Capitulo 2 - "Páginas vividas: Recuerdos de un camino"
EL REGRESO
Llegué a Montreal hace unos meses con la firme decisión de instalarme definitivamente, como quien clava una bandera en un territorio que anhela reconquistar. El invierno había desplegado su manto blanco sobre la ciudad, transformándola en un paisaje de cristal y silencio donde el tiempo parecía suspendido entre la respiración helada de sus habitantes. Yo regresaba con la memoria llena de recuerdos y expectativas, como quien vuelve a una casa que teme encontrar habitada por extraños o, peor aún, irreconocible bajo el polvo de la ausencia.
El frío mordía con dientes de hielo mientras las aceras crujían bajo mis pasos. Esta ciudad, que una vez me acogió, ahora me recibía con la indiferencia glacial propia de un amante que ha aprendido a vivir sin nosotros. Desde mi llegada, me he dedicado a buscar sin éxito la oficina de contacto del banco donde trabajaba antes. Nadie parece tener pistas claras, solo fragmentos de información que se desvanecen como el vaho de las palabras en el aire invernal. Cada día que pasa aumenta la sensación de que estoy intentando alcanzar un espejismo, un reflejo distorsionado en el espejo retrovisor de mi memoria. Es como si la ciudad hubiera decidido borrar mis huellas mientras estuve ausente, como si mi pasado aquí fuese apenas un sueño del que solo yo conservo imágenes difusas, fotografías descoloridas por el tiempo.
Una tarde particularmente fría —de esas en que hasta los pensamientos parecen congelarse antes de llegar a la conciencia— decidí ir al lugar donde solían estar las oficinas. Las calles me resultaban a la vez familiares y ajenas, como rostros envejecidos de amigos que no he visto en años: reconocibles en su estructura básica pero diferentes en los detalles que antes daba por sentados. El horizonte de rascacielos se alzaba contra un cielo de plomo, inmutable en su geometría pero distinto en su esencia, como versos de un poema recordado a medias.
Al llegar, descubrí que ahora otro tipo de oficinas ocupan ese espacio. El edificio seguía ahí, firme contra el cielo gris de Montreal, pero su interior había sido colonizado por otras empresas, otras vidas, otras historias que nada tenían que ver conmigo. Los ventanales reflejaban mi silueta solitaria, como si el edificio mismo no me reconociera, como si yo fuera el fantasma y no mis recuerdos.
Fue un golpe fuerte, como abrir un álbum de fotos y encontrar retratos de desconocidos donde esperaba ver rostros queridos. La certeza de que el tiempo había seguido su curso implacable sin esperarme se materializó en un nudo en la garganta, en ese vacío que se siente cuando la nostalgia se encuentra con la realidad y pierde la batalla.
Pero al mismo tiempo, como una nota de color en una sinfonía en blanco y negro, me llevé una sorpresa inesperada. En la entrada del edificio estaba el guarda de seguridad, un africano de sonrisa amplia y ojos sabios que había trabajado allí antes y con quien compartí muchas charlas sobre fútbol, política y ese perpetuo anhelo de tierras lejanas que une a todos los inmigrantes. Nos reconocimos al instante, dos puntos de continuidad en el lienzo cambiante de la ciudad. Nos saludamos con alegría, como dos supervivientes de un tiempo extinto, como dos náufragos que se encuentran en una playa desconocida.
—¿Cómo estás, amigo? ¡Cuánto tiempo! —me dijo, con ese acento musical que hacía que incluso las frases más simples sonaran como versos de un poema olvidado.
Su voz cálida contrastaba con el ambiente helado, creando una burbuja de familiaridad en medio del desconcierto. Le pregunté inmediatamente por las antiguas oficinas que se encargaban del tratamiento de los depósitos, sintiendo cómo la esperanza, esa peligrosa aliada, volvía a agitarse en mi interior. Sus ojos brillaron con reconocimiento, como faroles encendidos en una noche oscura.
—Ah, sí, sí. Esas oficinas se trasladaron a algún lugar de Ville LaSalle —me explicó, gesticulando hacia el horizonte con manos que dibujaban mapas invisibles—. Ahora hacen el mismo trabajo para varios bancos, como una fusión. Mucho trabajo allí, mucho personal.
