Capítulo 1 — "El Filo de la Nostalgia: El Regreso a Montreal"

El Umbral del Regreso

« Se regresa no al lugar, sino al silencio que dejó nuestra ausencia. »

El 6 de junio de 2006 no fue un día cualquiera, aunque el calendario lo marcara con la misma indiferencia con que señala los cumpleaños olvidados o las efemérides ajenas. Para mí, fue un umbral. El aire sabía a promesas incumplidas y a lluvia que aún no había caído. Dieciocho años habían pasado desde que crucé las fronteras de la patria con el corazón hecho trizas y una maleta prestada, huyendo de Medellín como quien escapa de un incendio que no da tregua. Era el 26 de julio de 1988, y yo no sabía entonces que el exilio no se mide en kilómetros, sino en silencios que se acumulan como polvo en los rincones del alma.

Ocho años después —en 1998— me marché a México, arrastrado por el amor, ese animal caprichoso que a veces se disfraza de destino y huele a canela tibia en las mañanas. Allí me casé, creyendo que el matrimonio sería una forma de pertenecer a algún lugar, de hincar las uñas en la tierra y decir "aquí soy". Pero el alma, testaruda como un niño que no quiere dormir, seguía buscando su rincón en el mundo, ese espacio donde el eco de nuestros pasos resuena familiar.

Volví a Montreal ese 6 de junio con la espalda encorvada por los años que no viví allí, como si llevara a cuestas un abrigo tejido con ausencias que pesaba más que la culpa. La ciudad me recibió con su luz oblicua y su aire cargado de memorias que no eran del todo mías, pero que me reconocían como uno de los suyos —un fantasma que regresa a habitar su propia casa—. Caminé por las calles como quien regresa a una partitura que fue suya en otra vida, tocando con los ojos los muros, los árboles, los rostros, buscando señales de que aún era posible echar raíces en tierra que había olvidado mi nombre.

Y aunque la esperanza ya no galopaba como antes, seguía allí —mansa pero terca— como una semilla que se niega a morir en el puño cerrado. Como escribió Neruda: "Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido". Volví no para empezar de nuevo, sino para continuar lo que había quedado suspendido en el aire, como una carta sin remitente que por fin encuentra su buzón en el silencio de una tarde cualquiera.

Los aeropuertos del alma

Los aeropuertos estadounidenses se alzaban ante mí como laberintos sin fin, vastos y desalmados, donde el alma parecía extraviarse entre anuncios en voz metálica y pasillos que olían a café recalentado, a prisa industrial y nostalgia procesada. Eran más que simples estaciones de tránsito: eran territorios suspendidos en una dimensión sin relojes, donde el tiempo se estiraba como un bostezo que nadie se atrevía a interrumpir, donde cada eco amplificaba la soledad hasta convertirla en coro.

Cada escala era una pausa en el tejido de mi vida, un paréntesis que me obligaba a mirar hacia adentro, a recordar lo que había dejado atrás y lo que aún me atrevía a esperar. Los asientos de plástico se pegaban a la piel como promesas rotas, y el zumbido constante de las turbinas se volvía una canción de cuna para almas en tránsito.

Mi boleto —impreso en papel barato pero cargado de significado— no fue comprado con dinero, sino con paciencia. Era el fruto de las Aeromillas que Ofelia, mi esposa, había ido acumulando con la meticulosidad de una hormiga laboriosa que entiende que los milagros se construyen granito a granito. Sus viajes frecuentes a Carolina del Norte, que a mí me parecían rutinarios y agotadores, escondían un propósito más grande: tejer, sin que yo lo supiera, el puente de regreso a Montreal.

En ese gesto silencioso, en esa constancia sin alarde, reconocí el amor verdadero: no el que se grita desde los balcones ni el que se escribe en cartas perfumadas, sino el que se construye con actos pequeños, casi invisibles, como quien riega una planta cada mañana sin esperar que florezca de inmediato. Ofelia no me prometió el regreso; lo hizo posible. Y en cada escala, en cada sala de espera donde el mundo parecía detenerse como un reloj averiado, sentí su presencia como un hilo invisible que me guiaba de vuelta a casa, ese lugar que a veces existe más en el corazón que en los mapas.

