3 La Prueba: El abismo interior
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Capítulo 3
La cita del destino
La mañana de mi cita con la agencia temporal de empleos amaneció con ese frío que cristaliza el aliento en el aire, transformándolo en pequeñas nubes de esperanza que se desvanecen al nacer. Montreal en invierno posee esa cualidad única de convertir cada salida en una pequeña odisea —un desafío contra los elementos que azotan la piel como diminutos alfileres de hielo— y aquella mañana, mientras me vestía con meticulosa deliberación, elegía aquella camisa que guardaba mis mejores augurios, el traje que había permanecido suspendido en el armario como un estandarte de esperanzas futuras, y pensaba en Ana, en cómo me había tendido un puente sobre el abismo con sus palabras casuales en aquella cafetería donde el vapor del café dibujaba espirales que ascendían y desaparecían como promesas, y ahora yo debía cruzar ese puente o confesarle mi cobardía, mi incapacidad para sostener siquiera las oportunidades que otros me ofrecían con generosidad.
Examiné mi portafolio con la devoción de quien revisa un talismán sagrado: currículum impreso en papel cuya calidad pretendía compensar las carencias de mi historia, certificados que atestiguaban saberes que el tiempo comenzaba a difuminar en los bordes, carta de recomendación de mi antiguo supervisor —reliquia de otro tiempo que, esperaba fervientemente, conservara aún el poder de abrir puertas cerradas por el destino— aunque sabía, en ese rincón oscuro donde guardamos las verdades que nos avergüenzan, que ningún papel puede compensar esa ausencia fundamental, esa educación que nunca tuve, esas bases que nunca se construyeron correctamente en mi infancia rural donde la escuela era un lujo intermitente y los maestros aparecían y desaparecían como estaciones caprichosas.
La cita era a las ocho en punto. Llegué veinte minutos antes, pero no fui el primero en aquella procesión de esperanzas disfrazadas de candidatos. En la sala de espera ya respiraba una silenciosa comunidad de ansiedad y anhelo: hombres con trajes que parecían armaduras de dignidad, mujeres con velos que enmarcaban miradas de determinación férrea, jóvenes cuyo rostro aún no conocía las cicatrices profundas del fracaso laboral. Todos compartíamos esa mezcla peculiar de optimismo y temor que precede a los momentos decisivos —esos instantes donde el futuro se bifurca como un río que encuentra una roca en su camino— y yo pensaba en cómo todos llevábamos nuestras historias secretas, nuestras derrotas privadas, nuestras noches de insomnio donde el fracaso susurra su letanía incesante.
Una asistente nos condujo a una sala de conferencias donde las paredes gritaban motivación a través de carteles corporativos que prometían «Excelencia», «Compromiso», «Crecimiento» —palabras huecas que resonaban con la ironía de quien promete agua en el desierto mientras guarda la llave del pozo— y doce sillas dispuestas en semicírculo nos aguardaban como en un ritual ancestral donde los aspirantes esperan el juicio de dioses menores del empleo.
—Como sabrán, están aquí para una posición en el centro de procesamiento bancario —comenzó, su voz fluyendo como un río calmo que arrastra promesas y amenazas en igual medida—. Es un trabajo que exige precisión, velocidad y discreción absoluta. Procesamos información financiera sensible; la seguridad y la exactitud son nuestros pilares sagrados.
Proyectó imágenes que revelaban el flujo de un trabajo que yo conocía íntimamente, aunque los sistemas parecían haber evolucionado mientras yo permanecía estancado en versiones obsoletas del mundo, y observé las pantallas pensando: he manejado operaciones más complejas que estas, he supervisado procesos críticos, he sido respetado por mis conocimientos, pero ahora debo someterme a esta prueba elemental como si toda mi experiencia fuera arena que el viento dispersa sin dejar rastro.
Recogieron nuestras hojas de vida, fragmentos de papel donde intentábamos condensar nuestro valor humano en caracteres tipográficos. Cuando llegó a la mía, noté que elevó ligeramente las cejas —un gesto ambiguo como un oráculo que susurra profecías contradictorias— y en ese instante fugaz vi mi currículum a través de sus ojos: las lagunas temporales, los saltos geográficos, las explicaciones que nunca convencen del todo porque cómo explicar el peso de la nostalgia, la trampa de regresar a lugares que ya no existen, las esperanzas que se convierten en cadenas.
