Capítulo 8: El territorio sin fronteras
Capítulo 8
El territorio sin fronteras
«Existen lugares que nunca aparecerán en los mapas, territorios que no se pueden medir con coordenadas ni registrar en libros de geografía. Son espacios invisibles para los cartógrafos, pero muy reales para quienes los han habitado: los territorios de la infancia. Se crean con los pasos de los niños, con juegos improvisados y risas que borran cualquier frontera. En ellos, la pertenencia no depende de documentos ni límites físicos, sino de la magia compartida en cada aventura.»La frontera invisible
Nícola era el propietario de los dos apartamentos del edificio de la calle Fabre. Vivía en el primer piso, justo debajo de nosotros. Su figura, siempre erguida pero temblorosa, se movía por los pasillos con la lentitud melancólica que el mal de Parkinson comenzaba a imprimir en sus gestos. Manuel, nuestro amigo y anfitrión, había sido testigo de la muerte súbita de su esposa, una tragedia que lo había sepultado aún más en el territorio silencioso de su soledad.
Su principal característica era su intolerancia al ruido y a las visitas. Cada paso fuera de horario, cada carcajada infantil, cada voz que se filtraba por las paredes delgadas, era para él una afrenta personal. Mantenía la reja del patio trasero cerrada con llave, y su advertencia colgaba como una sentencia inapelable: «Prohibido pasar». El corredor que conectaba el hogar con la ruelle era un territorio vedado, un umbral que los niños solo podían contemplar desde la distancia prohibida.
En ese ambiente, el cielo parecía más bajo—no porque los niños pudieran tocarlo con los dedos, sino porque el techo de la paciencia ajena les caía encima como una losa invisible. Los árboles del patio no se inclinaban para susurrar secretos, sino que se encorvaban bajo el peso de la melancolía de quienes los observaban desde la lejanía. Las cercas no crujían por estar vivas, sino por estar hartas de dividir: del lado de acá, la nostalgia; del lado de allá, la libertad inalcanzable.
Mauricio, con apenas cinco años y los ojos aún llenos de México, pasaba horas pegado a la ventana. Desde allí, contemplaba el espectáculo de una infancia que no le pertenecía: los niños del vecindario armando repúblicas de risas y carreras en la ruelle, chapoteando en la piscina inflable de la familia de enfrente. El agua azul refulgía bajo el sol como una promesa tan hermosa como inalcanzable.
—Papá, ¿puedo bajar a jugar?—me preguntaba con esa voz que solo tienen los niños cuando ya conocen la respuesta, pero aún guardan la esperanza como una moneda tibia en el fondo del bolsillo.
Pero la respuesta siempre era la misma: la reja de Nícola seguía cerrada, y sus palabras, tan frías como el metal, levantaban murallas invisibles entre el deseo y la realidad.
La llave del reino
El destino—que a veces escribe con tinta de tragedia y otras con la calidez de una segunda oportunidad—decidió cambiar el rumbo de nuestra historia aquel invierno. Nícola falleció en silencio, llevándose consigo sus llaves y sus silencios perpetuos. Su único hijo, práctico y distante como quien nunca aprendió el idioma de los afectos, nos entregó una carta de desalojo: necesitaba el apartamento para sí mismo.
Otra vez las maletas, otra vez la incertidumbre que sabía a metal frío en la boca. Pero la vida, en su misteriosa generosidad, nos puso en el camino a don Lucio, un vecino boliviano que vivía a dos casas de distancia. Lucio también había llegado como refugiado años atrás, pero gracias a su esfuerzo y trabajo en una empresa de camiones, ya era dueño de dos apartamentos que relucían como emblemas de la perseverancia hecha realidad.
Cuando supo de nuestra situación, no dudó en ofrecernos su vivienda disponible. Era un segundo piso, con una vista directa a la piscina de los niños, ese lugar mágico hasta entonces prohibido para Mauricio. El alquiler era casi el doble, pero bastó ver la mirada de mi hijo, clavada en el agua turquesa y las risas lejanas que flotaban como promesas, para saber que no había vuelta atrás.
