Prólogo - Pinceladas Otoñales de Sabiduría
Prólogo
Pinceladas otoñales de sabiduría
Cada libro respira con alma propia. No únicamente la del autor que lo forjó en la fragua de sus noches insomnes, sino también —y acaso con mayor intensidad— la de quienes lo leen, lo sueñan, lo habitan como se habita una catedral donde resuena el silencio. Pinceladas otoñales de sabiduría no fue concebido como arquitectura premeditada: brotó cual murmullo que ascendía desde estratos profundos, urgencia de nombrar aquello que el tiempo me reveló en su lengua de silencios elocuentes. Cada página que aquí se despliega es hoja desprendida de mi propio otoño: memoria que se niega al olvido, instante que se transmutó en verbo para burlar la muerte del tiempo.
Este libro atesora en su tejido la voz ronca de San Carlos, el murmullo perpetuo de Medellín, el frío meditativo de Montreal. Cobija el eco de mi padre —fantasma luminoso que camina todavía por los corredores de mi sangre—, la risa cristalina de Mauricio, mi hijo, y la quietud felina de Sombra, gato imaginario que ronronea aún en los rincones secretos donde la memoria construye sus altares. Pero también lleva tus ojos, lector. Al recorrer estas líneas cumples el gesto sagrado de la lectura: eres tú quien insuflas nueva vida a lo que fue escrito con amor y esa esperanza que tiembla como vela en la oscuridad.
Dicen que quien emigra abandona más que simple geografía: dispersa fragmentos de sí mismo en los paisajes, teje hilos invisibles que jamás se cortan del todo, deja raíces aéreas que palpitan a través de océanos y continentes. Mi regreso a Canadá, tras ocho años de exilio mexicano, no constituyó mero viaje de retorno: fue reencuentro con las huellas que había sembrado en el camino, reconciliación silenciosa con el hombre en que me había metamorfoseado. Volver a escuchar mi propia voz después de años donde el ruido del mundo la había sepultado.
El aire gélido de Montreal me recibió con su abrazo cortante, familiar como cicatriz antigua, pero mis pulmones ya no temblaron. Aspiré hondo el aroma metálico de la nieve anunciada —esa fragancia que presagia las primeras heladas, ese perfume que huele a fin y a principio— y sentí cómo cada molécula de oxígeno se alquimizaba en memoria líquida. La piel reconoció la caricia áspera del viento septentrional, ese viento que susurra en francés mientras desnuda a los arces de sus vestiduras doradas, dejándolos honestos y vulnerables frente al cielo infinito.
Allá, en México, el amor me sorprendió como tormenta en desierto sediento. Era julio y el aire sabía a magnolias cuando ella penetró en mi vida con la fuerza de un huracán tropical. Su risa poseía el color exacto del ámbar; su mirada, la profundidad insondable de cenotes sagrados donde los antiguos dioses bebían eternidad. Comprendí entonces que existen amores que reordenan el universo interior, que expanden el corazón hasta territorios insospechados, que nos transfiguran sin aniquilar lo que fuimos.
La vida —generosa cuando menos lo aguardaba, pródiga en su crueldad amorosa— me entregó su tesoro supremo: mi hijo, Mauricio. Su primer llanto fue big bang personal que reconfiguró todas mis coordenadas existenciales como terremoto silencioso que parte la historia en dos. De sus diminutos puños cerrados emanaba fragancia dulce, aroma a leche tibia y posibilidades infinitas. Cada noche, al mecerlo entre mis brazos, se trazaban rutas nuevas sobre el mapa de mi existencia, senderos invisibles que solo el instinto paterno sabía descifrar, como quien lee constelaciones en el firmamento oscuro de lo desconocido.
Fue etapa intensa, trenzada de luces y penumbras, de esperanzas nacientes y pruebas que me enseñaron a edificar hogar lejos de casa, a erigir patria en el territorio sagrado del propio corazón. Todavía guardo en las madrugadas el sabor salado de las despedidas, cuando la nostalgia deviene tan tangible como escarcha sobre cristales y el recuerdo de aquellos días mexicanos florece con la intensidad fatal de las bugambilias expuestas al sol del mediodía.
Cuando regresé a Montreal en 2006, ya no era el mismo hombre que había arribado en 1988 con el alma fracturada y una maleta colmada de incertidumbres. Entonces la ciudad constituía laberinto de lenguajes extraños y arterias frías que me recibieron como a náufrago escupido por el mar. Recuerdo mis noches insomnes contando luces en los edificios, estrellas en un cielo ajeno que no reconocía mis plegarias susurradas en lengua de extranjero.
En este retorno, Montreal me abrió sus brazos nevados como anciana sabia que reconocía en mí al niño que fui, al joven que soñé ser, al hombre que finalmente me atreví a devenir. Las calles se desplegaban como estrofas de un poema aprendido de memoria en otra vida, en otro cuerpo. El Vieux-Port seguía exhalando aromas de río y de historia sedimentada, pero ahora podía descifrar en él secretos antes velados, mensajes escritos en la lengua arcana de las piedras y el agua que fluye sin cesar.
No habitaba exilio alguno en esta vuelta, ni temor que mordiera mis talones. El miedo se había disuelto bajo los estratos geológicos de mis experiencias, transmutado en sabiduría como carbón que deviene diamante bajo la presión implacable de los años. Llegaba portando cicatrices que narraban pérdidas y aprendizajes inmortales, con un alma templada por las estaciones de la vida. Comprendí que cada herida había sembrado en mí un germen de renacimiento: todo retorno es, en su esencia más íntima, reconciliación con la propia historia, tratado de paz firmado con los fantasmas que nos habitan.