El reconocimiento desde las alturas

Apoyado contra la ventanilla del avión, con los ojos enrojecidos por el desvelo y el alma al borde del desbordamiento, vi asomar entre las luces difusas la silueta inconfundible de la torre blanca de La Banque Nationale. Allí estaba, erguida como un faro silencioso en medio del mar de concreto, idéntica a como la había dejado y, sin embargo, distinta —como todo lo que se mira después de haber sido añorado hasta el cansancio—.

El aire acondicionado del avión me golpeó los pulmones con su frialdad artificial, pero yo respiraba algo más: el aroma anticipado de Montreal, esa mezcla de hojas húmedas, pan recién horneado y esa indefinible fragancia de ciudad que ha visto llegar y partir a miles de soñadores. No era solo concreto y vidrio lo que veía: era el eco de mis días, el testigo mudo de mis madrugadas de lucha y mis tardes de esperanza que se estiraban como sombras largas.

Durante cuatro años, ese edificio fue mi refugio y mi campo de batalla, el lugar donde aprendí a pronunciar mi nombre en otra lengua y a sostenerme en pie cuando el mundo parecía resbalar bajo mis pies como hielo recién formado. Allí dejé parte de mi vida, mis dudas convertidas en certezas a golpe de persistencia, mis primeras certezas en tierra extranjera que sabía a sal y a posibilidad.

Al verlo desde lo alto —tan pequeño y tan inmenso a la vez, como un verso que contiene el universo— sentí que algo en mí se cerraba como un círculo perfecto. No lloré, pero una ternura antigua me apretó el pecho, como si una versión más joven de mí mismo me saludara desde aquellas ventanas empañadas por el tiempo. En ese instante supe, como se sabe sin palabras, que había regresado. No solo al lugar, sino al tiempo, a la historia que había quedado suspendida en el aire como una nota musical, esperando que yo volviera a respirarla.

Encuentro y arraigo

En el aeropuerto —ese limbo entre mundos donde los abrazos se dan con torpeza y las despedidas se quedan flotando en el aire como perfume olvidado— tres figuras familiares me aguardaban con sonrisas cálidas que me devolvieron, de golpe, al territorio del afecto genuino. Gonzalo, mi hermano, estaba allí, firme y sereno como siempre, con esa manera suya de estar sin imponerse, como un árbol que da sombra sin pedir nada a cambio, sin exigir gratitud por su simple existencia.

A su lado, Luz Dary, su esposa, me abrazó con ese cariño sencillo que no necesita discursos ni grandes gestos, solo la certeza de que uno pertenece a esa constelación pequeña pero luminosa que llamamos familia. Su abrazo olía a hogar, a estabilidad, a esas cosas simples que sostienen el mundo cuando todo lo demás se tambalea.

Y Manuel González —viejo amigo de batallas y silencios compartidos— me estrechó la mano con una fuerza que decía más que cualquier bienvenida: —« Aquí estás, hermano. Aquí es tu lugar »—. Sus ojos, cansados pero cálidos, tenían esa luz de quien ha visto mucho y juzga poco, de quien entiende que la vida es más amable cuando se comparte.

Ya habíamos hablado desde México. Me quedaría en su casa, en el barrio Villeray, donde una habitación me aguardaba como quien reserva un sitio en la mesa familiar, sin condiciones ni preguntas, solo con la generosidad de quien entiende que el regreso también es una forma de sanar. Las paredes de esa habitación, me dijo Manuel, habían visto pasar muchas historias; la mía sería una más, pero no menos importante.

