Capitulo 3 "La Prueba: El abismo interior
La mañana de mi cita con Manpower amaneció con ese frío que cristaliza el aliento en el aire. Montreal en invierno posee esa cualidad única de transformar cada salida en una pequeña odisea, un desafío contra los elementos que azotan la piel como diminutos alfileres de hielo. Me vestí con meticulosa deliberación, eligiendo aquella camisa que guardaba mis mejores augurios y el traje que había permanecido suspendido en el tiempo del armario desde mi llegada, como un estandarte de esperanzas futuras.
Examiné mi portafolio con la devoción de quien revisa un talismán: currículum impreso en papel cuya calidad pretendía compensar las carencias de mi historia, fotocopias de certificados que atestiguaban saberes que el tiempo comenzaba a difuminar, carta de recomendación de mi antiguo supervisor (reliquia de otro tiempo que, esperaba, conservara aún el poder de abrir puertas). Todo estaba en orden aparente, un orden que contrastaba con el torbellino que agitaba mis entrañas.
La cita era a las ocho. Llegué veinte minutos antes, pero no fui el primero en aquella procesión de esperanzas. En la sala de espera ya respiraba una silenciosa comunidad de ansiedad y anhelo. Observé discretamente a mis adversarios: hombres africanos con trajes que parecían armaduras de dignidad, mujeres árabes con velos que enmarcaban miradas de determinación, jóvenes cuyo rostro aún no conocía las cicatrices del fracaso laboral. Todos compartíamos esa mezcla peculiar de optimismo y temor que precede a los momentos decisivos de la vida.
A la hora exacta, una mujer de mediana edad, envuelta en un traje sastre gris que parecía una extensión de su eficiencia, emergió a recibirnos.
—Buenos días a todos —saludó con una sonrisa que había ensayado mil veces frente al espejo profesional—. Soy Sylvie, asistente de la señora Tremblay. Síganme, por favor.
Nos condujeron a una sala de conferencias donde las paredes gritaban motivación a través de carteles cuidadosamente seleccionados. Doce sillas dispuestas en semicírculo, como en un ritual ancestral donde los aspirantes esperan el juicio de los dioses corporativos. Nos sentamos en un silencio apenas roto por el crujir de la tela al acomodarse, intercambiando miradas donde se leía el mismo pensamiento: sólo algunos serán elegidos.
Sylvie permaneció erguida frente a nosotros, guardiana del umbral.
—Como sabrán, están aquí para una posición en el centro de procesamiento bancario —comenzó, su voz fluyendo como un río calmo—. Es un trabajo que exige precisión, velocidad y la discreción de un confesor. Procesamos información financiera sensible para siete instituciones diferentes; la seguridad y la exactitud son nuestros pilares sagrados.
Proyectó imágenes que revelaban el flujo de un trabajo que yo conocía bien, aunque los sistemas parecían haber evolucionado desde mis tiempos, criaturas tecnológicas que habían mudado su piel mientras yo permanecía estancado.
—El trabajo se realiza en tres turnos que dividen el día como las estaciones del año —continuó Sylvie—. Su asignación dependerá de las necesidades de la empresa y, en cierta medida, de sus preferencias, aunque no podemos prometer nada.
Recogieron nuestras hojas de vida, fragmentos de papel donde intentábamos condensar nuestro valor como seres humanos. Sylvie las escrutó brevemente con ojos entrenados. Cuando llegó a la mía, noté que elevó ligeramente las cejas, un gesto ambiguo como un oráculo oscuro.
—Bien —dijo finalmente—. Ahora procederemos con la primera evaluación. Se trata de un examen de velocidad en el teclado, piedra angular para este trabajo donde sus dedos danzarán entre números y letras durante horas.
Mi corazón tembló como una hoja en otoño. Los exámenes han sido siempre mi Waterloo personal, campos de batalla donde mis capacidades se derrumban como soldados sin moral. Las situaciones de presión convierten mis habilidades en cenizas, transformando tareas simples en laberintos imposibles.