Don Lucio entendía—quizás por haber criado a sus propios hijos en esa misma calle—que la infancia es un territorio sagrado que no debe ser pisoteado por las amarguras de los adultos. Cuando Manuel le explicó nuestra urgencia, sus ojos se iluminaron con comprensión.
—Por supuesto que pueden pasar por el terreno para llegar a la ruelle—dijo, entregándonos la llave con una sonrisa que sabía a generosidad pura—. Eso lo ponemos en el contrato. Que el niño juegue.
Aquella llave no era solo un pedazo de metal: era el pasaporte al país de los juegos compartidos, el talismán que transformaría las lágrimas de frustración en carcajadas de victoria, la pequeña herramienta que abriría las puertas de un reino donde la felicidad no necesita visa ni permiso.
El primer día de libertad
La primera mañana en el nuevo apartamento, Mauricio bajó las escaleras con un balón bajo el brazo y la llave repiqueteando en el bolsillo como un corazón de metal que latía de alegría. No llevaba escudo ni corona, pero tenía la bendición de un adulto que entendía que los niños necesitan correr, gritar y ser felices sin pedir disculpas por existir.
Los otros niños ya lo esperaban, como si el destino hubiera tejido una red invisible para anunciar su llegada: Morgan, Maxime, Elías y el pequeño Noha lo recibieron con el lenguaje universal de la infancia: una pelota que rueda, una risa que estalla, una mano que se extiende sin pedir explicaciones ni credenciales.
Desde la ventana, los adultos mirábamos la escena con el corazón apretado, sabiendo que ese país una vez fue nuestro, aunque ya hubiésemos olvidado la contraseña secreta. La piscina dejó de ser un espejismo inalcanzable y se convirtió en el corazón palpitante de las tardes de verano. Mauricio se zambullía en esas aguas como quien recupera un sueño largamente aplazado. Cada chapuzón borraba un día de exilio; cada risa escribía una nueva página en el libro de su infancia al fin recuperada.
El ángel de cuatro patas
Fue como si el universo, queriendo compensar los meses de encierro y nostalgia, nos enviara un regalo inesperado: Candy. Era una perrita pequeña, de pelaje dorado como miel de abejas y ojos chispeantes como estrellas diminutas, que llegó a nuestra vida envuelta en la urgencia de una amiga de Manuel, quien debía viajar a Colombia y no tenía con quién dejarla.
Manuel, que nunca se había considerado un amante de los animales, aceptó el reto casi sin pensarlo, como quien acepta un desafío que el corazón ya ha decidido ganar. La casa se llenó de una energía nueva desde el primer día. Candy corría por los pasillos como un rayo de sol hecho carne, saltaba sobre las camas como un pequeño acróbata y perseguía cualquier pelota que se le cruzara en el camino. Su alegría era contagiosa como la risa de los niños, su lealtad, absoluta como la fe.
Mauricio se enamoró de Candy en el acto. La seguía por todas partes, compartía con ella secretos y juegos, y por primera vez desde nuestra llegada, sus ojos brillaban con esa chispa que solo los niños conocen cuando la vida les regala una amistad inesperada y perfecta.
Las tardes se llenaron de aventuras épicas narradas en lenguaje de ladridos y risas. Candy se convirtió en la reina de la ruelle. Los niños la adoptaron como mascota oficial de su república secreta. Corría entre las bicicletas como un cometa dorado, perseguía pelotas con la dedicación de un atleta olímpico y se dejaba abrazar por cualquiera que necesitara consuelo. Era la directora de los juegos, la guardiana de los secretos infantiles, la terapeuta de cuatro patas que curaba cualquier tristeza con un simple movimiento de cola.
Manuel, fiel a su promesa y sorprendido por sus propios sentimientos, asumió su nuevo rol de paseador oficial. Cada mañana y cada tarde, salía con Candy a recorrer el barrio. Al principio lo hacía con cierta distancia, pero poco a poco la perrita fue ablandando su corazón como agua tibia que derrite el hielo. Una tarde, mientras la paseaba por el parque cercano, Manuel confesó en voz baja, casi para sí mismo:
—Nunca pensé que un animal pudiera cambiar tanto el ambiente de una casa.