La casa de los ecos

La casa de Manuel estaba en la calle Fabre, justo al frente de una escuela primaria. Ese detalle —que al principio me pareció anecdótico— pronto se volvió una herida dulce que se abría cada mañana con los primeros rayos del sol. Cada día, el bullicio de los niños me llegaba como una ráfaga de vida, sus voces agudas cortando el aire matinal como cuchillos de alegría, y con él, el recuerdo de Mauricio, mi hijo, aún pequeño, se me instalaba en el pecho con la nitidez de una ensoñación.

Lo imaginé corriendo por ese patio, con la mochila saltando en su espalda como un animal pequeño y la risa expandiéndose en el aire como una plegaria que no pide nada, solo celebra. Sus zapatos gastados golpeando el asfalto, sus manos manchadas de tiza, su aliento visible en el aire frío de las mañanas de Montreal —una infancia que pudo ser y que mi imaginación pintaba con colores imposibles—.

Pensé en lo que pudo haber sido, en los caminos que no tomamos, en las vidas paralelas que a veces se nos escapan entre los dedos como agua tibia. Pero también pensé —y esto me sorprendió— en la belleza de lo incierto, en cómo a veces el amor más puro es el que se vive en la distancia, sin posesión, sin exigencias, como un jardín que cuidamos en sueños.

Y sin embargo, en ese instante, no sentí tristeza. Sentí gratitud. Porque incluso lo que no fue también forma parte de lo que somos. Como dijo Machado: "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar". Y yo había andado tanto que ya no importaba el destino, sino la huella.

Lo que regresa con el aire

Montreal, a pesar del verano, tenía un aire metálico —una frialdad sutil que se colaba por las rendijas de la memoria— como si el invierno se hubiera quedado dormido entre los ladrillos, bajo las aceras, en los huesos mismos de la ciudad. El cielo era de un azul tan pulido que dolía mirarlo, y todo —las calles, los árboles, los rostros— parecía dispuesto con una exactitud que rozaba lo mágico, como si alguien hubiera ordenado el mundo con manos invisibles y una paciencia infinita.

Los sonidos de la ciudad me envolvían como una sinfonía familiar: el siseo de los autobuses, el crujir de las hojas bajo los pies de los transeúntes, el murmullo constante del francés mezclándose con el inglés en las terrazas de los cafés. Olía a pan tostado, a tierra húmeda, a esa mezcla indefinible de culturas que hacía de Montreal un lugar donde las diferencias no se toleraban: se celebraban.

Fue entonces cuando me asaltaron los recuerdos —no como una avalancha, sino como una brisa que se cuela sin pedir permiso, cargada de aromas que la mente reconoce antes que los ojos— de mi primera llegada a esta ciudad, a finales de 1988. Entonces era un hombre nuevo, recién desembarcado del calor espeso de Medellín, con la piel aún impregnada del trópico y la mirada de quien ha vivido demasiado pronto lo que otros tardan décadas en entender.

Llevaba en los bolsillos más preguntas que certezas, y en el alma una mezcla de miedo y asombro que me hacía caminar con cautela, como si el suelo pudiera desvanecerse bajo mis pies en cualquier momento. Todo me parecía extraño entonces: la luz plateada, el frío que se pegaba a los huesos, el silencio ordenado de las calles. Hasta mi propia respiración sonaba diferente en ese aire delgado.

Pero Montreal —con su dignidad silenciosa y su belleza contenida— me recibió sin alardes, como una madre adoptiva que no exige amor inmediato, pero lo ofrece sin reservas. Y ahora, tantos años después, al volver a pisarla, sentí que algo en mí se alineaba con ese orden secreto que la ciudad parecía guardar bajo llave. Como si el tiempo —caprichoso y circular— me hubiera traído de regreso no solo al lugar, sino al hombre que fui, pero también al que había llegado a ser en todos estos años de ausencia.

El inventario de las ausencias

Había dejado atrás amores que ya no dolían —cicatrizes que el tiempo barnizó con una capa de ternura—, un hijo que crecía lejos, en una geografía que ya no sabía pronunciar con certeza, como si el idioma mismo se me hubiera deshilachado en la boca. Ciudades que me acogieron con los brazos abiertos y luego —con la indiferencia de lo inevitable— dejaron de pertenecerme, como hoteles que se olvidan de los huéspedes que ya partieron.