—El test durará exactamente tres minutos —explicó Sylvie mientras distribuía hojas que parecían sentencias—. Deberán transcribir el texto al programa que aguarda en cada computadora. El sistema calculará su velocidad y precisión con la objetividad de un juez imparcial.
¿Tres minutos? El tiempo me pareció un suspiro y, simultáneamente, una eternidad inabarcable. Nos guiaron a otra sala donde una hilera de computadoras esperaba, como confesionarios modernos donde expondríamos nuestras debilidades.
Me senté frente a mi asignada. La pantalla me devolvió el reflejo de un rostro que apenas reconocí como propio, una máscara de tensión. Intenté respirar profundamente, recordando antiguas enseñanzas sobre el control de la ansiedad. Inhala vida, exhala miedo. Siete segundos adentro, once afuera. Pero mis pulmones se habían convertido en pequeñas cavernas incapaces de albergar el aire necesario.
Observé la hoja que sostenían mis manos temblorosas. Un texto sobre políticas bancarias, aparentemente inocuo, pero que ahora se erigía como un muro entre mi presente y mi futuro. En otra vida, lo habría considerado trivial. Pero ahora, bajo el yugo invisible del cronómetro, cada palabra se transformaba en un acertijo escrito en lengua extranjera.
—¿Listos todos? —preguntó Sylvie, alzando un cronómetro como quien levanta una espada—. Comenzaremos en tres, dos, uno... ¡Ahora!
Y entonces descendió sobre mí la maldición ancestral, esa que habita en la médula de quienes crecimos sobre cimientos de arena. El pánico no llegó como intruso, sino como inquilino que regresa a su habitación conocida. Se extendió por mis venas con la lentitud ceremonial de la tinta derramándose sobre pergamino blanco, manchando cada pensamiento, cada respiración, cada latido.
Mis dedos —esos mismos que en noches de soledad habían acariciado teclas como quien acaricia el rostro de un amante— se transformaron en apéndices extraños, habitados por temblores que parecían tener vida propia. Las yemas, antes sensibles a cada textura del mundo, se volvieron piedras torpes que golpeaban el teclado con la desesperación de quien llama a una puerta que no se abre.
El tiempo se fragmentó como cristal golpeado. Los segundos se alargaban hasta convertirse en pequeñas eternidades donde cabían todos mis fracasos pasados, mientras los minutos huían como gacelas asustadas hacia un horizonte inalcanzable. El cronómetro se había vuelto un corazón mecánico que latía fuera de compás con el mío, marcando un ritmo que mi cuerpo se negaba a seguir.
Las letras en el papel se transformaron en jeroglíficos de una civilización perdida. Símbolos que antes obedecían a mi voluntad ahora danzaban ante mis ojos como luciérnagas en la oscuridad: las veía, las reconocía, pero cuando mis dedos intentaban capturar su esencia, se desvanecían en el aire como promesas rotas.
A mi alrededor, la sinfonía ajena continuaba: el staccato feroz del hombre africano, cuyos dedos parecían pájaros picoteando semillas con precisión milimétrica; el adagio constante de la mujer del velo, que escribía como quien borda destinos en tapices de seda. Y yo, condenado al silencio, prisionero de mi propia partitura incompleta.
Mi pantalla se burlaba de mí con su blancura inmaculada, apenas salpicada por unas pocas palabras huérfanas que flotaban como islas en un océano de imposibilidad. El cursor parpadeaba con la insistencia hipnótica de un faro que señala naufragios, recordándome segundo tras segundo mi incapacidad de navegar en aguas que antes consideraba familiares.
"Concéntrate", me ordené desde algún rincón lúcido de mi consciencia. "Son solo palabras navegando en un mar blanco. Has hecho esto mil veces en otras costas".
Por fin, mis dedos comenzaron a moverse, pero con una torpeza dolorosa de presenciar. Cada error me costaba tiempo precioso, cada corrección me alejaba más del objetivo. El texto que debía ser un sendero claro se transformó en un laberinto donde cada párrafo ocultaba una nueva trampa.
—¡Un minuto! —anunció Sylvie, su voz vibrando en el aire como el tañido de una campana lejana, atravesando la quietud y dejando una estela de expectación.
