Capítulo 5 “El anuncio entre las sombras: Los que resisten bajo la nieve"

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"Las coincidencias no son accidentes, sino fragmentos de una historia que aún se escribe. Son páginas que el viento deposita en nuestras manos en el instante preciso. Aparecen como si hubieran estado esperando, señales de que el relato sigue desplegándose, de que el tiempo aún guarda capítulos por revelar."

La avenida Mont-Royal, con su inconfundible trajín de peatones y su eterna batalla contra el invierno, era mucho más que un simple recorrido: era un escenario vivo donde los encuentros tomaban forma, donde las historias se trenzaban en cada esquina y donde el frío, por más implacable que fuera, se diluía ante la calidez de una conversación. La estación de metro Mont-Royal, con su flujo constante de rostros apurados, marcaba el inicio de muchas jornadas y el punto de retorno de incontables anécdotas. Pero para mí, el verdadero corazón de esta avenida latía en un rincón discreto, donde el café humeante se mezclaba con el murmullo de las voces y la vida encontraba un ritmo más pausado: el Tim Hortons.

Ese café era mucho más que un sitio donde se servía café caliente por las mañanas y sopas humeantes en los mediodías de invierno. Era un refugio, un oasis urbano donde el frío feroz de Montreal quedaba atrapado en el cristal de las ventanas y los emigrantes encontraban, en cada sorbo, un pedacito de hogar. El Tim Hortons, con sus luces amarillas y el olor dulzón de bollería recién horneada, era la estación de paso de quienes llegaban desde lejos, cargando en la espalda las memorias de otras tierras y en el corazón el peso de un futuro incierto.

Allí se sentaban rostros curtidos por la distancia, manos endurecidas por el trabajo y miradas que aún conservaban el fulgor de ciudades lejanas. Un hombre con acento caribeño explicaba, entre gestos amplios, cómo la nieve transformaba las calles en espejos de cristal. Una mujer, con el cabello recogido en una trenza apretada, hablaba de sus hijos y del idioma nuevo que les resbalaba por la boca como agua fresca. Se compartían anécdotas, consejos, promesas... todo acompañado de un café cuya tibieza iba más allá de su temperatura: era un bálsamo, un vínculo, un testimonio de resistencia.

Las mesas de fórmica, con sus esquinas gastadas por el roce de incontables conversaciones, eran el epicentro de la vida cotidiana de quienes se reinventaban en una ciudad ajena. Cada charla era un reencuentro con algo perdido, una forma de reconstruirse lejos del hogar. En esos días de invierno de 2006, cuando el viento golpeaba la avenida Mont-Royal con la furia de un animal hambriento, las puertas del café se abrían para abrazar a los que llegaban con la piel helada pero con la necesidad urgente de sentirse parte de algo. Porque, aunque la ciudad era grande y ajena, en ese rincón acogedor, la nostalgia se transformaba en calor y la soledad, en compañía.

Para don Quico y para mí, aquel lugar era mucho más que un punto de encuentro: era un refugio contra la bruma helada de Montreal, un espacio donde el tiempo se estiraba entre relatos pausados y silencios que no necesitaban explicación. Afuera, la nieve cubría las calles con su terquedad habitual, pero adentro, el calor del café y la humanidad de quienes ocupaban las mesas hacían que el invierno pareciera más lejano, casi irreal.

Porque el Tim Hortons no era solo un café: era el cruce de caminos de quienes buscaban arraigo, el escenario de pequeñas ceremonias que daban sentido a los días, el hogar improvisado de quienes, con cada sorbo, reconstruían su lugar en el mundo. Y en ese rincón de la avenida Mont-Royal, entre el ruido contenido de la ciudad y la quietud de una taza servida con paciencia, aprendí que la vida —a pesar del frío— siempre encuentra una manera de calentar el alma.

El encuentro

Fue precisamente en una de esas mañanas invernales cuando lo encontré. Don Quico Quintero estaba en su mesa de siempre, con un periódico doblado bajo el brazo y esa chispa en los ojos que parecía burlarse del frío. El viejo café, con su luz tibia y el aroma reconfortante de granos recién molidos, se convertía en nuestro ritual improvisado. Allí, entre charlas pausadas y el roce de las cucharas contra la porcelana, tejíamos historias sin saberlo, dejando palabras suspendidas en el aire como huellas invisibles.