Su respuesta me pareció alentadora, una brújula que señalaba hacia algún norte posible en medio de mi desorientación. Quizá había un lugar para mí, después de todo. Quizá mi regreso no era una batalla perdida contra el tiempo y el olvido. La idea de que mi antigua vida profesional seguía existiendo, aunque transformada y en otro lugar, era como encontrar un puente sobre el abismo que separaba mi pasado de mi presente.
Sin embargo, mi entusiasmo se desvaneció tan rápidamente como los copos de nieve al tocar el suelo caliente, cuando me advirtió con una expresión que oscilaba entre la confidencia y la advertencia:
—Pero encontrarlo no será fácil, amigo. Por seguridad, ya sabes, el lugar no tiene nombre visible, ni letrero, nada. Es como un secreto a voces. Como esos lugares que todos conocen pero nadie menciona.
Sus palabras cayeron sobre mí como una nueva capa de nieve, fría y pesada. Esto complicó todavía más mi búsqueda y me dejó con más preguntas que respuestas, con más sombras que luces en mi camino. La ciudad parecía estar jugando conmigo al escondite, revelando y ocultando pistas en un juego cuyas reglas yo no terminaba de comprender.
Me despedí del guardia con un apretón de manos que parecía sellar una alianza contra el olvido. Nuestros dedos entrelazados, uno pálido y otro oscuro, ambos endurecidos por inviernos diferentes pero igualmente crueles, eran testamento de que algunos lazos sobreviven al paso del tiempo. Mientras me alejaba, sentí su mirada siguiéndome, como si él también se preguntara si volvería a verme o si yo, como tantas otras cosas en esta ciudad cambiante, terminaría por desvanecerme en la bruma del pasado.
Caminé de regreso a mi alojamiento temporal, dejando huellas efímeras en la nieve recién caída. El frío, que antes me parecía hostil, ahora se sentía como un compañero silencioso, un testigo mudo de mi determinación. Montreal se desplegaba ante mí como un laberinto de posibilidades y callejones sin salida, pero había encontrado la punta de mi primer hilo perdido. Aunque tenue, aunque condujera a un lugar sin nombre ni señal, era un comienzo.
Y en esta ciudad de inviernos eternos y memorias fugaces, un comienzo era todo lo que necesitaba.
LA BÚSQUEDA
Los días siguientes fueron un desfile de callejones sin salida, una procesión de esperanzas que nacían al amanecer para morir con el crepúsculo. Visité oficinas gubernamentales donde funcionarios de rostros impasibles hojeaban documentos con la indiferencia de quien manipula objetos sin vida. Nadie parecía saber nada, o quizás —pensaba yo en mis momentos más oscuros— preferían no recordar. Contacté con antiguos números telefónicos que ahora pertenecían a extraños que nunca habían oído hablar del banco, voces desconocidas que resonaban como ecos distorsionados en la cueva de mi memoria. Cada intento fallido era como una pequeña muerte, un minúsculo funeral para los fragmentos de pasado que intentaba rescatar, una confirmación más de que el tiempo había sido implacable con mi historia en esta ciudad.
El invierno se había instalado definitivamente, convirtiendo a Montreal en un escenario de cristal y sombras azuladas. Las aceras brillaban con una pátina de hielo traicionero, y el aliento de los transeúntes dibujaba fantasmas efímeros en el aire. Desde mi ventana, contemplaba cómo la ciudad se transformaba cada noche bajo el manto de nieve recién caída, cómo se vestía de blanco inmaculado solo para mancharse gradualmente con la vida cotidiana al día siguiente. Era un ciclo de renovación y deterioro que me resultaba dolorosamente familiar.
Fue en uno de esos días cualquiera, uno de esos en los que la esperanza se disfraza de rutina para no morir del todo, cuando decidí cambiar mi estrategia. Había algo poético en mi obstinación, en esa terquedad que me impulsaba a seguir buscando cuando toda lógica sugería rendirse. Afuera, la ciudad latía con su ritmo discreto, con ese murmullo constante que tienen las urbes en invierno: un eco de pasos apresurados sobre nieve compacta, motores lejanos que luchaban contra el frío, hojas secas prisioneras en el hielo que crujían al ser empujadas por el viento. Yo había recorrido ya varios senderos sin salida: viejos contactos que se habían evaporado como el vaho en un espejo frío, edificios que ya no eran los mismos aunque mantuvieran su fachada como máscaras vacías, puertas que no sabían de mí ni querían aprender. Todo lo que alguna vez fue mi mundo laboral en el banco se había desplazado, como si el tiempo se hubiera encargado de borrar mis huellas con meticulosidad cruel, como la marea que lentamente deshace castillos de arena.