Ya había transcurrido un tercio del tiempo y apenas llevaba escrita una fracción mínima del texto. La desesperación comenzó a mezclarse con la resignación, formando ese cóctel amargo que tan bien conocía: la oportunidad perfecta destruida por mis propios demonios internos, esos saboteadores que aparecían en cada encrucijada importante de mi vida.
Intenté acelerar mi ritmo, pero solo conseguí multiplicar mis errores. El texto en la pantalla era un reflejo distorsionado del original, lleno de vacíos y malentendidos. Como mi existencia en Montreal hasta ese momento: una versión incompleta y defectuosa de lo que había soñado.
—¡Dos minutos!
El anuncio cayó sobre mí con el peso de una lápida. Solo me quedaba un minuto, y el texto seguía mayormente intacto en el papel, como una promesa sin cumplir. Era matemáticamente imposible completarlo ahora. La derrota se acomodó en mi interior con la familiaridad de quien regresa a un hogar conocido.
Pero algo en mí, quizás el último resto de dignidad, se rebeló contra la rendición total. Si iba a hundirme, al menos lo haría luchando contra la corriente. Abandoné la preocupación por los errores y me concentré únicamente en avanzar a cualquier precio. Mis dedos encontraron un ritmo imperfecto pero constante, como un corazón herido que se niega a dejar de latir.
—¡Tiempo! —exclamó Sylvie, su voz cortando el aire como una guadaña—. Por favor, detengan su escritura y aléjense del teclado.
Mis manos cayeron derrotadas sobre mi regazo, húmedas como hojas después de la tormenta, temblorosas como pájaros asustados. En la pantalla yacía la evidencia de mi fracaso: menos de la mitad del texto transcrito, con errores que brillaban como heridas abiertas.
Mientras Sylvie recogía las hojas y cerraba los programas, me hundí en mi silla como quien se hunde en arenas movedizas. Ana me había ofrecido esta oportunidad como quien tiende un puente sobre un abismo, y yo no había sido capaz de cruzarlo. ¿Cómo podría reconstruir mi vida en esta ciudad helada si ni siquiera podía superar la primera prueba del camino?
—Bien —dijo Sylvie cuando todos terminamos—. El sistema ha registrado sus resultados con la precisión de un relojero. Pasaremos ahora a la siguiente etapa de la evaluación.
Nos condujeron de vuelta a la sala inicial. Mientras esperábamos, algunos candidatos intercambiaban impresiones en susurros que parecían plegarias. Un hombre africano alto mostraba la satisfacción contenida de quien sabe que ha vencido la primera batalla; una mujer con velo discreto frotaba sus manos como quien intenta encender un fuego en la nieve. En mi rincón, mantenía un silencio sepulcral, como una tumba donde yacían mis esperanzas.
—Llamaremos a cada uno individualmente para comunicarles sus resultados —anunció Sylvie—. Mientras aguardan su turno, pueden revisar estos folletos sobre la empresa y sus beneficios.
Nos entregaron unos folletos brillantes donde empleados con sonrisas perfectas parecían habitar un mundo sin fracasos ni rechazos. Pasé las páginas mecánicamente, como un autómata programado para simular interés humano. Mi mente seguía atrapada en esos tres minutos fatídicos, como un prisionero que revive constantemente el momento de su captura.
Uno a uno, los candidatos fueron llamados a una oficina anexa. Algunos emergían con rostros indescifrables como máscaras antiguas; otros con sonrisas contenidas que revelaban el sabor de la victoria. Nadie compartía su destino, como si hubiera un pacto de silencio entre gladiadores.
—Señor Salazar —llamó finalmente Sylvie, pronunciando mi apellido como si fuera una palabra en un idioma que apenas dominaba.
Me levanté con la rigidez de un condenado que camina hacia su sentencia. Ella me guió a una pequeña oficina donde una mujer de mediana edad examinaba algo en su computadora con la concentración de una ornitóloga estudiando una especie rara. Alzó la vista cuando entré, y por un instante creí ver compasión en sus ojos.