—Ahora procederemos con la primera evaluación —anunció con tono ceremonial—. Se trata de un examen de velocidad en el teclado, piedra angular para este trabajo donde sus dedos danzarán entre números y letras durante ocho horas diarias.
Mi corazón tembló como una hoja de otoño al primer soplo del viento invernal. Los exámenes han sido siempre mi campo de batalla personal, territorios donde mis capacidades se derrumban como soldados sin moral, donde la presión convierte mis habilidades en cenizas y cada segundo cronometrado es un enemigo que avanza implacable mientras yo retrocedo hacia el pasado, hacia aquella aula improvisada de mi infancia donde aprendí tarde a leer, más tarde aún a escribir, donde cada examen era una humillación porque no tenía las bases que otros niños habían construido naturalmente, sin esfuerzo, como quien respira.
—El test durará exactamente tres minutos. Deberán transcribir el texto con el sistema calculando su velocidad y precisión con la objetividad implacable de un juez imparcial.
¿Tres minutos? El tiempo me pareció un suspiro y, simultáneamente, una eternidad donde cabían todos mis fracasos pasados y futuros, donde cabía la decepción que vería en los ojos de Ana cuando le contara mi fracaso, donde cabía la resignación de aceptar trabajos de lavaplatos o conserje, oficios honorables sin duda pero que significarían la muerte definitiva de esa identidad profesional que había construido con tanto esfuerzo, ladrillo sobre ladrillo inestable.
Me senté frente a mi computadora asignada. La pantalla me devolvió el reflejo de un rostro que apenas reconocí —una máscara de tensión donde mi identidad se había difuminado como acuarela bajo la lluvia— y recordé súbitamente aquella tarde en mi pueblo donde mi madre me había dicho: «Tienes que estudiar, hijo, para que no seas como yo, para que tengas un futuro», pero no había escuelas decentes, no había libros, no había maestros que permanecieran más de un semestre, y ahora toda esa ausencia se materializaba en mis manos temblorosas frente a un teclado que debería ser tan familiar como mi propio nombre.
Intenté respirar profundamente: inhala vida, exhala miedo. Pero mis pulmones se habían convertido en pequeñas cavernas incapaces de albergar el aire necesario. Observé la hoja que sostenían mis manos temblorosas. Un texto sobre políticas bancarias, aparentemente inocuo, pero que ahora se erigía como un muro infranqueable entre mi presente incierto y mi futuro deseado. En otra vida lo habría considerado trivial. Pero ahora, bajo el yugo invisible del cronómetro, cada palabra se transformaba en un acertijo en lengua extranjera.
—¿Listos todos? Comenzaremos en tres... dos... uno... ¡Ahora!
Y entonces descendió sobre mí la maldición ancestral. El pánico no llegó como intruso nocturno, sino como inquilino que regresa a su habitación después de un largo viaje, reconociendo cada rincón con familiaridad terrible. Se extendió por mis venas con la lentitud ceremonial de la tinta derramándose sobre pergamino blanco, manchando todo a su paso, y mis dedos —esos mismos que en otras épocas habían acariciado teclas como quien acaricia el rostro de un amante— se transformaron en apéndices extraños, habitados por temblores que parecían tener vida propia, como si mis manos pertenecieran a otro cuerpo, a otra historia, a otro hombre que no era yo pero que debía habitar mi piel en este momento crucial.
Las yemas se volvieron piedras torpes que golpeaban el teclado con la desesperación de quien llama a una puerta eternamente cerrada. El tiempo se fragmentó como cristal golpeado por un martillo invisible. Los segundos se alargaban hasta convertirse en pequeñas eternidades, mientras los minutos huían como gacelas asustadas. Las letras en el papel se transformaron en jeroglíficos de una civilización perdida: las veía claramente, las reconocía, pero cuando mis dedos intentaban capturar su esencia digital, se desvanecían en el aire como promesas rotas, como las palabras que mi padre nunca me dijo antes de morir, como los años que había perdido regresando a Montreal persiguiendo fantasmas de estabilidad.
