amor que fue y que sigue siendo, transformado ahora en esta nostalgia luminosa que me acompaña como una segunda piel.
Montreal: La ciudad abrazada por el río
«Hay ciudades que se construyen sobre la tierra y otras que nacen del agua. Montreal pertenece a ambos mundos: tiene raíces de piedra y venas de río.»
Montreal no es simplemente una ciudad; es un ser vivo que respira entre dos pulmones de agua. El río San Lorenzo la abraza con la ternura posesiva de un amante antiguo, envolviéndola en sus brazos líquidos que cambian de humor según la estación. En invierno, el río es un espejo de acero donde se refleja el cielo plomizo; en primavera, una arteria desbordada que canta su liberación del hielo; en verano, un boulevard acuático donde navegan veleros blancos como gaviotas gigantes; y en otoño —mi estación predilecta—, un lienzo dorado donde flotan las últimas hojas como barcos de papel que llevan mensajes secretos hacia el mar.
Desde mi ventana en las alturas, observo cómo la ciudad se extiende como un tapiz bordado entre el río y la montaña. Los barrios se despliegan con la geometría caprichosa de un sueño: Plateau Mont-Royal con sus escaleras de hierro forjado que suben al cielo como notas musicales, Vieux-Montréal con sus adoquines que guardan las pisadas de cuatro siglos, Mile End donde los bagels perfuman las madrugadas y el arte callejero convierte los muros en galerías sin techo. Cada barrio es un capítulo diferente del mismo libro, y el río es el hilo conductor que los une, el narrador omnisciente que conoce todos los secretos.
El San Lorenzo —ese gigante manso que los mohawks llamaban Kaniatarowanenneh, "el gran cauce de agua"— no solo abraza a Montreal: la define, la moldea, la transforma. Es padre y madre, cuna y tumba, principio y fin. Por sus aguas llegaron los primeros exploradores franceses, creyendo haber encontrado la ruta hacia Catay. Por sus muelles desembarcaron millones de inmigrantes —como yo, aunque yo llegué por aire— con sus baúles llenos de esperanzas y sus corazones cargados de nostalgia. El río ha sido testigo de todos los comienzos y todos los finales, y sigue fluyendo, imperturbable, como si supiera que las ciudades, al igual que las personas, son apenas un parpadeo en su existencia milenaria.
«Montreal es una ciudad que habla en tres idiomas: francés en sus calles, inglés en sus negocios, y el lenguaje universal del río que todos entendemos sin palabras.»
Caminar por Montreal es participar en una danza donde el río marca el compás. Las calles descienden hacia él como arroyos de asfalto, y los puentes —esos arcos de fe lanzados sobre el agua— conectan islas que son como pensamientos dispersos de una mente acuática. El Puente Jacques-Cartier se ilumina cada noche con los colores del arcoíris, como si la ciudad le rindiera homenaje diario al río con fuegos artificiales de luz.
En agosto, cuando La Ronde celebra sus feux d’artifice, el cielo se convierte en un lienzo de explosiones cromáticas. Desde aquí, desde mi observatorio en el piso diecisiete, contemplo ese espectáculo con una admiración que roza lo sagrado. Las detonaciones de luz se reflejan en el río como si el agua también celebrara, como si el verano tuviera voz propia. A veces es una serpiente de diamantes, otras veces un collar de perlas que la ciudad se pone para seducir a la noche.
Pero Montreal guarda su secreto más extraordinario bajo la piel. Porque esta ciudad, que en superficie danza con el río y coquetea con las nubes, ha construido otro mundo en sus entrañas, un universo paralelo donde el invierno no existe y el sol es siempre artificial.
El mundo subterráneo: RESO, la ciudad bajo la ciudad
«Si el cielo tiene sus constelaciones y el río sus corrientes secretas, Montreal tiene su RESO: un laberinto de luz artificial donde los habitantes hibernan como topos elegantes.»