—Buenos días, soy Jacqueline Tremblay —se presentó, extendiendo su mano como quien ofrece una rama de olivo—. Por favor, tome asiento.
Su apretón fue firme, profesional. Sus ojos, amables pero directos, me evaluaban como quien tasa una joya de dudosa autenticidad.
—Hemos revisado su solicitud y su experiencia previa —comenzó, observando mi currículum que descansaba sobre su escritorio como un testamento de tiempos mejores—. Veo que trabajó antes en operaciones similares. Eso es definitivamente un punto a su favor en esta balanza invisible.
Un rayo de esperanza atravesó las nubes de mi pesimismo. Quizás la experiencia compensaría mi desastroso desempeño, como un pasado glorioso que redime un presente mediocre.
—Sin embargo —continuó, y con esa palabra la esperanza se evaporó como rocío bajo el sol inclemente—, los resultados de su prueba de mecanografía están considerablemente por debajo del mínimo requerido para el puesto.
Jacqueline giró su monitor para mostrarme un gráfico de colores donde mi fracaso se exhibía con la claridad de un teorema matemático: 26 palabras por minuto, cuando el mínimo exigido era 45. La tasa de error, un deslumbrante 12%, cuando se toleraba máximo un 3%. Cifras y porcentajes que codificaban mi insuficiencia.
—Lo lamento —dije con la garganta seca como un desierto—. No suelo tener estos problemas. Fue... el nerviosismo. Me ocurre siempre en situaciones de examen, como una maldición antigua.
Ella asintió con empatía que parecía genuina, como un médico que comprende el dolor aunque no pueda aliviarlo.
—Lo entiendo perfectamente —respondió—. El estrés afecta a muchas personas durante las evaluaciones. No es algo inusual en nuestra experiencia.
—Podría intentarlo de nuevo, sin la presión del tiempo marcando cada segundo —sugerí, aferrándome a cualquier posibilidad como un náufrago a una tabla—. O quizás alguna otra forma de evaluación...
Jacqueline dejó escapar un suspiro apenas perceptible, como una brisa que no llega a mover las hojas.
—Me gustaría poder hacer una excepción —explicó con tono conciliador—. Especialmente considerando su experiencia previa. Pero en este momento tenemos varios candidatos que han superado todas las barreras requeridas, y nuestro protocolo de contratación es tan rígido como las estaciones.
Cada palabra era amable, medida, profesional. Y cada una era un clavo más en el ataúd donde yacían mis esperanzas de reconstrucción.
—Entiendo —murmuré, porque ¿qué otra respuesta podía ofrecer ante lo inevitable?
—Sin embargo —añadió, y noté cómo intentaba suavizar el golpe con la delicadeza de quien venda una herida—, no considere esto como un rechazo definitivo. Le recomendaría que practique y se presente nuevamente cuando las semanas hayan purificado sus manos.
Abrió un cajón y extrajo una tarjeta como quien extrae una llave olvidada.
—Este es un sitio web donde puede practicar ejercicios similares a nuestra prueba —explicó, entregándome la tarjeta como quien ofrece un mapa en tierra desconocida—. Muchos de nuestros empleados actuales lo utilizaron antes de ser admitidos. Algunos tuvieron que intentarlo varias veces antes de atravesar nuestras puertas.
Tomé la tarjeta como quien acepta un salvavidas en mitad del océano: con la desesperación de quien no tiene alternativas.
—Se lo agradezco profundamente —respondí, intentando que mi voz no revelara la decepción que me habitaba como un segundo corazón—. Sin duda lo intentaré nuevamente.
—Excelente —sonrió Jacqueline—. Su experiencia es valiosa para nosotros, señor Salazar. Solo necesitamos asegurarnos de que cumple con todos los requisitos técnicos que el puesto demanda.
Nos despedimos con otro apretón de manos que selló nuestro pacto tácito. Mientras abandonaba la oficina, sentí el peso del fracaso en cada paso, como si mis zapatos estuvieran rellenos de plomo. La recepcionista me dirigió una sonrisa mecánica al pasar frente a su escritorio, como quien ha visto desfilar un interminable cortejo de esperanzas destruidas por ese mismo pasillo.