Candy también nos regaló momentos inolvidables como perlas ensartadas en el collar de la memoria. Un domingo, organizamos una excursión al cerro del Mont-Royal. Subimos todos juntos, llevando una canasta de picnic y la promesa de una tarde diferente. Mauricio y Candy corrían por los senderos, desaparecían entre los árboles como duendes traviesos y reaparecían más adelante, él con las mejillas encendidas por el ejercicio, ella con la lengua afuera y la felicidad latiendo en cada salto.
En la cima, nos sentamos a contemplar Montreal extendida bajo nuestros pies como un tapiz de vida y sueños. Candy se acomodó junto a Mauricio, ambos mirando el horizonte como dos exploradores que han conquistado una cima secreta. En ese instante, comprendí que la felicidad, a veces, tiene forma de perrita dorada y de niño que ha recuperado el derecho a correr sin límites.
Los tres meses con Candy pasaron volando como hojas en otoño. Cuando su dueña regresó, la casa se llenó de un silencio inesperado, como cuando se apaga una música que no sabíamos que estaba sonando. Mauricio abrazó a Candy por última vez y, con la voz temblorosa pero firme, le susurró:
—Gracias por ser mi amiga, Candy. Nunca te voy a olvidar.
Manuel, que había aprendido a quererla en silencio, acarició su cabeza con ternura. Candy se fue como había llegado: dejando tras de sí el eco de sus ladridos y una estela de alegría que transformó para siempre nuestro hogar en un lugar donde los milagros pequeños eran posibles.
El banquete de los idiomas
El verano avanzaba, y la ruelle se convertía cada día en un país sin fronteras, una nación inventada donde los pasaportes eran sonrisas y las leyes se escribían con tiza de colores. Un sábado, Bruno, el padre de Maxime y Morgan, regresó de un viaje largo. Apareció en el patio trasero con la ropa aún impregnada del aroma de otros continentes. Se detuvo en la frontera invisible entre la casa y la ruelle y observó a los niños con la mirada de quien redescubre un país que creía perdido.
Allí estaban sus hijos, convertidos en ciudadanos oficiales de ese reino donde las reglas no se escriben, se sueñan. Mauricio, con las rodillas raspadas y la voz recién llegada del otro lado del océano, ya era uno de ellos con plenos derechos y privilegios.
Geneviève, la madre de Noha, apareció con una jarra de limonada que brillaba como un elixir poderoso capaz de curar cualquier sed del alma. Norah, con el misterio de los desiertos africanos brillando en la mirada, trajo makroudh tibio que olía a casa y a abuela, y Morgan bajó corriendo con una caja de galletas que exhalaban el perfume inconfundible del hogar.
Los niños se sentaron sobre una manta tendida en el suelo, como si repitieran un rito milenario que conectaba todas las infancias del mundo. Mauricio probó un bocado y cerró los ojos: el dulce supo a secreto compartido, a amistad que trasciende las barreras del idioma. Noha, el más pequeño, mordió una galleta y dijo con la voz llena de luna y nostalgia:
—Comme chez grand-maman.
Luego preguntó, con esa curiosidad pura que solo tienen los niños:
—¿Por qué tu mamá dice «mi amor» y Norah dice habibi? ¿Es la misma cosa?
Mauricio sonrió, mirando a sus amigos con la sabiduría precoce de quien ha aprendido que el amor habla todos los idiomas:
—Es la misma cosa. Solo que en diferentes músicas.
Y así, entre sabores que curaban la nostalgia, palabras prestadas de mil idiomas y el murmullo del viento que traía ecos de lugares lejanos, fundaron su país. Un país hecho de bicicletas, meriendas y abrazos breves. Uno sin mapas, donde los adultos solo pueden entrar si recuerdan cómo era tener barro en los zapatos y un monstruo bueno debajo de la cama.