—Muchacho, ¿todavía estás esperando que el mundo te llame? —dijo, su acento paisa impregnando la frase con la cadencia de una copla antigua.

Sonreí y me encogí de hombros antes de sentarme frente a él, sin imaginar que aquella conversación, tan simple como el crujir de la nieve bajo mis botas, iba a cambiarlo todo.

—Mira, Salazar, aquí hay algo —dijo, desplegando el periódico con la despreocupación de quien señala una nube. Sus dedos, curtidos por años que no se cuentan, apuntaron a un recuadro pequeño, casi perdido entre anuncios de apartamentos y carros usados—. Buscan gente en una empresa para trabajar de noche, allá por el barrio Ville LaSalle. No es el sueño de nadie, pero es algo, ¿no?

Sobre la mesa de fórmica depositó el periódico gratuito 24 Horas, doblado como quien coloca una reliquia. Su dedo índice, nudoso y certero, señalaba un recuadro en la sección de clasificados: "Se solicita personal bilingüe. Experiencia no indispensable." Indicaban la dirección de la empresa sin dar nombre, un detalle curioso que ni don Quico ni yo podíamos descifrar.

—Yo no sé mucho de estas cosas —añadió con falsa modestia—, pero me acordé de usted apenas lo vi. ¿No es lo que andaba buscando?

Y ahí, en esa esquina de Montreal cubierta de nieve, entre sorbos de café y palabras que flotaban como ecos de vidas pasadas, entendí que la vida tiene un extraño modo de poner respuestas ante nosotros cuando menos lo esperamos, en el gesto de un amigo, en un anuncio olvidado entre páginas, en la forma imperceptible en que el destino nos susurra al oído.

Me quedé mirando el periódico. Afuera, la nieve seguía cayendo, pero, por primera vez en mucho tiempo, el frío no me pareció tan implacable.

El café, por primera vez en meses, me pareció realmente dulce. Algo tan simple como un recorte de periódico, tan frágil como el papel que se deshace bajo la nieve, podía contener el germen de una vida nueva. Pensé en las palabras que había escrito hacía apenas unos días, sobre los secretos bajo el manto blanco y los tesoros para quienes se atreven a excavar. Don Quico, mi vecino de larga data en el barrio Cristo Rey, sin saberlo, había hundido sus manos en la nieve correcta.

Tomé el periódico con dedos torpes, temiendo que el papel se deshiciera bajo el peso de mi mirada. Era solo un anuncio, unas líneas impresas en tinta barata, pero en ellas vi un destello, como los copos que brillan al sol antes de derretirse.

—Gracias, don Quico —murmuré. Él, con un gesto que desestimaba la gratitud, volvió a su café como si no acabara de tenderme una llave invisible.

Reflexioné sobre lo que significaba aquel gesto. Don Quico representaba esas amistades verdaderas, escasas como diamantes en la nieve. Cuántas otras se habían desvanecido, amistades que fueron como una brisa en pleno verano: refrescantes pero efímeras, presentes solo cuando el sol de la abundancia brillaba. Estuvieron a mi lado únicamente cuando tenía dinero, evaporándose con la llegada de las nubes negras de la necesidad. Sin embargo, en el crisol de la vida, aprendí a valorar aquellas que permanecen a tu lado en las buenas y en las malas, pues son ellas las que realmente iluminan el camino con su lealtad inquebrantable. Don Quico era una de esas luces constantes en mi invierno canadiense, dándome no solo aquel anuncio sino también, junto con Manuel y Ernesto Mira, las claves para poder traer a mi familia desde México.

La oportunidad

La noticia me la dio un viernes y el sábado eran las entrevistas. Un abismo de tiempo en esta ciudad donde los minutos se amontonan como nieve. Pero, por primera vez en meses, la espera tenía un rumbo.

Manuel González, mi compañero de silencios y refugio, me acompañó a prepararme. En un McDonald's del barrio, entre papas fritas y risas que desafiaban al viento, me ayudó a ensayar respuestas en un inglés que sonaba a esfuerzo.

—Tú puedes —me dijo, con esa fe que solo tienen los que han cruzado fronteras.

Sus palabras, como las de don Quico, se quedaron conmigo, tejiendo un puente frágil entre la duda y la posibilidad. Manuel no solo me brindó apoyo moral; me había ofrecido un cuarto en su apartamento donde vivir mientras me organizaba de nuevo, un gesto de generosidad que jamás olvidaré.