Fue en uno de esos días de febrero cuando el termómetro marcaba menos treinta grados y el viento cortaba como cuchillas de afeitar, que descendí por primera vez a RESO —la red peatonal subterránea que los locales llaman simplemente "el underground"—. Bajé por una escalera mecánica en la estación McGill, y fue como atravesar el espejo de Alicia: de pronto estaba en otro mundo, un universo paralelo donde el invierno era solo un rumor lejano, un mito del que hablaban los de arriba.
En el corazón de Montreal, bajo las calles frías y agitadas donde el viento ártico azota sin piedad, se esconde este gigantesco laberinto subterráneo de más de treinta kilómetros de túneles iluminados. Es una ciudad invertida, un negativo fotográfico del mundo superior, donde todo existe en una dimensión diferente. Imagina —si puedes— caminar entre centros comerciales que brillan como catedrales del consumo, hoteles cuyos lobbies subterráneos son salones de baile sin ventanas, restaurantes donde nunca es de día ni de noche, teatros que presentan funciones a seres que han olvidado el color del cielo, bancos donde el dinero circula en arterias de neón, y estaciones de metro que son plazas públicas donde nadie ve las estrellas. Todo conectado, todo accesible, todo sin salir al frío que mata.
Es como un pequeño mundo oculto —o tal vez no tan pequeño— donde miles de personas viven su día a día bajo tierra, como una civilización de hormigas sofisticadas que han evolucionado más allá de la necesidad de sol. Oficinistas trajeados cruzan estos pasillos con la misma naturalidad con que los mineros descienden a los socavones, solo que aquí no buscan carbón sino calor, no extraen minerales sino que depositan sus vidas en esta caja fuerte subterránea.
«RESO no es solo un refugio del frío; es un espejo enterrado donde Montreal se mira y no siempre reconoce su reflejo.»
La primera vez que caminé por estos túneles, me perdí durante tres horas. No era solo desorientación espacial; era algo más profundo, más perturbador. Sin el sol para marcar el tiempo, sin el río para orientar los puntos cardinales, sin el Mont-Royal como faro, me convertí en un navegante sin brújula en un mar de mármol y fluorescente. Los pasillos se bifurcaban como las decisiones de la vida, llevando a destinos que parecían iguales pero eran sutilmente diferentes. Una vuelta equivocada y estabas en el subsuelo del Place Ville Marie; otra, y emergías en el Complexe Desjardins sin saber cómo habías llegado.
Esta maravilla —porque hay que llamarla así, aunque sea una maravilla ambigua— fue diseñada inicialmente para proteger a la gente durante los intensos inviernos canadienses. Comenzó en 1962, modestamente, conectando el Place Ville Marie con la estación de tren central. Pero creció, como crecen los organismos vivos o los sueños, hasta convertirse en una de las estructuras subterráneas más impresionantes del mundo. Dicen que es la ciudad subterránea más grande del planeta, aunque ciudad sea quizás una palabra demasiado noble para este hormiguero iluminado.
He visto abuelas hacer sus compras navideñas en julio, porque aquí abajo siempre es la misma estación indefinida. He visto parejas besarse en esquinas sin viento, donde sus besos no se congelan en el aire. He visto mendigos —sí, también hay mendigos en el paraíso artificial— que han establecido sus territorios en los recodos menos transitados, como ermitaños de catacumba que han renunciado no solo al mundo sino también al cielo.
Hay días en que desciendo a RESO no por necesidad sino por curiosidad antropológica. Me siento en uno de los bancos de estos corredores eternos y observo el río humano que fluye sin cesar. Es un río diferente al San Lorenzo: no tiene mareas, no conoce estaciones, no refleja la luna. Es un río de rostros pálidos iluminados por la luz artificial, de pasos apresurados que resuenan en el mármol, de conversaciones que rebotan en techos bajos y se pierden en la geometría imposible de los túneles.
A veces pienso que RESO es el inconsciente de Montreal, el lugar donde la ciudad guarda lo que no quiere mostrar al sol: su miedo al frío, su necesidad de control, su deseo secreto de ser eterna e inmutable. Mientras arriba el río abraza la ciudad con amor líquido y la montaña la vigila con paciencia mineral, abajo, en las entrañas, late este corazón artificial que nunca descansa, que nunca duerme, que nunca sueña.