La gran aventura del dedo vendado
Era una tarde de septiembre, cuando el viento jugaba a despeinar árboles y las hojas doradas bailaban su despedida melancólica antes de entregarse al suelo. Los niños recorrían la ruelle en bicicleta, explorando cada rincón de su territorio secreto como expedicionarios en busca de tesoros invisibles.
Yo dormía la siesta profunda de quien trabaja de noche, cuando un grito me despertó de golpe, cortando el aire como un cristal que se rompe. Corrí descalzo hasta la calle y encontré a Mauricio en el suelo, rodeado por el círculo protector de sus amigos. Elías sostenía la bicicleta volcada como quien sostiene un animal herido, Morgan tomaba la mano de Noha para que no se acercara demasiado, y Maxime miraba con los ojos muy abiertos, reflejando esa mezcla de fascinación y miedo que solo los accidentes infantiles pueden provocar.
Me arrodillé junto a Mauricio, sintiendo cómo el corazón se me aceleraba con esa angustia particular de los padres.
—Papá...—sollozó, aferrándose a mí como quien se agarra a un salvavidas.
Había intentado frenar con el pie y su zapato quedó atrapado entre los radios de la rueda trasera. La uña del dedo gordo sangraba, levantada como una puerta a medio abrir que revelaba secretos dolorosos.
Lo tomé en brazos y fuimos al hospital, navegando por las calles de Montreal mientras él contenía las lágrimas con esa valentía particular de los niños heridos. Una enfermera con ojos chispeantes nos recibió, y tras un poco de teatro médico con una jeringa gigante que parecía más amenazante que efectiva, curó la herida con ternura y humor.
—Los accidentes son el precio de la libertad—nos dijo mientras vendaba el dedo con la delicadeza de quien envuelve un regalo frágil—. Mejor un niño con cicatrices que un niño con miedo.
De regreso, Mauricio mostraba su dedo vendado como una medalla de honor, como un veterano de guerra que exhibe sus condecoraciones. Los otros niños lo rodearon con admiración genuina, tocando el vendaje con reverencia. Esa noche, mientras lo ayudaba a dormir, me preguntó:
—Papá, ¿los otros niños también tienen historias de accidentes?
Sonreí, recordando mis propias cicatrices de la infancia.
—Oh, sí. Y cada una es una gran aventura que se convierte en historia.
La república de los niños
Mientras los adultos cargábamos con el peso de nuestras historias migratorias, enfrentando formularios interminables, acentos que corregir y credenciales que demostrar ante burocracias implacables, nuestros hijos habían descubierto un territorio mucho más simple y profundo: la verdadera ciudadanía de la infancia.
No se necesitaban documentos ni permisos de residencia. Se conquistaba con los pies descalzos corriendo por la ruelle, en cocinas prestadas donde las recetas sabían a memoria de abuela, en risas que atravesaban cualquier frontera burocrática como pájaros que vuelan sin visa.
Habían fundado su propia república, con leyes no escritas pero inquebrantables como mandamientos sagrados: el turno para el columpio se respetaba como un pacto sagrado; las lágrimas se secaban entre todos, sin preguntas incómodas; nadie quedaba fuera de la merienda, sin importar el pasaporte que sus padres guardaran en los bolsillos del abrigo de invierno.
Cuando el frío llegó y la ruelle se transformó en un pasillo blanco donde las pisadas crujían como papeles arrugados, Joel construyó su legendario tobogán de nieve. Cada día era más grande, más audaz, más desafiante, alimentado por la imaginación colectiva y la paciencia infinita de los adultos que habían aprendido que la felicidad infantil es contagiosa cuando se la deja crecer en libertad.
Los niños se deslizaban por la montaña blanca, gritando en una mezcla de idiomas que solo ellos entendían, creando su propia lengua franca hecha de emociones puras. Giselle había decorado el tobogán con banderas de todos los países representados en nuestro pequeño universo, transformándolo en un símbolo de la hermandad universal que solo los niños saben construir sin esfuerzo.