El día de la entrevista, el invierno pareció apretar con más fuerza. Caminé hasta el inmenso edificio gris del barrio LaSalle bajo una ventisca que mordía la piel, con el currículum arrugado en el bolsillo y el eco de Ernesto Mira en la cabeza. La noche anterior, en una charla breve, él me había dicho:

—Aquí nadie te regala nada, pero si perseveras, la ciudad te hace un lugar.

Sus ojos serenos, curtidos por un exilio que no nombra, me dieron el empujón que necesitaba. Ernesto, el salvadoreño antiguo consejero de migración, igual que don Quico, me había mostrado los caminos para traer a mi familia desde México, guiándome con paciencia por los vericuetos de la burocracia canadiense.

Me presenté a la entrevista quince minutos antes de la hora señalada. El frío mordía las mejillas, pero por dentro un calor desconocido me recorría las venas. Vestía mi único traje decente, ese que había cruzado fronteras conmigo y que guardaba como testimonio de otra vida. Mientras esperaba en la recepción, recordé las palabras de don Quico aquella mañana en el Tim Hortons:

—¿Ve? Así es la vida aquí: primero te congela hasta los huesos para ver si aguantas, y luego, cuando ya no esperas nada, te lanza un puñado de brasas para que te calientes las manos.

La entrevista fue breve. Mis conocimientos de francés eran básicos pero suficientes, y mi inglés, pulido en las noches de insomnio con libros prestados, resultó más que aceptable.

—Ahora procederemos a comprobar su habilidad con el teclado —dijo el entrevistador.

Ya esta experiencia la había vivido antes, en otro intento fallido. Esta vez no podía fallar. Estaba preparado. La prueba duró apenas tres minutos, sin un solo error. Cuando el encargado de recursos humanos me dijo "puede empezar el lunes", sentí que algo se desanudaba en mi pecho. No era felicidad, aún no; era algo previo, más primitivo y esencial: la sensación de que el suelo bajo mis pies empezaba, por fin, a solidificarse.

Un detalle curioso me sorprendió al salir: resultó ser, sin saberlo y por coincidencia, el mismo empleo al que ya había postulado antes a través de Manpower. Las vueltas que da la vida, pensé, mientras guardaba el papel con la hora de entrada para el lunes.

Esa tarde, de regreso a mi habitación alquilada en el apartamento de Manuel, me permití una pausa larga en el tiempo. Agradecí en silencio a esos tres hombres: a don Quico, por su intuición generosa; a Manuel, por su hospitalidad sin condiciones; y a Ernesto Mira, por su guía sabia. Cada uno, a su modo, me había tendido una mano, y entre los tres me habían dado las herramientas —concretas y simbólicas— para empezar a reconstruirme.

Hoy, mientras la nieve insiste en su melodía muda, me pregunto si las huellas que dejamos en las tardes compartidas siguen ahí, disueltas en el aire, escondidas en las paredes tibias del café, en la madera de la mesa donde apoyábamos los brazos. ¿Será que el invierno recuerda nuestras charlas, que el aroma de los sancochos aún vive en algún rincón de la memoria de esta calle?

La vida, como la nieve que cae sin pausa, parece borrar algunas cosas, pero si uno sabe dónde mirar, descubre que nunca desaparecen del todo. A veces el destino no llega con estruendo, sino envuelto en la modestia de un gesto sencillo. Un periódico gratuito, una frase dicha al pasar, una taza de café compartida. Y, sin embargo, esas pequeñas cosas, ofrecidas desde el corazón, pueden cambiarlo todo.

Reencuentro en el Norte

Noviembre desplegaba su manto gris sobre Montreal cuando yo, habitante recién estrenado de aquellas latitudes severas, batallaba contra la geometría imposible del sistema migratorio canadiense. Apenas unos meses habían transcurrido desde mi regreso de México, tiempo en que mi alma se había convertido en un péndulo oscilando entre la esperanza tímida y el desaliento voraz. Cada amanecer me encontraba tejiendo la misma red: oficinas burocráticas donde el tiempo se congelaba, formularios que se multiplicaban como células enfebrecidas, y ese constante husmear entre las grietas de la legalidad buscando lo que los poetas llamarían una posibilidad y los pragmáticos, un resquicio.