Fui muchas cosas: extranjero con acento que delataba mi origen, esposo de una historia sin páginas finales, padre de un tiempo que se me escapó entre los dedos como arena tibia. Y sombra —sobre todo sombra— proyectada en muros que ya no me recuerdan, que han visto pasar tantas siluetas que la mía se perdió entre todas las demás.

Ahora vuelvo —no para recuperar lo perdido, porque lo perdido no se recupera, se transforma—. Se vuelve para reconocer, en lo que permanece, el trazo de nuestra ausencia. Para ver si el aire aún nos recuerda, si los pasos que dimos resuenan en alguna grieta de la acera, si alguien, al pasar, siente un eco sin nombre que le eriza la piel sin saber por qué.

Este regreso no ofrece promesas ni las pide. No exige nada. Solo permite existir. Respirar en un lugar donde alguna vez fui, donde aún sigo siendo de algún modo, aunque la ciudad ya no sepa mi nombre, aunque al pronunciarlo, el viento no se detenga a escuchar.

El refugio de los gestos mínimos

Las paredes de la casa hablaban un idioma sin palabras —hecho de grietas que contaban historias, de silencios que guardaban secretos, de ecos antiguos que solo el alma cansada entiende—. El crujido de la madera bajo mi cuerpo resonó como un suspiro contenido, como si la casa también respirara, lenta y honda, después de tantos años de espera. Desde la cocina, la tetera silbaba —pero no porque yo la hubiera encendido—. Silbaba porque la vida, testaruda, seguía su curso. Porque incluso en la quietud, algo se mueve, algo late, algo insiste en continuar.

A la mañana siguiente, los gritos de los niños me arrancaron del sueño. Corrí la cortina: en el patio de L'École primaire Saint-Gabriel-Lalemant, decenas de pequeños cruzaban con mochilas al viento, como banderas de una infancia que no se detiene, que no conoce la nostalgia porque vive perpetuamente en presente. Sus voces se mezclaban con el tañido lejano de las campanas de alguna iglesia, creando una sinfonía urbana que me devolvía a la vida.

Encendí la radio —más por costumbre que por deseo— y entonces, como si el universo quisiera arrancar memorias de raíz, escuché el comercial de un niño llamando:

—« Papá, papá, papá... »—

Esa voz resonó en mi pecho como un eco sagrado. Vi a Mauricio, no en carne y hueso, sino en una proyección del alma —una aparición tejida con hilos de nostalgia y ternura que era más real que la realidad misma—. Lo imaginé corriendo entre esos niños, con su lonchera colgando y esa sonrisa que siempre iluminaba sus días, como si el sol le brotara desde adentro, como si fuera dueño de algún secreto que hacía que todo fuera posible.

Pero no eran los niños de aquí, ni este el invierno que habita mi memoria. Era México, su sol filtrándose por la ventana del aula, el aire tibio de una tarde que aún no ha llegado pero que mi corazón conoce de memoria. Lo veo en el futuro —en una calle cualquiera— caminando con la seguridad de quien pertenece, con la despreocupación de quien aún no sabe cuánto amor lo observa desde la distancia, como una bendición silenciosa.

Quizás me recuerda. O tal vez no necesita buscarme. Lo veo fuerte, entero. Y en ese instante, sé que no es una visión vacía: es una certeza. Un vínculo que ni el tiempo ni los kilómetros podrán romper. Porque hay amores que no necesitan presencia para ser eternos, que se alimentan de su propia ausencia hasta volverse indestructibles.

La promesa callada

Pero también había promesa —una promesa callada, sin fanfarria, tejida con el hilo dorado de las segundas oportunidades—: la oportunidad de reinventarme. Porque regresar no es solo volver. Es rearmar lo que somos con lo que queda, con lo que aún respira en nosotros, con los fragmentos que sobrevivieron al naufragio y que ahora brillan como tesoros recuperados del fondo del mar.