El cuarto temporal, que ocupaba en la casa de mi amigo Manuel Gonzalez —una pieza modesta en el barrio de Villeray con muebles genéricos y paredes que habían visto demasiadas vidas pasar— se había convertido en mi centro de operaciones. Sobre la mesa se acumulaban notas garabateadas, mapas con círculos y tachaduras, recortes de periódicos viejos donde aparecía mencionado el banco. Un collage desordenado de frustración y persistencia. No tenía correos actualizados, ni direcciones verificables, ni certezas a las que aferrarme. Solo un nombre flotaba en la superficie de mi memoria como un náufrago aferrado a un trozo de madera en un océano sin orillas: Ana Montepeque, la guatemalteca, mi antigua compañera del banco.
Ana había trabajado conmigo durante aquellos años intensos, cuando las oficinas bullían de actividad y nuestros días transcurrían entre cifras, plazos y ese compañerismo forjado en la presión compartida. La recordaba con claridad dolorosa: su manera metódica de organizar documentos, su costumbre de morderse ligeramente el labio cuando se concentraba, el perfume sutil a vainilla que dejaba tras de sí al cruzar los pasillos. Su risa aún parecía resonar en algún rincón del pasado, como el último eco antes del silencio, una nota musical que se resiste a desaparecer. No sabía si seguía en Montreal, si el tiempo la había llevado por otro rumbo, si su nombre resistiría al olvido igual que había resistido en mi memoria. Pero era lo único que me quedaba, el último hilo del que tirar antes de rendirme a la evidencia de que quizás no había lugar para mí en esta nueva versión de mi vieja ciudad.
Me serví un café que sabía a insomnio, a noches pasadas repasando viejas conversaciones, recreando rostros que temía olvidar. El vapor ascendía en espirales hipnóticas, como los pensamientos que no dejaban de dar vueltas en mi cabeza. Decidí que mi próxima opción sería intentar algo tan anacrónico como buscar en el directorio telefónico. En esta era digital, donde las identidades se diluyen en redes virtuales y las conexiones son tan etéreas como frágiles, recurrir a algo tan antiguo como un directorio impreso me hacía sentir como un arqueólogo desenterrando reliquias de una civilización extinta. Pero a veces, lo más sencillo es también lo más efectivo, y hay verdades que solo se revelan cuando regresamos a lo básico, a lo tangible.
Entonces recurrí al gesto más simple y, a la vez, más improbable: me dirigí a la biblioteca pública del barrio, un edificio de piedra gris que parecía resistir al tiempo con la dignidad de quien ha visto demasiado para sorprenderse. Allí, en una esquina poco frecuentada, reposaban los directorios telefónicos como testamentos de una época donde encontrar a alguien era un acto físico, no un algoritmo. Abrí uno de aquellos tomos densos como una enciclopedia, con nombres impresos en letra pequeña, frágiles como insectos disecados, ordenados con la precisión implacable del alfabeto.
Mis dedos, casi temblorosos, recorrieron las columnas de apellidos con reverencia táctil. Las páginas crujían levemente bajo mi tacto, como si protestaran por ser perturbadas después de tanto tiempo. Buscaba como quien reza, como quien se aferra a la superstición de que encontrar un nombre impreso es como encontrar un faro en la niebla, una prueba de existencia en un mundo de fantasmas y recuerdos.
Y entonces, como una revelación, como un milagro cotidiano, allí estaba. Montepeque, A. Las letras negras sobre el papel amarillento parecían vibrar con vida propia, como si el nombre mismo contuviera la esencia de la persona. Una dirección en Rosemont y un número telefónico. Siete dígitos que podrían ser la clave para desbloquear mi pasado, o quizás solo otro camino sin salida, otra decepción disfrazada de promesa.