El invierno comenzaba a desperezarse sobre la ciudad mientras yo descifraba aquella ecuación de variables crueles: cuarenta y dos mil dólares anuales, cifra que el sistema había tallado en piedra como requisito para reunirme con los míos. Era un horizonte que se alejaba con cada paso que daba hacia él. Ni siquiera el sudor acumulado de dos trabajos simultáneos lograba acercarme a ese número que brillaba como una estrella inalcanzable en el firmamento burocrático. La desesperanza, esa vieja conocida de los inmigrantes, comenzaba a filtrarse en mi cotidianidad como el viento helado que se cuela por las rendijas de las ventanas mal selladas.

Ernesto Mira no fumaba, y aunque la ciudad lo veía errante en sus caminatas solitarias, su refugio verdadero estaba en los días de verano, cuando el sol alargaba las sombras y el viento dejaba de ser enemigo. Era entonces cuando los parques se volvían su dominio, su territorio compartido con otros viajeros del tiempo y del recuerdo. Las reuniones no eran solo encuentros para beber; eran una tregua entre la vida y la nostalgia, un espacio donde el calor de la estación mitigaba los inviernos que llevaban en el alma.

En esas tardes doradas de Montreal, los bancos de los parques se convertían en trincheras de conversación, en escenarios improvisados donde se hablaba de lo vivido y lo perdido, de los sueños que alguna vez fueron certezas. Mira, con su risa contenida y su mirada de quien ha visto más de lo que cuenta, se dejaba envolver por la algarabía de su grupo, compartiendo botellas como si fueran testigos de una historia que solo ellos entendían.

El verano, con su luz generosa y su aire tibio, les daba permiso para olvidar por un instante el peso de los días grises, les otorgaba el alivio de una temporada sin prisas, sin demasiadas preguntas. Y así, entre brindis improvisados y charlas que nunca tenían principio ni fin, Mira y sus amigos hacían del verano una estación distinta, una pausa en el andar implacable de la ciudad. Porque, aunque las hojas caerían y la nieve regresaría a cubrirlo todo, en esos días soleados, el tiempo les pertenecía, y la vida era, por un instante, suya.

El consejo salvador

El escenario de nuestro encuentro no podía ser más canadiense en su prosaica autenticidad: un Tim Hortons en la calle Jean-Talon, uno de esos templos del café mediocre donde la vida sucede entre conversaciones susurradas y el tintineo de cucharillas contra porcelana barata. Las mesas, brillantes de jarabe derramado, eran testigos silenciosos de miles de historias similares a la mía. Allí aguardé, con la impaciencia habitando mis dedos inquietos.

Ernesto apareció como una aparición de otro tiempo: su andar era el de un barco mecido por mareas invisibles, y su voz —curtida por el humo y las madrugadas— parecía emerger desde cavernas profundas. Sin embargo, cuando aquellos ojos enrojecidos me miraron directamente, percibí en ellos la lucidez afilada que solo poseen quienes han sobrevivido navegando entre los arrecifes del sistema.

—Mire, amigo —me dijo, y sus palabras tenían el peso de las verdades que no necesitan adornos—, en este momento Canadá no exige visa a los mexicanos. Pero ese paraíso tiene fecha de caducidad. En febrero de 2007 la van a imponer, tan seguro como que el invierno regresa cada año. Aproveche ahora. Dígales que vengan a pasar la Navidad en familia. Que digan eso, nada más. Las palabras más simples son las que menos sospechas despiertan.

Su consejo brilló ante mí como esas luces septentrionales que danzan en los cielos árticos. De pronto, el laberinto tenía una salida. No esperé que la duda regresara a visitarme; movilicé cada recurso disponible, vendí lo que no necesitaba, compré los boletos como quien adquiere amuletos de salvación, y orquesté la narrativa oficial con la meticulosidad de un director de escena.

Y así, en un día que guardaré en el relicario de mi memoria, el 15 de diciembre de 2006, contemplé cómo descendían por aquella manga aeroportuaria mis amores terrenos: envueltos en abrigos prestados como mariposas en capullos improvisados, las mejillas encendidas por el beso helado del invierno quebequense, los ojos brillantes de lágrimas contenidas y esperanza desbordada. Portaban en sus maletas no solo ropas y recuerdos, sino el futuro que comenzábamos a escribir juntos.