A mi alrededor, la sinfonía ajena continuaba implacable: el repique cortante de teclas ajenas, la cadencia susurrante de otros dedos que obedecían a sus dueños. Y yo, condenado al silencio, prisionero de mi propia partitura incompleta, pensaba en la ironía cruel de haber cruzado fronteras, haber sobrevivido en ciudades extranjeras, haber construido una carrera contra todos los pronósticos, solo para derrumbarme ante un test aparentemente inocuo que cualquier estudiante de secundaria podría superar sin esfuerzo.
Mi pantalla se burlaba con su blancura inmaculada, salpicada por unas pocas palabras huérfanas que flotaban como islas perdidas en un océano de imposibilidad.
—¡Un minuto! —anunció la asistente.
Ya había transcurrido un tercio del tiempo y apenas llevaba escrita una fracción del texto. La desesperación se mezclaba con la resignación: la oportunidad perfecta destruida por mis propios demonios internos, por esa educación que nunca tuve, por esos cimientos inestables que ahora se revelaban en toda su fragilidad.
—¡Tiempo! —exclamó finalmente, su voz cortando el aire como una guadaña—. Deténganse inmediatamente.
Mis manos cayeron derrotadas sobre mi regazo, húmedas y temblorosas. En la pantalla yacía la evidencia irrefutable de mi fracaso: menos de la mitad del texto transcrito, con errores que brillaban como heridas abiertas. Ana me había ofrecido esta oportunidad como quien tiende un puente sobre un abismo, y yo no había sido capaz de dar el primer paso. ¿Cómo podría reconstruir mi vida si ni siquiera podía superar la primera prueba? ¿Cómo explicarle que había fallado no por falta de voluntad sino por el peso acumulado de todas las ausencias que arrastraba desde la infancia?
Uno a uno, los candidatos fueron llamados a una oficina anexa. Algunos emergían con rostros indescifrables; otros con sonrisas contenidas que revelaban el sabor dulce de la victoria. Nadie compartía su destino, como si hubiera un pacto de silencio entre guerreros que habían enfrentado al mismo enemigo, y yo esperaba mi turno pensando en todas las veces que había esperado veredictos similares: en oficinas de inmigración, en entrevistas de trabajo, en salas de espera donde el futuro se decide en minutos mientras uno ha invertido años en llegar hasta allí.
Cuando llegó mi turno, la supervisora me recibió en su oficina con una mezcla de profesionalismo y compasión genuina que dolía más que la indiferencia.
—Hemos revisado su solicitud y su experiencia previa —comenzó, observando mi currículum—. Veo que trabajó antes en operaciones similares. Eso es definitivamente un punto favorable.
Un rayo de esperanza atravesó las nubes de mi pesimismo, pero ya conocía el sabor amargo de las esperanzas fugaces.
—Sin embargo —continuó, y con esa palabra maldita la esperanza se evaporó como el aliento cristalizado de la mañana—, los resultados de su prueba están considerablemente por debajo del mínimo requerido.
Giró su monitor para mostrarme el veredicto: veintiséis palabras por minuto, cuando el mínimo exigido era cuarenta y cinco. La tasa de error, un deslumbrante doce por ciento, cuando se toleraba máximo un tres por ciento. Números que se grababan en mi memoria como sentencias judiciales, como epitafios de oportunidades muertas antes de nacer.
—Lo lamento profundamente —dije con la garganta seca—. No suelo tener estos problemas en condiciones normales. Fue el nerviosismo. Me ocurre siempre en situaciones de examen.
No le dije que venía arrastrando esta maldición desde la infancia, desde aquellas aulas improvisadas donde nunca construí las bases adecuadas, donde cada evaluación era un recordatorio de todo lo que me faltaba.
Ella asintió con empatía genuina que agradecí y resentí en igual medida.
—Lo entiendo perfectamente. El estrés afecta a muchas personas durante las evaluaciones. Sin embargo, no considere esto como un rechazo definitivo. Le recomiendo que practique intensivamente y se presente nuevamente.