Copié la información con la solemnidad de quien transcribe un texto sagrado. Cada número, cada letra, podría ser la diferencia entre encontrar mi camino de regreso o perderme definitivamente en el laberinto de lo que fue y ya no es. Cerré el directorio con cuidado, agradeciendo silenciosamente a ese vestigio de una era donde la información tenía peso y volumen, donde buscar a alguien dejaba huellas visibles.
Al salir de la biblioteca, el frío me recibió como un viejo adversario, pero ya no me importaba. Llevaba en el bolsillo, junto al corazón, una dirección y un número. Una posibilidad. En mi mente, ya ensayaba las palabras que diría si Ana respondía, cómo explicaría mi ausencia y mi regreso, cómo le pediría que me ayudara a encontrar ese lugar sin nombre donde quizás podría recuperar algo de lo perdido.
El cielo de Montreal se había teñido de un azul profundo, casi violáceo, anunciando la llegada inminente de la noche. Los faroles comenzaban a encenderse a lo largo de la avenida, como estrellas terrestres que guiaban a los viajeros extraviados. Y yo, con un pedazo de papel entre los dedos, sentía por primera vez desde mi regreso que no estaba persiguiendo un fantasma. Que quizás, solo quizás, había un lugar para mí en esta ciudad de inviernos eternos y primaveras esquivas.
LA CONEXIÓN
Regresé a mi apartamento bajo un cielo que derramaba copos de nieve como pensamientos intermitentes, cada uno único y destinado a disolverse al contacto con la realidad. Las calles se habían vaciado gradualmente, y solo quedábamos los noctámbulos, los solitarios, los que buscamos respuestas en horas donde la ciudad susurra en vez de gritar. El silencio nocturno de Montreal tiene una cualidad especial, como si la nieve absorbiera no solo los sonidos sino también las urgencias, dejando solo lo esencial: el ritmo de los pasos, la respiración condensada, el pulso que marca el tiempo bajo capas de ropa.
Una vez en casa, el papel con el número de Ana parecía arder en mi bolsillo. Lo saqué con cuidado, como quien manipula una mariposa, y lo coloqué sobre la mesa junto al teléfono. El corazón me dio un vuelco breve, como si quisiera recordarme que aún tenía la capacidad de sorprenderse después de tantas decepciones acumuladas. Inspiré profundamente, dejando que el aire frío de la habitación llenara mis pulmones hasta el fondo, y marqué el número con dedos que dudaban entre la prisa y el temor. Cada dígito presionado era un paso más hacia ese umbral indefinido, cada tono de espera una cuenta regresiva hacia algo que podía ser revelación o desengaño. Lo hacía con esa mezcla de fe y escepticismo que tienen los actos finales, esos que uno ejecuta más por no quedarse con la duda que por esperar un milagro.
Tres tonos. Cuatro. La espera se extendía como un puente sobre un abismo de incertidumbre.
—Allô? —respondió una voz femenina, suave, con acento de madre y de otra época. Una voz que parecía provenir no solo de otro lugar sino de otro tiempo, como si hubiera viajado por décadas para llegar hasta mi oído.
Me tomó un segundo recuperar mi propia voz, sepultada bajo capas de expectativa.
—Buenas tardes —dije con cautela, calibrando cada sílaba como quien pisa sobre hielo fino—. Disculpe… ¿está Ana?
Hubo un silencio corto, pero denso, como si las palabras tuvieran que abrirse paso entre años de distancia, entre malentendidos potenciales, entre historias que no conocía.
—No… Ana ya no vive aquí —respondió finalmente la voz, y sentí que algo se desplomaba dentro de mí, un edificio de esperanzas construido demasiado rápido—. Pero puedo darle su número. ¿Quién la busca?
La pregunta flotó en el aire como una mano tendida en la oscuridad. Titubeé apenas, considerando todas las formas posibles de describirme: un exiliado que regresa, un trabajador que busca su lugar, un hombre persiguiendo el eco de lo que fue.
—Un viejo compañero de trabajo —respondí, optando por la simplicidad que a veces es el mejor disfraz para la complejidad.
La señora —probablemente la madre de Ana, pensé— pareció satisfecha con mi respuesta. Me dictó un número con esa cadencia particular de quienes crecieron recitando secuencias de dígitos sin la ayuda de pantallas ni contactos guardados. Lo anoté con la reverencia de quien guarda una reliquia, cada número trazado con precisión casi obsesiva, como si una cifra mal escrita pudiera cerrar para siempre la puerta que intentaba abrir. Di las gracias con una gratitud que iba más allá de la cortesía, una gratitud que abarcaba no solo la información sino la posibilidad misma que representaba.