Esa Navidad, mientras afuera los copos de nieve transformaban Montreal en una postal viviente, nosotros celebramos no un milagro divino, sino el resultado tangible de haber escuchado una voz inesperada en la geografía urbana donde menos lo esperaba. A veces, comprendí entonces, la salvación no desciende del cielo sino que emerge de las esquinas olvidadas de la ciudad, pronunciada por labios improbables.

Y mientras el año viejo se despedía entre brindis y promesas, supe que nuestra historia apenas comenzaba a escribirse en la blanca página del norte.

La verdadera cara del exilio

Esa Navidad de 2006, compartida al calor de una sopa humeante y miradas que hablaban más que las palabras, fue un respiro en medio de la tormenta. Pero no fue un final feliz. Fue apenas una tregua, una bocanada de aire antes de sumergirme de nuevo en las aguas inciertas de la vida.

Porque el verdadero rostro del exilio no se muestra en los momentos de llegada o de abrazos efímeros. Se revela después, cuando se apaga la algarabía y regresa el silencio. Cuando la ciudad —ajena, hermosa y despiadada— te enfrenta con su invierno sin concesiones, y el alma tiene que aprender a resistir.

Una de las lecciones más duras que aprendí como emigrante fue la implacable necesidad de seguir adelante, incluso cuando por dentro todo se ha hecho pedazos. La vida no se detiene por nuestro dolor, ni por nuestras dudas, ni por el cansancio acumulado de tantas batallas invisibles. Allá afuera, las calles siguen cubriéndose de nieve, los relojes no se detienen, las cuentas vencen, los trámites se acumulan, y uno debe continuar.

Montreal, en esos meses, se convirtió en un espejo fiel de ese combate. Las aceras congeladas exigían atención en cada paso, como si el más mínimo descuido pudiera derribarte no solo al suelo, sino a ese abismo interior donde la esperanza empieza a cuartearse. El viento atravesaba capas de ropa y también la determinación. El cielo encapotado parecía aplastar los pensamientos, y el idioma —tan ajeno aún— se volvía un muro más que escalar cada día.

El desarraigo, ese monstruo silencioso, se manifestaba en los pequeños gestos: no saber a quién llamar, no tener adónde volver cuando algo fallaba, no contar con un sistema de apoyo cuando la tristeza acechaba sin motivo aparente. Nadie te prepara para eso. De niños nos nutren con cuentos de redención, con finales felices, con héroes que siempre triunfan. Pero emigrar —dejarlo todo para comenzar de nuevo en una tierra que no te espera— te arranca esas ficciones con la misma frialdad con la que cae la nieve sobre el concreto.

La supervivencia no es heroica. Es discreta, solitaria, agotadora. Es fingir normalidad en la oficina cuando por dentro sientes que te estás desmoronando. Es traducir documentos en la madrugada mientras el cuerpo pide descanso. Es hacer cuentas que nunca cuadran. Es buscar calor humano en una ciudad de pasos apurados y miradas esquivas.

Y sin embargo, resistimos. Los que hemos cruzado fronteras sabemos de qué está hecha esa fuerza silenciosa. Aprendemos a inventarnos familia en los rostros nuevos, a convertir una habitación prestada en un refugio, a sostenernos con palabras propias cuando no hay eco afuera. Entendemos que la resiliencia no siempre se celebra; a veces solo se sobrevive.

Aquella Navidad me recordó por qué valía la pena seguir. Fue la luz cálida en medio del páramo. Pero tras el abrazo y la dicha fugaz, el invierno siguió su curso. Y yo, con el corazón repartido entre dos geografías, empecé a entender que el verdadero desafío del emigrante no está en llegar, sino en quedarse... y construir sentido entre los escombros del desarraigo.

Las noches de resistencia

La lucha cotidiana no tiene la épica de los relatos heroicos, ni la visibilidad de las grandes hazañas. Se libra en lo oculto, en la rutina, en las márgenes del reloj. Y para los que llegamos con las maletas cargadas de incertidumbre, esa lucha suele comenzar cuando los demás duermen.