Me entregó una tarjeta como quien ofrece un mapa en tierra desconocida, un gesto que contenía esperanza y condena simultáneamente.
—Este sitio web le permitirá practicar ejercicios similares. Muchos de nuestros empleados actuales tuvieron que intentarlo varias veces antes de ser admitidos.
—Se lo agradezco profundamente —respondí—. Sin duda lo intentaré nuevamente. No soy hombre que se rinda fácilmente.
Pero mientras pronunciaba esas palabras, una parte de mí ya comenzaba a dudar, a preguntarse cuántas veces más podría levantarme después de cada caída, cuánta resiliencia quedaba en este cuerpo cansado que había cruzado fronteras y sobrevivido decepciones y ahora temblaba ante un simple teclado.
Afuera, el frío de Montreal me recibió con su indiferencia glacial habitual. El mundo no se había detenido por mi derrota personal —las calles seguían llenas de gente que caminaba con propósito, los edificios seguían erguidos en su solidez indiferente, el cielo seguía gris como siempre— y yo caminaba sin rumbo, con la tarjeta en el bolsillo como recordatorio tangible de mi insuficiencia.
Pensé en Ana con una mezcla de gratitud y vergüenza que me quemaba el pecho. ¿Qué palabras usaría para comunicarle mi fracaso? Ella me había tendido la mano y yo la había desperdiciado de la manera más absurda posible, no por falta de capacidad sino por el peso invisible de todas mis carencias acumuladas.
En una cafetería cercana, pedí un café —ese ritual reconfortante que realizamos cuando no sabemos qué más hacer— y ocupé un lugar junto a la ventana empañada donde el vapor dibujaba geografías efímeras en el cristal. Estudié la tarjeta como arqueólogo ante una inscripción antigua: «Type Trainer Pro - Mejore su velocidad y precisión». Una solución aparentemente simple para un problema que había echado raíces profundas en el territorio fértil de mis inseguridades.
Mi teléfono vibró con un mensaje de Ana: «¿Cómo te fue? ¡Cuéntame todo!» y esos signos de exclamación contenían un entusiasmo que no merecía, una confianza que había traicionado.
No encontré valor para responder de inmediato. ¿Cómo explicarle que había fallado en la prueba más elemental? ¿Cómo describir la humillación de ver esos números en la pantalla, veintiséis palabras por minuto, como quien confiesa una enfermedad vergonzosa? Finalmente, compuse una respuesta que intentaba disfrazar la derrota con determinación: «El test no salió como esperaba. Me han pedido que practique y vuelva a intentarlo. No me rindo tan fácilmente. Gracias por tu ayuda».
Mentiras piadosas, pensé, esas pequeñas ficciones que construimos para proteger nuestra dignidad y la fe que otros depositan en nosotros.
Reflexioné profundamente sobre mi situación, escarbando más allá de la superficie donde guardamos las explicaciones convenientes. Entendí, con claridad dolorosa que cortaba como vidrio, lo que significa no haber tenido una educación adecuada, crecer sobre bases mal fundadas que se agrietan ante la primera presión. Cada nuevo desafío se convertía en recordatorio de esos cimientos inestables, de esas ausencias fundamentales que ninguna experiencia posterior puede compensar completamente.
De niño, en mi pueblo olvidado por las políticas educativas, la escuela era un lujo intermitente donde maestros llegaban y se iban como estaciones caprichosas, donde aulas improvisadas servían de teatro para la transmisión fragmentada del conocimiento. Aprendí a leer tarde, a escribir más tarde aún, siempre persiguiendo a compañeros que habían comenzado con ventaja. Y sin embargo, había logrado construir una carrera contra todos los pronósticos, había cruzado fronteras, había sobrevivido en ciudades extranjeras donde el idioma mismo era un obstáculo adicional.
Pero frente a un test aparentemente inocuo, esas viejas carencias volvían a emerger como fantasmas que nunca se van del todo, que solo esperan en las sombras el momento oportuno para recordarnos quiénes somos realmente. No era solo falta de práctica o nerviosismo: era algo más profundo y antiguo, la ausencia de esa confianza fundamental que viene de crecer sabiendo que uno tiene las herramientas necesarias, que el mundo no es un territorio hostil sino un jardín donde uno puede florecer.