Al colgar, me quedé observando ese papelito, con apenas diez cifras escritas a mano en tinta azul. Se había convertido de pronto en una llave. No sabía qué puerta abría exactamente, ni qué encontraría del otro lado. Pero era algo tangible, algo real. Era la primera hebra visible del hilo que buscaba, el primer punto de anclaje en esta ciudad que parecía haberse olvidado de mí.
Afuera, la noche había desplegado su manto completo sobre Montreal. Desde mi ventana, podía ver cómo los copos de nieve caían diagonalmente, iluminados por las farolas como pequeñas estrellas fugaces en caída libre. El mundo parecía haberse reducido a este momento, a este espacio, a la posibilidad contenida en ese papel. El resto —las calles desconocidas, los edificios cambiados, las puertas cerradas de mi búsqueda anterior— se desdibujaba momentáneamente, relegado a un segundo plano por esta nueva perspectiva.
Y esa noche, mientras el viento arremolinaba nieve contra los cristales con la insistencia de un recuerdo que se niega a desaparecer, y la ciudad dormía como un animal cansado bajo su manta blanca, me senté junto al teléfono con el número en la palma abierta. No llamé aún. No quería apresurar este momento, contaminar con impaciencia lo que debía ser un encuentro medido, pensado. Solo lo miré fijamente, como se mira una promesa escrita en un idioma a medio entender. Como se contempla un umbral que separa lo conocido de lo posible.
El calor de mi mano parecía insuflar vida a esos números, convertirlos en algo más que tinta sobre papel. Eran coordenadas en un mapa invisible, eran un portal hacia un pasado que podría convertirse en futuro. Las horas avanzaban con esa lentitud espesa que tienen las noches de insomnio y expectativa, pero yo apenas lo notaba. Estaba absorto en ese pequeño rectángulo de papel que contenía, en su aparente simplicidad, toda la complejidad de mi búsqueda.
Y supe, con esa certeza que a veces llega sin anunciarse, como una visita inesperada pero bienvenida, que al otro lado de esa línea no solo me esperaba una voz. Me esperaba una posibilidad. La posibilidad de recuperar no solo un trabajo, sino un fragmento de mi vida que creía perdido para siempre entre los pliegues del tiempo y la distancia. La posibilidad de que Montreal volviera a ser, como antes, no solo una ciudad en el mapa, sino un lugar al que pertenecer, un espacio habitable dentro y fuera de mí.
Con el número de Ana en la mano, sentía que la ciudad ya no me era tan ajena, que sus calles nevadas no eran solo rutas hacia ninguna parte, sino caminos potenciales hacia un destino que empezaba a tomar forma. Que quizás, solo quizás, había un lugar para mí entre sus edificios de piedra gris y sus noches interminables de invierno. Que todo lo que necesitaba era encontrar esa única conexión auténtica, ese pequeño hilo que me devolvería a la trama de la que una vez formé parte y de la que nunca debí haberme separado.
El sueño finalmente me venció, un sueño poblado de oficinas sin nombre, de rostros a medio recordar, de conversaciones que flotaban como fragmentos de una melodía. Pero a diferencia de otras noches, este sueño no tenía la cualidad asfixiante de lo perdido, sino la ligereza de lo que puede ser recuperado.
Mañana haría la llamada. Mañana daría el paso que me separaría definitivamente del limbo en el que había estado desde mi regreso. Por ahora, me bastaba con saber que existía un camino, aunque fuera tan frágil como diez dígitos garabateados en un papel, tan incierto como la memoria de alguien que tal vez ya no me recordaba.
Antes de dormir, coloqué el papel en la mesita de noche, junto al despertador. Lo último que vi antes de cerrar los ojos fue ese número, brillando tenuemente bajo la luz mortecina que se filtraba por la ventana. Un faro diminuto en la oscuridad de una ciudad que, paso a paso, comenzaba a revelarme sus secretos.