Afuera, el frío de Montreal me recibió con su indiferencia glacial. El cielo continuaba gris como un lienzo sin pintar, las aceras seguían cubiertas de nieve sucia como páginas manchadas, los transeúntes continuaban su marcha apresurada hacia destinos que ahora me parecían inalcanzables. El mundo no se había detenido por mi derrota, por supuesto. Ni siquiera había notado que algo había cambiado en el universo.
Caminé sin rumbo durante un tiempo indefinido, con la tarjeta de Jacqueline en el bolsillo como un recordatorio tangible de mi insuficiencia. Qué profunda decepción. Tan cerca de recuperar un fragmento de mi pasado, de reconectar con esa vida anterior que ahora parecía pertenecer a otra persona, y todo destruido por tres minutos de pánico que se extendieron como una mancha de tinta sobre un documento importante.
Pensé en Ana. ¿Qué palabras usaría para comunicarle mi fracaso? Ella me había tendido la mano en este invierno existencial, me había ofrecido una oportunidad real como quien ofrece agua en el desierto, y yo la había desperdiciado de la manera más absurda posible. La vergüenza se entrelazaba con la frustración como serpientes gemelas.
En una cafetería cercana, pedí un café y ocupé un lugar junto a la ventana. La ciudad parecía burlarse de mí desde el otro lado del cristal empañado por mi propio aliento. Extraje la tarjeta y la estudié como un arqueólogo ante una inscripción antigua: "TypeTrainer Pro - Mejore su velocidad y precisión en el teclado. www.edclub.com". Una solución aparentemente simple para un problema que había echado raíces profundas en mi ser.
Mientras contemplaba ese pequeño rectángulo de cartulina, mi teléfono vibró como un insecto metálico. Era un mensaje de Ana que brillaba en la pantalla: "¿Cómo te fue en la entrevista? ¡Cuéntame todo!".
No encontré el valor para responder de inmediato. ¿Cómo explicarle que había fallado en la prueba más elemental? ¿Cómo contarle que aquel amigo al que ella recordaba con respeto profesional no había sido capaz de superar el primer obstáculo del camino?
Guardé el teléfono y bebí un sorbo de café. Estaba demasiado caliente y quemó mi lengua, un pequeño dolor físico que se sumaba al dolor mayor del día fallido.
"Algunas semanas", había dicho Jacqueline. Semanas de práctica en soledad. Semanas de espera como un penitente. Semanas de incertidumbre como un navegante sin estrellas. El tiempo, ese recurso que se escurría entre mis dedos como agua imposible de retener, seguía fluyendo mientras yo permanecía varado en la orilla de mis limitaciones.
Y sin embargo, ¿qué otro camino se abría ante mí? Ninguna puerta había respondido aún a mis llamados. Esta senda, por imperfecta que fuera, era la única que se presentaba en mi horizonte cercano.
Extraje mi computadora portátil de la mochila y me conecté a la red de la cafetería. Tecleé la dirección del sitio web con determinación renovada. Si el destino me concedía una segunda oportunidad, no la dilapidaría como había hecho con la primera.
Mientras la página revelaba lentamente sus secretos en la pantalla, compuse finalmente una respuesta para Ana, palabras que intentaban disfrazar la derrota con determinación: "El test no salió como esperaba. Me han pedido que practique y vuelva a intentarlo cuando mis dedos hayan aprendido la lección. No te preocupes, no me rindo tan fácilmente ante los obstáculos del camino. Gracias por tu ayuda, que brilla como una estrella en mi noche".
Envié el mensaje y enfrenté la primera lección del programa de mecanografía. Las letras surgieron en la pantalla, esperando ser reproducidas por mis dedos inseguros que ahora buscaban redención en cada tecla presionada.
Teclas básicas. El principio de todo. Quizá era apropiado empezar desde cero, reconstruir la habilidad desde sus cimientos. Después de todo, ¿no era eso lo que estaba haciendo con mi vida en Montreal? Reconstruirla letra por letra, palabra por palabra, día tras día.