Los días siguientes fueron un descenso hacia las profundidades de mi propia mente, un viaje interior que no había solicitado pero que no podía evitar. Lo que comenzó como determinación pronto se transformó en algo más oscuro y viscoso que se adhería a mis pensamientos. Mi cuarto se convirtió en prisión donde cada sesión de práctica me recordaba mi lentitud: había mejorado apenas cinco palabras por minuto en una semana entera de práctica obsesiva.
Una tarde, después de otra sesión frustrante donde mis dedos se negaban a obedecer la voluntad de mi cerebro, dejé caer la cabeza entre las manos y la habitación pareció encogerse a mi alrededor.
—He trabajado más de cuatro años en esto —murmuré en la soledad que amplificaba mis palabras hasta convertirlas en acusaciones—. ¿Y ahora no doy la medida para algo tan básico?
Era absurdo, casi cómico en su crueldad, una de esas ironías que el destino prepara para recordarnos nuestra fragilidad. Había manejado operaciones bancarias complejas, había supervisado procesos críticos donde un error podía costar miles, había sido respetado por mis conocimientos. Y ahora, todo se derrumbaba porque mis dedos no podían presionar teclas en el orden correcto durante tres minutos cronometrados.
Me serví un vaso de ron barato —ese consuelo provisional de los derrotados— y contemplé mi reflejo en la ventana donde la noche comenzaba a materializarse. Mi teléfono vibró con otro mensaje de Ana ofreciendo alternativas, sugiriendo contactos, manteniendo viva esa llama de esperanza que yo sentía extinguirse, pero no respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo explicar que cada intento fallido era una confirmación más de todas mis sospechas secretas sobre mi propia insuficiencia?
En lugar de responder, busqué otros trabajos en sitios de empleo que prometían oportunidades inmediatas: lavaplatos, conserje, repartidor, mensajero. Trabajos que no requirieran pruebas escritas, que no midieran velocidad de tipeo, que aceptaran la simple disposición de trabajar como único requisito. Oficios honorables sin duda, pensé, pero que significarían la muerte definitiva de esa identidad profesional que había construido con tanto esfuerzo, que había defendido a través de ciudades y países, que era lo único que me quedaba después de tantas pérdidas.
Pero algo en mí se rebelaba contra la rendición total, contra aceptar la derrota como veredicto final. No había vuelto a Montreal para terminar limpiando pisos o lavando platos en la cocina de algún restaurante donde nadie recordaría mi nombre. Había regresado —con todas las ilusiones y terrores que ese regreso implicaba— para recuperar mi lugar en el mundo bancario, para reclamar esa identidad profesional que me habían arrebatado las circunstancias, la nostalgia, mis propias decisiones equivocadas.
Esa noche, con la determinación frágil del que no tiene alternativas, improvisé un plan de batalla: tres horas cada mañana empezando por ejercicios básicos de mecanografía, dedos sobre las teclas centrales, respiración controlada, descanso para almorzar y caminar por el barrio donde el frío limpiaba los pensamientos, dos horas vespertinas enfocadas en precisión más que velocidad, y una hora de relajación antes de dormir para no llevar la frustración a los sueños.
Me dormí con determinación renovada que duraba apenas hasta que cerraba los ojos, porque en mis sueños los teclados se convertían en laberintos donde cada tecla era una trampa, donde las letras eran criaturas escurridizas que se burlaban de mis intentos, donde el cronómetro era un dios implacable que medía no solo segundos sino el valor completo de mi existencia.
En algún momento de esas semanas de práctica obsesiva, algo comenzó a cambiar imperceptiblemente. No fue una revelación súbita ni un momento de iluminación donde todo se aclara, sino un desplazamiento gradual, casi geológico, como placas tectónicas que se mueven milímetros al día pero que eventualmente crean montañas. Mis dedos empezaron a recordar, a encontrar las teclas sin que mi cerebro tuviera que ordenar cada movimiento individualmente, a desarrollar esa memoria muscular que otros habían construido en la infancia pero que yo debía forjar en la edad adulta con esfuerzo consciente.