NUEVOS CAMINOS
A la mañana siguiente, el sol apenas conseguía filtrarse entre las nubes densas que cubrían Montreal como un techo de algodón gris, una membrana traslúcida que tamizaba la luz hasta convertirla en una claridad difusa, sin sombras definidas. El cuarto temporal que ocupaba en el apartamento de mi amigo Manuel González, aún con mi maleta sin desempacar del todo —testigo tangible de mi llegada y símbolo de un tránsito inacabado—, parecía un limbo entre dos vidas: la que dejé atrás como quien abandona una piel gastada y la que aún no comenzaba a tomar forma. Los objetos familiares convivían con los nuevos en un equilibrio precario, como palabras de idiomas distintos en una misma frase.
Me serví un café humeante en una taza desportillada que había sobrevivido al viaje. El aroma amargo y reconfortante se extendió por la habitación, trayendo consigo una sensación de cotidianidad, de rutina recuperada en medio del desorden. Contemplé el número de Ana que reposaba sobre la mesa, ese puente improvisado hacia mi pasado que ahora me ofrecía la oportunidad de tender nuevos caminos hacia un futuro que comenzaba a parecer posible.
Marqué sin pensarlo demasiado, con esa determinación que nace no del valor sino del temor a la parálisis, antes de que la duda se instalara en mis dedos como un frío entumecedor. El teléfono zumbó contra mi oído: un tono, dos, tres, cuatro... Cada uno resonaba como un latido en esa espera que parecía estirarse hacia el infinito. Finalmente, cuando ya anticipaba la decepción del buzón de voz, una voz masculina, grave y con un ligero acento que no pude identificar, respondió al otro lado.
—¿Diga? —pronunció la palabra como quien abre una puerta con cautela, sin saber quién espera al otro lado.
—Buenos días —dije, con la voz ligeramente temblorosa, traicionando la calma que intentaba proyectar—. Estoy buscando a Ana Montepeque, ¿se encuentra ella?
Hubo un silencio breve pero denso, como si el hombre estuviera evaluando mi pregunta, midiendo la intención detrás de mis palabras, sopesando el nivel de confianza que debía otorgarme.
—¿Quién la busca? —preguntó finalmente con tono protector pero no hostil, la voz de alguien acostumbrado a ser guardián.
—Un antiguo compañero del banco —respondí con honestidad, sabiendo que a veces la verdad es la mejor estrategia cuando se navega por territorios desconocidos—. Trabajábamos juntos hace tiempo.
—Ah, entiendo —su voz se suavizó, como si mi respuesta hubiera desactivado algún mecanismo de defensa invisible—. Soy Carlos, su esposo. Ana no está en este momento —hizo una pausa mientras parecía consultar un reloj o algún horario mental—. Ella trabaja en el turno nocturno ahora, así que estará durmiendo hasta la tarde.
Un esposo. Una vida nocturna. Detalles nuevos que se añadían al retrato mental que conservaba de Ana, actualizándolo como quien añade pinceladas a un cuadro inacabado. Me explicó que Ana había cambiado de trabajo hacía algún tiempo, aunque no supo darme el nombre exacto de la empresa. Su respuesta fue vaga, como si él mismo no estuviera del todo familiarizado con los detalles laborales de su esposa, como si también para él existieran zonas de sombra en esa vida compartida.
—Lo mejor es que la llame después de las cuatro —sugirió con la amabilidad de quien ofrece una solución práctica—. Para entonces ya estará despierta y podrá hablar con usted.
Agradecí la información y me despedí, sintiendo una mezcla de alivio y ansiedad renovada. Las horas siguientes transcurrieron con la lentitud peculiar de la espera, esa distorsión temporal que convierte los minutos en horas y las horas en pequeñas eternidades. El reloj parecía moverse con deliberada lentitud, como si disfrutara de mi impaciencia.
Me dediqué a organizar un poco el apartamento, a desembalar algunas de esas cosas que contenían fragmentos de mi vida anterior. Cada objeto que extraía —libros, fotografías, pequeños recuerdos— parecía observarme con la mirada acusadora de quien ha sido abandonado demasiado tiempo en la oscuridad. De vez en cuando me detenía para mirar por la ventana, contemplando cómo la nieve ocasional dibujaba patrones efímeros en el aire, danzas microscópicas e irrepetibles, antes de posarse en las aceras y transformarse en parte del paisaje uniforme. Pero ni siquiera esa belleza hipnótica conseguía distraer completamente mi mente, que no dejaba de especular sobre qué me diría Ana, si su información sería útil, si este hilo que había encontrado tendría la fuerza suficiente para sostener el peso de mis esperanzas o se rompería como tantos otros.