Mis dedos comenzaron a moverse sobre el teclado, torpes al principio, luego con mayor seguridad. La cafetería, la calle nevada, la entrevista fallida, todo se desvaneció mientras me sumergía en el ritmo hipnótico de las teclas.
Este era solo el primer intento. Habría otros. Y la próxima vez, estaría preparado.
EL ABISMO INTERIOR
Los días siguientes a mi fracaso en Manpower se convirtieron en un descenso vertiginoso hacia las profundidades de mi propia mente. Lo que comenzó como determinación —esas primeras horas en la cafetería, practicando teclas básicas con renovado empeño— pronto se transformó en algo más oscuro, más corrosivo.
El cuarto donde me alojaba, que antes me parecía un punto de partida, se convirtió en una prisión de cuatro paredes donde cada objeto me recordaba mi insuficiencia. La maleta sin desempacar en un rincón, ya no representaban un futuro por construir, sino un pasado que me perseguía con burla cruel.
Una tarde, sentado frente a la computadora después de otra sesión frustrante de práctica —donde mis dedos seguían tropezando entre sí como enemigos jurados— dejé caer la cabeza entre las manos. La pantalla mostraba mis estadísticas: había mejorado apenas cinco palabras por minuto en toda una semana. A ese ritmo, necesitaría un mes entero para alcanzar el mínimo requerido.
Un torbellino de ideas fracasadas, pesimismo y confusión se arremolinaba en mi mente. La culpabilidad me carcomía desde dentro como un ácido implacable.
—He trabajado más de cuatro años en esto —murmuré en la soledad de mi habitación, como si necesitara convencer a un jurado invisible de mi valía—. ¿Y ahora no doy la medida?
Era absurdo, casi cómico. Había manejado operaciones bancarias complejas, había supervisado procesos críticos, había sido respetado por mis conocimientos técnicos. Y ahora, todo ese edificio de competencia profesional se derrumbaba porque mis dedos no podían presionar las teclas correctas en el orden adecuado.
Me levanté y caminé hasta la ventana. Afuera, Montreal continuaba su vida sin inmutarse. Personas que iban y venían, cada una sumergida en su propio universo de preocupaciones y ambiciones. ¿Cuántos de ellos estarían también atrapados en espirales de autoduda? ¿Cuántos se sentirían, como yo, traicionados por sus propias limitaciones?
Reflexioné profundamente sobre mi situación, escarbando más allá de la superficie de mi frustración inmediata. Y entendí, con una claridad dolorosa, lo que significa no haber tenido una educación adecuada, crecer sobre bases mal fundadas. Cada nuevo desafío en mi vida se convertía en un recordatorio de esos cimientos inestables.
De niño, en mi pueblo, la escuela era un lujo intermitente. Maestros que llegaban y se iban como las estaciones, aulas improvisadas donde el conocimiento se transmitía de forma fragmentada. Aprendí a leer tarde, a escribir más tarde aún. Las matemáticas eran un misterio que nunca terminé de descifrar por completo. Y sin embargo, había logrado construir una carrera, había cruzado fronteras, había sobrevivido en ciudades extranjeras. Todo ello a fuerza de voluntad, de astucia, de hambre de superación.
Pero ahora, frente a un test de mecanografía, esas viejas carencias volvían a emerger como fantasmas que se niegan a descansar. No era solo la falta de práctica o el nerviosismo del momento. Era algo más profundo, más estructural: la ausencia de esa confianza fundamental que viene de crecer sabiendo que uno tiene las herramientas necesarias para enfrentar al mundo.
—Otra vez me siento víctima de esa desgracia del destino —dije en voz alta, y mi voz resonó en el apartamento vacío.
Me serví un vaso de Ron barato, ese que guardaba para las noches en que el frío se colaba hasta los huesos. El líquido ámbar brilló bajo la débil luz de la tarde. Lo contemplé durante un largo minuto antes de beberlo de un trago. El ardor en mi garganta fue como una pequeña venganza contra mí mismo.
Mi teléfono vibró sobre la mesa. Era Ana de nuevo.
"¿Cómo va la práctica? ¿Necesitas ayuda con algo? Puedo preguntar si hay otros puestos disponibles que no requieran tanta velocidad en el teclado".