Mauricio celebraba en español, consolaba en francés y reía en ese idioma universal que todos los niños del mundo comparten cuando la alegría los desborda y no encuentran palabras suficientes para expresar la enormidad de estar vivos.
En el calor de nuestro apartamento, mientras el invierno dibujaba cristales en las ventanas y los niños planeaban la próxima aventura en el idioma entreverado de la amistad verdadera, comprendí algo que a los adultos nos toma décadas descifrar:
Las raíces no necesitan hundirse profundo en una sola tierra para crecer fuertes. Se puede ser de muchos lugares al mismo tiempo sin traicionar ninguno. Los territorios más hermosos son aquellos que se construyen sin fronteras, con ladrillos de afecto y cemento de comprensión mutua.
Porque al final, mientras nosotros, los mayores, seguíamos preguntándonos de dónde veníamos y hacia dónde íbamos, nuestros hijos ya habían encontrado la respuesta más simple y compleja al mismo tiempo: venían del amor y se dirigían hacia más amor. Y en el camino habían aprendido que hogar es cualquier lugar donde alguien te espera con una sonrisa y un pedazo de merienda.
El regreso eterno
Cuando veo a Mauricio correr por el callejón de nuestro barrio en Montreal, persiguiendo mariposas invisibles entre los muros de ladrillo que guardan secretos de otras vidas, siento que el eco de mi infancia resuena en mi pecho como una campana antigua. Por un instante, él y yo somos el mismo niño: descalzo, curioso, libre, explorando un mundo que aún no termina de descifrar pero que abraza con los brazos abiertos de la confianza.
Él no habla todavía el idioma de este país, pero eso no le impide reír, inventar juegos ni hacer amigos con la facilidad de quien conoce el código secreto de la humanidad. La infancia es un idioma universal, tan antiguo como el aroma de las guayabas maduras en la Hacienda Dinamarca. Así como yo descifraba los secretos de los árboles y las quebradas, Mauricio descifra los códigos de la amistad a través de miradas, carreras y carcajadas compartidas.
A veces, mientras lo veo jugar, me parece que la brisa trae consigo el murmullo de los cafetales y el perfume de la tierra húmeda de mi niñez. Es como si la hacienda se hubiera estirado a través del océano para envolverlo en su magia, susurrándole al oído que no tema a lo desconocido, que la felicidad se encuentra en la complicidad de una mirada o en la risa compartida, aunque no se entiendan las palabras.
La infancia es la patria secreta que se nos esconde cuando nos volvemos serios, pero que nunca nos abandona del todo. Es un país diminuto y vasto a la vez, donde el tiempo no obedece relojes y las fronteras se dibujan con tizas de colores. Allí, una flor invisible custodia el centro del jardín, los charcos son océanos navegables y las piedras, islas misteriosas pobladas por criaturas que solo los niños pueden ver.
Si alguna vez nos sentimos perdidos, si todo parece árido y sin sentido, quizás sea hora de sentarnos en silencio, como lo haría un niño en medio del desierto, y preguntarle al alma, muy bajito: «¿Dónde está tu flor? ¿Dónde dejaste tu dibujo de cordero? ¿Dónde guardaste el rugido de tus monstruos buenos?»
Solo entonces, tal vez, volvamos a ver con claridad, y recordemos que, en el fondo, la infancia nunca nos abandona: solo espera, paciente, a que volvamos a buscarla con las manos abiertas y el corazón dispuesto a la maravilla.
«Las memorias cobran vida plena cuando se convierten en diálogo. Cada historia que comparto busca encontrar eco en las suyas, cada recuerdo anhela despertar otros recuerdos.»
Video de Maury y Candy
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Don Abel, definitivamente los niños nos enseñan a vivir felices, pero cuando dejamos de ser niños, empieza nuestro calvario. Muy bueno este capítulo me gustó y me enseñó,me transportó y gracias a Dios estoy también viviendolo con mis nietos hermosa etapa de nuestra vida.
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