A las cuatro y cinco minutos —no quería parecer demasiado ansioso, aunque mi dedo había estado suspendido sobre el teléfono desde las tres y media— volví a marcar el número. El corazón me latía con fuerza en el pecho, como un pájaro enjaulado que presiente la libertad. Esta vez respondió una voz femenina que reconocí inmediatamente a pesar del tiempo, a pesar de la distancia, a pesar de todo: una voz que había permanecido intacta en mi memoria, preservada como un insecto en ámbar.
—¿Diga? —pronunció con esa cadencia particular que recordaba, ese ritmo que hacía de cada palabra una pequeña melodía.
—¿Ana? —la emoción me traicionó, convirtiendo mi voz en un hilo tenue—. Soy yo, el que llamabas Abelito. No sé si me recuerdas...
Hubo una exclamación de sorpresa y alegría al otro lado, un sonido que parecía romper barreras temporales y espaciales.
—¡Abelito! ¡Claro que me acuerdo de ti! —su voz vibraba con genuina emoción, como si mi nombre hubiera desatado una avalancha de recuerdos compartidos—. ¡Qué alegría oírte! ¿Dónde estás? ¿Has vuelto a Montreal?
—Sí, estoy de vuelta —confirmé, sintiendo una oleada de alivio al saber que no había sido olvidado, que mi existencia había dejado huella en al menos una memoria además de la mía—. Llegué hace unos meses con la intención de reinstalarme, pero no he tenido mucha suerte encontrando las oficinas donde trabajábamos. Todo parece haber cambiado.
—Oh, han cambiado muchísimas cosas —dijo Ana con un suspiro que contenía tanto nostalgia como resignación, la sabiduría de quien ha aprendido a navegar aguas turbulentas—. El banco como lo conocíamos ya no existe, no de la misma forma al menos.
Hablamos durante casi una hora, nuestras voces tendiendo puentes sobre el abismo de los años no compartidos. La voz de Ana actuaba como un bálsamo, restaurando algo que no sabía que estaba roto dentro de mí: la continuidad de mi propia historia. Me contó cómo, después de mi partida, la operación del banco había pasado por una profunda reestructuración, uno de esos cambios corporativos que desde fuera parecen meras reorganizaciones de casillas en un organigrama pero que desde dentro redefinen destinos y trayectorias vitales. Lo que antes era un departamento interno, un engranaje más en la maquinaria del banco, se había convertido en una empresa separada, una entidad nueva creada específicamente para manejar el procesamiento de transacciones no solo para nuestro antiguo banco, sino para siete instituciones financieras diferentes.
—Es más grande ahora, mucho más grande —explicó con un tono que mezclaba admiración y cierta nostalgia por lo perdido—. Y está ubicada en un complejo industrial en Ville LaSalle, como te habrán dicho. No tiene letrero ni nada que la identifique desde fuera por razones de seguridad. Nosotros la llamamos "La Fortaleza" —rio con esa risa que recordaba, musical y sincera, un sonido que parecía no haber envejecido.
La imagen de un edificio anónimo, una fortaleza moderna sin estandartes ni banderas, tomó forma en mi mente. Era el tipo de lugar que podría haber pasado cientos de veces sin notarlo, invisible a simple vista pero pulsando con actividad en su interior, como una colmena disfrazada de roca.
—¿Y tú sigues trabajando allí? —pregunté, intentando visualizar a Ana en ese nuevo entorno, adaptando el recuerdo que tenía de ella a estas nuevas circunstancias.
—Sí, pero en el turno nocturno —respondió, y pude imaginarla moviéndose entre máquinas y pantallas mientras la ciudad dormía, una guardiana de números y transacciones en la oscuridad—. Me conviene más por mi situación familiar... —hizo una pausa que contenía historias no contadas, capítulos enteros de vida condensados en un silencio—. Pero escucha, si estás buscando volver, tengo buenas noticias. Están contratando constantemente porque el volumen de trabajo es enorme.
Mi corazón dio un vuelco, como un pez que salta inesperadamente en la superficie de un lago tranquilo. Era lo que necesitaba oír, la confirmación de que existía un lugar para mí en este nuevo orden, de que no había regresado en vano.
