Capítulo 9: "Memorias de un sobreviviente profesional"
«Hay hombres que nacen con la extraña gracia de ser inmortales sin saberlo. No porque escapen a la muerte —todos la encontramos—, sino porque cada vez que ella los visita, se confunde de dirección y se lleva a otro.»
Manuel González pertenecía a esa rara clase de personas difíciles de explicar: un sobreviviente nato, como un gato que siempre encontraba la forma de caer de pie, incluso cuando todo parecía perdido. Daba la impresión de haber salido de un cuento lleno de sorpresas, escrito por alguien con mucha imaginación. Su vida, llena de episodios increíbles, avanzaba como si la guiara una voz antigua, hecha de recuerdos y emociones. Nunca buscó llamar la atención ni dejar huella, pero la vida misma se encargaba de recordarlo, como uno recuerda los objetos que nos dan suerte en los más duros momentos.
Cuando evoco a Manuel González —el joven mesero de los años 70's de las heladerías itagüiseñas, convertido con el tiempo en cronista de lo imposible—, comprendo que ciertos encuentros no son casualidades, sino citas que la vida programa con décadas de anticipación. Lo conocí tangencialmente a mi llegada a Canadá en 1988, pero fue tras mi regreso de México a Montreal, en 2006, cuando nuestras vidas se entrelazaron de lleno. Me alojé en su apartamento de la calle Fabre —ese santuario de manías, papeles y silencios meticulosamente organizados— y allí comenzó una convivencia que se transformó en revelación.
Entre cafés y confesiones, entre el McDonald's de la calle Castelneau y el Tim Hortons de Jean-Talon, Manuel me abrió no solo las puertas de su hogar, sino los pasadizos secretos de una existencia escrita en un idioma que la muerte nunca logró descifrar. Nos volvimos fieles de esa liturgia urbana: dos hombres de mediana edad desgranando décadas como quien pela una cebolla —capa por capa, lágrima por lágrima.
Mis hermanos mayores lo conocieron cuando nuestra familia, recién llegada de San Carlos, se instaló en Itagüí. Él trabajaba con su hermano Hernán en la heladería ‹Bosques de Viena›, templo de tertulias domingueras, helados con más licor del prudente y tragos clandestinos disfrazados de postres familiares. Por entonces, Manuel orbitaba nuestras sobremesas como satélite excéntrico: hablaba poco, pero observaba mucho.
Solo en nuestra madurez compartida descubrí que aquel hombre no era simplemente un viejo conocido, sino un archivo parlante de episodios insólitos. Poseía el don de convertir tragedias en anécdotas con moraleja y de relatar absurdos como si fueran parte del manual de instrucciones de la vida.
‹En esta ciudad solo me mataron tres veces... pero por fortuna, siempre fue otro el que se llevó el entierro› —decía con una sonrisa.
El retrato del superviviente
De estatura mediana, ojos azulosos de "gringo chiviado", y carácter más rígido que media de misa planchada, Manuel había convertido el orden en su religión... y el desorden ajeno en su cruz. Su cama parecía altar papal: sábana púrpura, cobija sin una arruga y cojines puestos como si esperara al Papa, pero que llegara descalzo, eso sí.
Guardaba garantías de electrodomésticos que ya descansaban en paz en el cementerio de la basura tecnológica. Papeles amarillos como arepa dejada al sol, archivados con el mismo esmero con que otras guardan cartas de amor —pero él prefería un recibo de licuadora que un poema mal rimado.
"Uno nunca sabe cuándo ese microondas traicionero va a resucitar y pedir explicaciones", decía con la solemnidad de quien lee el Evangelio.
No tomaba ni una gota, pero cuando lo hacía “por nostalgia”, se bajaba el aguardientico como quien se confiesa: rápido, sin remordimiento, y con la excusa bien masticada. Del amor conoció poco, y de matrimonio apenas una temporada corta y sin comerciales: "Una película de domingo en la tarde, sin libreto, sin banda sonora… y con un final que ni el perro lloró", decía él, con ese humor que curaba más que el Diclofenaco.
Llegó a Canadá en 1972 con más dudas que palabras en inglés y una maleta que apenas cerraba, no por llena, sino por falta de fe. Venía con mi hermano Gonzalo, que era igual de perdido pero con menos cara de turista. Desde entonces, la vida lo fue vistiendo de oficios, calamidades y milagros, todos bien doblados como ropa de domingo.
Y aunque parecía que lo perseguía el karma con cédula y visa, él seguía contando la vida como un chisme largo, lleno de pausas para el tinto y moralejas que no siempre servían, pero hacían reír. Porque Manuel, a falta de hijos, dejó dichos, historias y carcajadas que todavía no tienen dónde jubilarse.
El ahogado que regresó
La primera vez que Manuel González se murió —o al menos ensayó seriamente la escena—, todavía peinaba melena de trovador errante y lucía una inconsciencia tan larga que se necesitaba visa para recorrerla completa. Era joven, tropical y convencido de que la muerte era una metáfora que solo le pasaba a los demás.
Ese domingo cualquiera, armado de flotador mental y ganas de hacer historia sin testigos, fue a parar con sus amigos a las orillas del río Cauca, ese brazo de agua con memoria larga y poca paciencia. Los amigos, expertos en “nadar de oído”, le dijeron que el truco era dejarse llevar por la corriente, como si fuera fácil confiar en un líquido con antecedentes penales.