Y yo, testigo de ambos mundos —el de arriba donde el río canta y el de abajo donde el silencio zumba—, subo y bajo entre estas dos realidades como Perséfone moderna, dividiendo mi tiempo entre la luz que muere y la luz que nunca nació. Desde mi piso diecisiete contemplo el río que abraza la ciudad, y a veces desciendo a los túneles donde la ciudad se abraza a sí misma, protegiéndose de su propio clima, de su propia naturaleza, de su propio destino norteño.
Montreal, ciudad de paradojas, abrazada por el río en la superficie y atravesada por túneles en las profundidades, me ha enseñado que hay muchas maneras de sobrevivir al invierno: algunas implican mirar el río desde las alturas y escribir poemas a la luna; otras, descender a las catacumbas modernas donde el comercio nunca hiberna. Ambas son válidas, ambas son necesarias, ambas son parte de esta sinfonía urbana que se toca en dos niveles: uno bajo el cielo, otro bajo la tierra, y yo, en medio, tratando de entender la partitura completa de esta ciudad que es muchas ciudades, este río que es todos los ríos, este laberinto que es todos los laberintos que he recorrido en mi vida de exilios y regresos.
Las calles que nos recuerdan
«La memoria sólo se arraiga parcialmente en los pliegues del cerebro: la otra mitad vive en las calles de cemento por las que hemos caminado, en las esquinas donde nos detuvimos a llorar o a besar, en los portales donde esperamos noticias que cambiarían nuestras vidas.»
He comprendido, después de tantos años deambulando por las arterias de Montreal, que mi memoria no reside únicamente en mi cabeza —ese archivo desordenado de neuronas y sinapsis— sino que se ha derramado por la ciudad como agua que busca su nivel. Cada calle que he recorrido guarda un fragmento de mi historia, cada esquina es un marcador de página en el libro de mi existencia. La rue Sainte-Catherine conoce mis primeras soledades de inmigrante; la avenue du Parc fue testigo de mis caminatas insomnes cuando Ofelia y Mauricio aún esperaban en México; el boulevard Saint-Laurent —esa frontera invisible entre el este francófono y el oeste anglófono— ha sido el escenario de mi propia división interior, ese estar siempre entre dos mundos sin pertenecer completamente a ninguno.
Las aceras de cemento de Villeray han absorbido mis pasos como esponjas grises que nunca olvidan. A veces, cuando camino por la rue Fabre donde viví con Manuel González, siento que el pavimento me devuelve el eco de aquellos días, como si las moléculas de concreto hubieran grabado la frecuencia de mi andar, el peso específico de mi esperanza. No es nostalgia —o no solo eso—; es la certeza física de que dejamos pedazos de alma en los lugares que habitamos, y que esos lugares, a su vez, se instalan en nosotros como inquilinos permanentes.
El banco bajo los arces, junto al río, no es solo madera y metal: es un relicario donde deposité noches enteras de insomnio y poesía. Los túneles de RESO no son meros pasadizos comerciales: son las venas por donde circula mi asombro ante esta ciudad que se reinventa bajo tierra. Incluso este edificio de ancianos, esta torre de diecisiete pisos, ya ha comenzado a tejer su red en mi memoria, convirtiéndose en algo más que ladrillos y ventanas: es el mirador desde donde contemplo el final del viaje, el último puerto antes del gran silencio.
Porque al final, somos lo que recordamos, pero también somos los lugares donde hemos dejado nuestros recuerdos. Montreal ya no es solo una ciudad donde vivo: es parte de mi sistema nervioso extendido, una prolongación de mi memoria que late en cada semáforo, que respira en cada parque, que sueña en cada vitrina empañada por el frío. Y cuando yo ya no esté, cuando mi cuerpo se haya convertido en ceniza o en raíz, algo de mí permanecerá en estas calles de cemento, en estos túneles iluminados, en este río que abraza la ciudad y que seguirá fluyendo, llevando consigo el eco imperceptible de mis pasos, la huella invisible de mi tránsito por este mundo que es muchos mundos, esta vida que es todas las vidas que hemos vivido y las que aún nos quedan por imaginar.
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