Así me ocurrió cuando conseguí aquel turno de noche, semanas después de que mi familia llegara. Mientras la ciudad descansaba envuelta en su letargo invernal, yo emprendía mi jornada bajo luces frías y vigilancias implacables. Me tocaba estar de pie toda la noche, sin tregua, sin espacio para la distracción. Vigilante, atento, obediente a un sistema de control que exigía más que esfuerzo físico: pedía silencio, disciplina y una suerte de invisible obediencia.

Las medidas de seguridad eran tantas que me sentía a veces más prisionero que empleado. Entrar y salir requería códigos, tarjetas, protocolos. Había cámaras en cada rincón, y un aire constante de sospecha que se colaba como el viento helado por debajo de las puertas. A veces, el cansancio era tal que debía concentrarme en mantenerme erguido, como si el cuerpo quisiera rendirse al suelo mientras el alma flotaba en un letargo denso. No había margen para la debilidad.

Pero lo más duro no era el sueño, ni el frío que se metía por los huesos cuando cruzaba la madrugada hacia casa. Lo verdaderamente agotador era la sensación de invisibilidad. Nadie ve al que trabaja de noche. Nadie celebra al que sostiene lo cotidiano mientras el mundo duerme. Uno se vuelve parte del decorado, como el mobiliario o los sensores: presente, necesario, pero imperceptible.

Cada noche era una prueba. Y no por lo que hacía, sino por lo que debía callar. Por dentro, mi mente tejía preguntas: ¿cuánto tiempo más así? ¿Cuándo podré respirar sin que todo pese? ¿Dónde quedó aquel sueño que me trajo hasta aquí? Pero no había tiempo para detenerse. En el mundo del emigrante, detenerse puede significar perderlo todo.

Afuera, la ciudad seguía envuelta en su invernada de silencio. Las calles eran un tapiz blanco y desolado, y los ventanales de los edificios parecían mundos cerrados a cal y canto. A veces, al salir, me detenía unos segundos a contemplar la luna filtrándose entre ramas desnudas. En ese gesto mínimo, casi un acto de fe, encontraba una pizca de sentido. Porque incluso en medio de tanta dureza, yo sabía que resistir también era construir. Que aquella noche, como tantas otras, era un peldaño más en la larga escalera del arraigo.

Y así pasaron los meses, entre noches que me moldeaban por dentro y días que apenas me ofrecían descanso. Pero algo en mí se fortalecía, como si la misma dureza del camino me forjara una nueva piel. Porque en el corazón del exilio, comprendí que no hay mayor gesto de dignidad que seguir de pie... incluso cuando todo a tu alrededor quiere verte caer.

El cimiento de un nuevo hogar

Aquel diciembre de 2006 quedó tatuado en mi memoria con tinta indeleble. No solo porque logré reunir a mi familia, sino porque descubrí que el exilio no se mide únicamente en distancias o en idiomas desconocidos, sino en la fuerza silenciosa con que uno se enfrenta a la noche —esa que cae afuera y también la que se instala adentro.

Fue un tiempo de sobrevivir sin quejarme, de silenciar el dolor para no inquietar a los míos, de sostenerme en pie cuando el cuerpo pedía rendirse. Pero también fue el momento en que comprendí que no estaba solo. Había comenzado a levantar, aunque con manos temblorosas, los cimientos de un nuevo hogar.

Porque en el fondo, incluso los inviernos más crueles terminan por ceder, y uno aprende —casi sin notarlo— a amar también el frío que forja y depura, el que nos enseña a resistir con dignidad. Y así, con los pies congelados pero el corazón entero, me preparé para lo que vendría después: no solo sobrevivir, sino comenzar a construir.

Porque a veces, cuando creemos haber conquistado la tormenta, descubrimos que apenas era el preludio de un temporal más feroz. Y en mi caso, ese temporal tenía nombre propio y venía envuelto en el papel membretado de las autoridades migratorias.

Pero esa noche, mientras observaba a mi familia dormida bajo el techo que tanto me había costado conseguir, comprendí que esta vez la batalla sería distinta. Ya no era el recién llegado que temblaba ante cada formulario. Había aprendido el lenguaje invisible de la supervivencia, ese dialecto que solo entienden quienes han cruzado abismos —y desde la orilla opuesta, descubren que lo imposible, a veces, es solo una palabra que el tiempo termina por desmentir.

"Los grandes cambios siempre vienen acompañados de una fuerte sacudida. No es el fin del mundo. Es el comienzo de uno nuevo..."

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