Practicaba en la cafetería que se había convertido en mi segundo hogar, donde la barista ya conocía mi orden sin preguntar y donde otros clientes regulares habían llegado a formar parte del paisaje familiar de mi rutina. El gato que merodeaba entre las mesas —esa criatura extraña que parecía materializarse solo en momentos específicos, cuando mi frustración alcanzaba cierto umbral— se sentaba cerca observándome con esa indiferencia característica de los felinos, como si supiera algo que yo aún no comprendía, como si fuera testigo silencioso de mi transformación lenta.
La primera vez que superé las treinta palabras por minuto lloré discretamente sobre el teclado, lágrimas que contenían años de frustraciones acumuladas. La segunda vez que alcancé las cuarenta sentí algo parecido a la redención, esa sensación de que tal vez, solo tal vez, no todo estaba perdido. Y cuando finalmente rompí la barrera de las cuarenta y cinco palabras con una tasa de error del dos por ciento, comprendí algo fundamental que había eludido mi comprensión durante décadas: el fracaso no es la caída inevitable sino la negativa a levantarse después del golpe, no es la ausencia de talento sino la falta de obstinación.
Cada letra mal escrita había sido una pequeña victoria sobre la rendición, cada palabra completada un acto de fe en futuros posibles que aún no tenían forma definida pero que comenzaban a materializarse como niebla que se condensa en rocío. En el reflejo de la pantalla, ya no vi al hombre derrotado de aquella mañana helada cuando había salido a enfrentar el test, sino al arquitecto obstinado de su propia reconstrucción, alguien que había aprendido —con la lentitud dolorosa de quien debe desaprender primero antes de aprender— que la redención no llega como regalo del cielo sino como fruto del trabajo diario, constante, silencioso, sin testigos ni aplausos.
Ana me escribió una tarde de febrero cuando la nieve había comenzado a derretirse en los bordes de las aceras, dejando esas manchas oscuras que son promesas de primavera. Me contaba que había una nueva oportunidad, otra convocatoria en la misma agencia, otra posibilidad de demostrar que había aprendido de mi fracaso anterior. Esta vez no sentí el vértigo del miedo que me había paralizado antes, ni esa ansiedad que convertía mis manos en piedras temblorosas, sino la calma del guerrero que ha afilado sus armas en la soledad del entrenamiento diario, que conoce sus capacidades y sus límites, que ha hecho las paces con sus carencias sin dejar que lo definan completamente.
«Estoy listo», le respondí, y por primera vez en mucho tiempo esas palabras sonaron como verdad sólida, no como bravata hueca ni como esperanza desesperada.
Afuera, Montreal seguía siendo una ciudad de inviernos eternos donde el frío te recuerda constantemente tu fragilidad, donde la nieve acumulada es metáfora del peso que todos cargamos. Pero adentro, en el espacio íntimo entre mis intenciones y mis dedos que ahora obedecían a mi voluntad con mayor fidelidad, había comenzado a germinar una primavera privada que ningún cronómetro podría medir, que ninguna evaluación podría cuantificar completamente, que existía en ese territorio interior donde guardamos nuestras victorias más significativas.
El gato fantasma —esa criatura que aparecía y desaparecía según leyes que no comprendía— se materializó una última vez aquella tarde, sentándose en el alféizar de la ventana de la cafetería. Me observó con sus ojos que parecían contener siglos de sabiduría felina, asintió casi imperceptiblemente como si aprobara mi transformación, y luego saltó hacia la calle donde se disolvió en las sombras alargadas del atardecer invernal.
El círculo se cerraba, no como regreso al punto de partida sino como espiral que asciende llevando consigo todo lo aprendido en el descenso. En mis manos, las letras ya no eran enemigas que me humillaban con su resistencia sino aliadas que danzaban al ritmo de mi determinación renovada, socias en esta construcción lenta de una vida que valiera la pena vivir. La historia continúa escribiéndose, una tecla a la vez, en el idioma universal de quien se niega a aceptar la derrota como veredicto final, de quien comprende que cada fracaso es simplemente el borrador necesario antes de la versión definitiva.
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