Su mensaje, tan lleno de amabilidad genuina, me provocó una mezcla contradictoria de gratitud y vergüenza. Ana seguía creyendo en mí cuando yo mismo había comenzado a dudar. Me ofrecía alternativas cuando yo solo veía callejones sin salida.
No respondí de inmediato. ¿Qué podía decirle? ¿Que después de una semana apenas había avanzado? ¿Que empezaba a considerar que quizás Montreal había sido un error, que tal vez debería haber permanecido donde estaba, en esa vida mediocre pero segura que había construido lejos de aquí?
En lugar de responder, abrí el navegador y comencé a buscar otros trabajos. Cualquier cosa serviría: lavaplatos, conserje, repartidor. Trabajos que no requirieran pruebas de habilidad, trabajos donde mis manos pudieran ser útiles sin necesidad de velocidad o precisión.
Pero incluso mientras buscaba estas alternativas, algo en mí se revelaba contra la idea de rendirme. No había vuelto a Montreal para terminar limpiando pisos o repartiendo folletos. Había regresado para recuperar algo que consideraba mío por derecho: mi lugar en el mundo bancario, mi identidad profesional, mi dignidad laboral.
El ron me calentaba por dentro, difuminando los bordes afilados de mi ansiedad. Pensé en todos los obstáculos que había superado en mi vida. El hambre real —no esa metáfora que usan los privilegiados para describir su ambición, sino la verdadera sensación de un estómago vacío durante días. La discriminación, sutil a veces, brutal otras. La soledad de ser extranjero, de estar siempre un paso atrás en la comprensión de los códigos culturales que otros dan por sentado.
Si había sobrevivido a todo eso, ¿me dejaría vencer ahora por un simple test de mecanografía?
Tomé el teléfono y respondí a Ana: "La práctica va lenta pero constante. Gracias por tu preocupación. No busco atajos ni posiciones inferiores. Conseguiré ese puesto, solo necesito tiempo".
Envié el mensaje antes de que el miedo pudiera detenerme. Era una promesa, no sólo para Ana sino principalmente para mí mismo. Una declaración de intenciones contra la corriente de dudas que amenazaba con ahogarme.
Esa noche, antes de dormir, improvisé un plan. Practicaría tres horas cada mañana, empezando por los ejercicios más básicos. Luego tomaría un descanso para almorzar y caminar, despejando la mente. Por las tardes, dos horas más de práctica, esta vez enfocándome en la precisión, no en la velocidad. Y finalmente, una hora antes de dormir, ejercicios de relajación y visualización positiva.
Me dormí con la determinación renovada de quien ha tocado fondo y ha decidido, contra todo pronóstico, que solo hay un camino posible: hacia arriba.
Pero en mis sueños, los teclados se convertían en laberintos y las letras en criaturas escurridizas que se burlaban de mis intentos por capturarlas. Me desperté varias veces, sudando a pesar del frío, atrapado entre la determinación diurna y los miedos nocturnos.
La batalla contra mis propias limitaciones apenas comenzaba. Y esta vez, a diferencia de aquellos tres minutos en Manpower, no tenía un cronómetro que marcara el final. Esta vez, el tiempo era tanto mi enemigo como mi aliado. Y estaba decidido a convertirlo en lo segundo.
Mientras mis dedos danzaban torpes sobre las teclas en aquella cafetería silenciosa, comprendí algo que me acompañaría por el resto de mi travesía: el fracaso no es la caída, sino la negativa a levantarse. Cada letra mal escrita era una pequeña victoria sobre la rendición, cada palabra completada un acto de fe en futuros posibles. En el reflejo de la pantalla, no vi ya al hombre derrotado de la mañana, sino al arquitecto obstinado de su propia reconstrucción.
Afuera, Montreal seguía siendo una ciudad de inviernos eternos. Pero adentro, en el espacio minúsculo entre mis intenciones y mis dedos, había comenzado a germinar una primavera privada que ningún cronómetro podría medir.
Escuchar el capitulo
Comentarios
Publicar un comentario