—¿Cómo puedo aplicar? —pregunté, sintiendo que las piezas comenzaban a encajar, que el rompecabezas que había estado intentando resolver desde mi regreso finalmente mostraba su forma completa.
—No es directamente con la empresa —aclaró Ana, su voz adquiriendo un tono más pragmático, el de quien comparte información valiosa—. Ahora toda la contratación la maneja la empresa "Manpower", una agencia de empleos temporales. Tienen una oficina exclusiva que se dedica solamente a reclutar personal para nosotros.
Ana me dio detalles precisos, como quien dibuja un mapa para un viajero: el nombre de la persona a cargo, la dirección exacta, los documentos que necesitaría presentar. Cada dato era una estrella más en mi constelación de posibilidades, cada instrucción un paso más firme en el camino que empezaba a trazarse ante mí.
—Pregunta por Genevieve Tremblay —me instruyó con la autoridad de quien conoce los engranajes internos de un sistema—. Dile que vas de mi parte. No prometo nada, pero ella siempre busca gente con experiencia, y tú ya conoces el trabajo. Eso te da ventaja.
—Ana, no sabes cuánto te agradezco esto —dije, sintiendo que por primera vez en meses las piezas comenzaban a encajar en un diseño reconocible—. Me estabas haciendo mucha falta, ya había perdido la esperanza.
—A veces las cosas toman rutas extrañas, pero al final encuentran su camino —filosofó con esa sabiduría sencilla que siempre había admirado en ella—. Como tú, regresando a Montreal después de tanto tiempo.
Al colgar, me quedé un momento con el teléfono en la mano, asimilando la conversación, dejando que sus palabras se asentaran en mí como la nieve sobre los tejados. Luego me acerqué a la ventana. La tarde caía sobre la ciudad con su luz suave de invierno, ese resplandor oblicuo que alarga las sombras y suaviza los contornos. Las siluetas de los edificios se recortaban contra un cielo que comenzaba a oscurecerse, pero ya no me parecían tan impenetrables, tan ajenas. Entre ellos, en algún lugar, estaba esa oficina sin nombre donde Ana trabajaba, donde quizá pronto yo también trabajaría.
La ciudad que me había recibido con indiferencia glacial semanas atrás ahora parecía mostrarme otro rostro, como si hubiera pasado alguna prueba invisible, como si hubiera pronunciado alguna palabra secreta que abriera puertas antes cerradas. Los mismos edificios, las mismas calles nevadas, pero vistos ahora a través del prisma de la posibilidad, de la pertenencia recuperada.
Me acerqué a mi escritorio improvisado —una tabla de madera apoyada sobre dos cajas de libros— y tomé un cuaderno de tapas negras. Anoté cuidadosamente todos los datos que Ana me había proporcionado: el nombre de Genevieve Tremblay, la dirección de la oficina de Manpower, los requisitos para la solicitud. Cada palabra escrita era una afirmación, un ancla lanzada hacia el futuro. Luego, con la minuciosidad de quien planea una expedición a territorio desconocido, comencé a preparar mi currículum, a reunir los documentos necesarios, a organizar mis credenciales como quien alinea sus armas antes de una batalla decisiva.
Por primera vez desde mi regreso, sentía que Montreal comenzaba a reconocerme, a devolverme un lugar en sus entrañas de hormigón y acero. El hilo que había encontrado en el directorio telefónico se transformaba ahora en un camino definido, con señales y nombres propios, con direcciones y promesas concretas.
Afuera, las farolas comenzaban a encenderse una a una, como pensamientos luminosos en la conciencia de la noche. La nieve caía ahora con mayor intensidad, borrando huellas, cubriendo imperfecciones, creando un lienzo en blanco sobre el cual escribir nuevas historias.
Mañana visitaría la oficina de Manpower. Mañana comenzaría a reconstruir, pieza por pieza, el rompecabezas de mi vida en esta ciudad que, poco a poco, volvía a parecerse a un hogar. Mañana daría el primer paso firme desde mi regreso, no ya como un extraño que busca su lugar, sino como alguien que regresa a reclamar lo que nunca dejó de pertenecerle: un espacio propio en el vasto, complejo y a veces incomprensible tapiz de Montreal.
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