El aire de Montreal, con su filo húmedo y su olor a tierra mojada, me envolvía como un abrazo áspero, cargado de memorias, de preguntas sin responder, de nombres que aún dolían al pronunciarse en voz baja pero que ya no sangraban. Era un dolor diferente ahora: el dolor dulce de quien reconoce en sus heridas la prueba de haber vivido intensamente.

En esos primeros días, me quedé explorando el peso del regreso. Lavar una taza, doblar la ropa, acomodar un abrigo —gestos triviales que tejían, sin que yo lo supiera, una nueva pertenencia—. Como escribió Benedetti: "El sur también existe", y yo empezaba a entender que mi sur personal también existía, aquí, en esta ciudad que me había adoptado cuando más lo necesitaba.

El Parque Mont Royal surgía en mi mente como un refugio eterno, un lugar donde el alma podía sentarse a respirar y las dudas se disolvían entre los árboles como bruma matinal. El Parque Jarry, con su vitalidad urbana, evocaba tardes de comunidad, de risas compartidas con desconocidos que, por un instante, se volvían familia en ese territorio neutral donde solo importaba el momento presente.

El hilo invisible del destino

Llevaba meses aquí. Lo suficiente para saber que los mapas no sirven cuando se buscan huellas viejas, cuando se intenta reconstruir una historia que el tiempo ha ido borrando como lluvia sobre tinta fresca. Hasta que, una tarde, algo titiló entre las letras de una guía antigua —una palabra, un nombre, una chispa que encendió en mi memoria una luz que creía apagada—.

Al día siguiente, el azar —que a veces se disfraza de destino y huele a café recién molido— me pondría frente a una pista inesperada. Un nombre conocido que aún recordaba el camino de regreso a casa, que guardaba en su sonido la llave de una puerta que yo había dado por cerrada para siempre.

Porque hay encuentros que no son casuales, sino inevitables. Están escritos en un idioma que solo el corazón entiende, trazados en mapas que no se venden en las librerías. Y yo estaba a punto de descubrir que mi historia en Montreal aún tenía páginas por escribir.

Epílogo interior

He vivido muchas veces —y en cada una dejé algo atrás—. Pero ahora, al regresar a Montreal tras ocho años de ausencia, comprendí que no solo había dejado cosas atrás, sino que también había regresado a recoger aquellas que aún me esperaban: un eco en las calles, una mirada conocida, una promesa inacabada que seguía latiendo como un corazón olvidado.

Este regreso no fue un simple retorno —fue una reconciliación silenciosa con todas mis versiones pasadas—. Y aquí, en esta casa de ventanas cansadas que guardaban la luz como quien atesora secretos, sentí que ya no tenía nada que perder ni que demostrar. Y eso —descubrí mientras el aroma del café de la mañana se mezclaba con mis pensamientos— era libertad.

Siempre creí que la vida era una suma de ausencias. Pero cuando miro hacia atrás, todo tiene la perfección de un silencio donde cada sombra encuentra su sitio, donde cada dolor cumplió su propósito de enseñarnos algo que solo se aprende sufriendo. Si algún día retorno a mis pasos, no quiero hallar vestigios. Solo quiero creer que todo ocurrió como debía. Que el destino bordó su trama sin errores —con sus nudos, sí, pero también con sus hilos de oro que brillan cuando la luz los toca en el ángulo correcto—.

Al final, me queda una certeza que sabe a tierra húmeda y a esperanza:

Haber vivido. Vivir con la ferocidad de quien entiende que toda existencia es, en esencia, una despedida prolongada. Una sucesión de ausencias que, paradójicamente, nos van llenando. Un anhelo constante por descifrar el sentido entre lo que persiste como un eco eterno... y lo que se disuelve en el olvido como sal en el agua.

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Comentarios

  1. Mon Cher ami Abelardo, siempre disfrutando tus escritos. Emilce U

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