Las cicatrices del alma poseían textura de terciopelo gastado por el uso: suaves al tacto de la memoria, firmes como testimonios de resistencia. Tenía cincuenta y cuatro años. Las sienes plateadas como escarcha de enero, las manos surcadas como cartografía de experiencia: palmas que conocían el peso exacto de las responsabilidades, dedos que habían acariciado tanto la gloria fugaz como el fracaso que permanece y echa raíces. Como expresaba Borges en su sabiduría de ciego vidente: «El tiempo es la sustancia de que estoy hecho». Yo era ya hombre tejido de tiempo puro, de instantes acumulados como sedimentos en un río antiguo que avanza hacia su desembocadura inevitable y misteriosa.
Así como Montreal transmuta con las estaciones —verde en verano, oro en otoño, blanco en invierno, renacido en primavera—, así también mi vida mudó de piel y de color. El invierno de mi llegada inicial cedió lugar a la primavera mexicana, florecida de amor y paternidad entre jacarandás y cantos de cenzontle. Después advino el verano productivo, cuando creí poseer todas las respuestas, cuando la soberbia me hizo suponer que había descifrado el enigma de existir. Y ahora, en el otoño de mi vida, descubro que las hojas caídas no constituyen pérdidas sino ofrendas doradas que fertilizan nuevos comienzos, que preparan la tierra para semillas que germinarán en primaveras que no veré.
La soledad me instruyó en un idioma secreto, forjado de silencios elocuentes y de cielos estrellados donde las constelaciones escriben fábulas invisibles para quien sabe contemplar sin prisa. Descubrí que el corazón es pozo artesiano: cuanto más profundo cavas en su oscuridad, más clara y pura brota el agua, más nítida la verdad que encuentras. Allí hallé tesoros que la multitud no conoce ni busca: la belleza de un amanecer sin prisa, el sabor exacto de un café compartido únicamente con el pensamiento, la libertad de llorar sin testigos cuando la memoria duele demasiado y el alma necesita vaciarse para volver a llenarse de asombro.
Este libro no persigue inicio ni desenlace: es constelación de pinceladas, huellas de estaciones pretéritas que aún murmuran su verdad a quien se aproxima con el oído del corazón abierto. Cada página es espejo bruñido donde acaso reconozcas tu propia sabiduría dormida, aguardando que la despiertes con el beso de tu atención amorosa.
¿Y no es acaso la sabiduría una forma de magia? Esa alquimia sutil que transmuta lo ordinario en extraordinario: una taza de café en meditación honda, un atardecer en revelación súbita, una conversación en encuentro sagrado que transforma. He aprendido que lo más luminoso suele ocultarse en lo pequeño, diminuto, desatendido: como luciérnagas que solo brillan para quien sabe detenerse a contemplar, para quien está dispuesto a arrodillarse ante el misterio inagotable de lo simple.
Nunca escribí para multitudes que aplauden y olvidan al alba siguiente. Escribí para encender una lámpara en la niebla espesa: no para que me vean a mí, sino para que alguien perdido en la oscuridad encuentre el camino de regreso hacia sí mismo. Dejé migajas de pan en el bosque oscuro de la existencia, confiando en que otra alma las siga hasta hallar su hogar interior, ese refugio sagrado que todos llevamos dentro y que tan pocos se atreven a habitar con plenitud.
En este otoño de la vida, cuando las hojas se tiñen de oro viejo y las sombras se alargan como memorias que se estiran hacia el pasado imposible de recuperar, ofrezco estas páginas como puente invisible entre corazones solitarios. Que sean fuego compartido donde otros puedan calentar sus noches frías del alma, donde encuentren consuelo cuando el mundo se torna demasiado áspero y hostil.
Que estas pinceladas otoñales encuentren en ti, querido lector, el lienzo perfecto donde germinar y florecer. Que cada palabra sea semilla de contemplación profunda, cada página un espejo donde reconozcas tu propia verdad aguardando despertar, esa verdad que siempre estuvo ahí, esperándote con la paciencia infinita de las cosas eternas.
A veces escribo como quien se despide de todo lo amado sabiendo que es la última vez. Sé que cada palabra podría ser la postrera, y por eso la elijo con reverencia extrema, con el cuidado del joyero que pule diamantes destinados a la eternidad. Porque quizá solo en ese borde, cuando ya no resta nada por decir y el silencio se vuelve más elocuente que cualquier verbo, la palabra revela su verdadero peso cósmico. Y yo, que he habitado entre palabras como quien vive en un bosque encantado, sé que algunas solo nacen cuando estamos dispuestos a liberarlas, cuando aceptamos que escribir es también una forma de soltar, de liberar lo que amamos para que encuentre su propio camino en el corazón hambriento de otros.

María Elena Vásquez ⭐⭐⭐⭐⭐
ResponderEliminarEmigrante colombiana en Toronto desde 1995
Este libro llegó a mis manos en el momento exacto en que mi alma lo necesitaba. Abelardo logra algo extraordinario: transformar el dolor del desarraigo en poesía pura. Cada página me devolvió fragmentos de mi propia experiencia migratoria que creía perdidos para siempre. La forma en que describe el peso invisible del exilio, esa sensación de ser eternamente extranjero en tu propia vida, me hizo llorar de reconocimiento. Es un testimonio valiente de la capacidad humana de reinventarse sin perder la esencia. Especialmente conmovedor el capítulo donde habla de Mauricio y cómo la paternidad reordena las prioridades "como un terremoto silencioso". Un libro que debería estar en las manos de todo latinoamericano que haya cruzado fronteras llevando sueños rotos en las maletas.