Manuel, sin sospechar el parte médico que se avecinaba, se lanzó al agua con un entusiasmo olímpico y la coordinación de un armadillo con vértigo. A los cinco minutos ya estaba haciendo gárgaras con las décadas, mientras su vida pasaba ante sus ojos en cámara lenta, narrada por un locutor de radionovela.
Manuel, criado entre aceras y patios pero no precisamente cerca de aguas bravas, no sabía nadar ni tenía intenciones de aprender. Pero esa tarde, contagiado por los ímpetus de la manada y con el ego inflado por la testosterona del grupo, cometió la imprudencia que marcaría su primera resurrección: se lanzó al río. Tal cual. Sin flotador, sin plan B y, sobre todo, sin que nadie supiera que el hombre no flotaba ni en el pensamiento.
Las primeras brazadas de Manuel parecían coreografiadas por la esperanza: mucho brazo, poco avance, y una sonrisa que intentaba convencer al resto de que todo estaba bajo control. El agua, sin embargo, no compró el cuento. Apenas había recorrido unos metros cuando se esfumó bajo la superficie con el dramatismo de un actor en su escena final. Lo siguiente fue digno de película muda: apareció río abajo, manoteando como si el idioma del auxilio necesitara gestos universales, mientras sus pulmones protestaban en dialectos que nunca aprendió.
Sus amigos, confiados en que Manuel era delfín tímido, no notaron su ausencia. Mientras ellos se secaban al sol y abrían la sandía, él era arrastrado por la corriente, entregado a los caprichos de un río que no perdona fanfarrones.
Y allí, cuando ya la cosa iba de tragedia en horario estelar, ocurrió el milagro. En una curva del río, más abajo, lo vio pasar alguien que no tenía por qué estar ahí... pero estaba. Rubén, primo lejano de Manuel, sordomudo de nacimiento y nadador de corazón, se lanzó al agua sin pedir explicaciones, sin oír gritos —porque no podía— y sin pronunciar palabra —porque no sabía—, guiado por el instinto puro de los ángeles camuflados.
Lo sacó como quien rescata una bolsa con vida, lo reanimó con gestos que desafiaban la lógica médica y lo devolvió a este mundo con la discreción de los héroes que no piden medallas.
Cuando Manuel abrió los ojos, lo primero que vio fue la cara mojada de su primo Rubén, y lo primero que dijo fue algo que no se puede repetir aquí... pero que incluía a Dios, al Cauca y a todos sus santos patronos.
‹Rubén no podía oír mis gritos de auxilio› —relataba con esa ironía que destila quien ha comprendido que el absurdo es la única lógica posible—, ‹pero tuvo la intuición de salvarme. Los ángeles, parece, no necesitan oídos para escuchar súplicas.›
El intruso nocturno
Manuel González solía decir que Montreal era tan segura que uno podía dejar la conciencia en la puerta y, al volver, seguía en su sitio. Se enorgullecía de vivir en una ciudad donde los periódicos dormían en las esquinas junto a un tarrito para el pago honesto, como si los ladrones hubieran emigrado a otra dimensión.
Su vida, silenciosa como biblioteca sin estudiantes, transcurría entre rutinas de jubilado zen: té de manzanilla a las ocho, pijama a las ocho y cuarto, y sueño profundo a las ocho y media, como buen gallinazo civilizado. El apartamento quedaba en tinieblas desde temprano, proyectando al mundo esa atmósfera de ‹no hay nadie, pásenlo por debajo›.
Pero una noche cualquiera —porque todas las tragedias empiezan en noches cualquiera—, a eso de las nueve, sonó el teléfono. Manuel no contestó. Para él, a esa hora solo se hablaba con Dios, y eso si uno era monje. A las diez volvió a sonar. Tampoco respondió. Se limitó a cerrar la puerta de su alcoba, con la seriedad de quien tranca un portal al más allá.
Entonces comenzó la media hora más larga desde que Montreal tiene calendario. Primero, los pasos: no los suyos, ni los de algún vecino, sino los inequívocos pasos de alguien que no debía estar allí... y que no venía por una taza de azúcar precisamente. Luego, el chirrido de puertas abriéndose, cajones deslizándose, bolsas siendo llenadas. Manuel, que hasta ese momento se creía hombre de mundo, quedó convertido en estatua de miedo: tieso, mudo y más blanco que el arroz frío.
Lo peor vino cuando sintió cómo la perilla de su puerta giraba suavemente, como si la muerte misma llevara pantuflas. La cerradura bailaba con disimulo, y Manuel, sudando por donde no sabía que se podía sudar, se aferró al único objeto contundente a su alcance: el control remoto de la televisión.
Y allí, entre el terror y una súbita iluminación del espíritu —o quizás un cortocircuito emocional de alta tensión—, hizo lo impensable: lanzó el control contra la puerta, acompañado de un grito casi tarzanezco, mezcla de furia ancestral y telenovela en su clímax. El estruendo fue tan violento como inesperado: el control voló como proyectil patriótico en defensa del territorio. Lo siguiente fue tropel de pasos en desbandada, como si hubieran tocado la campana de los Juegos del Hambre, y en segundos se oyó cómo los supuestos ladrones huían por las escaleras, abandonando lo empacado, lo planeado y hasta el aliento que traían prestado.
Cuando Manuel por fin se atrevió a salir —al amanecer y con una escoba que más parecía símbolo de dignidad que arma defensiva—, se encontró con la puerta entreabierta, unas bolsas abandonadas en el corredor… y el control remoto partido en dos como trofeo improvisado. Lo recogió como quien levanta una medalla de guerra doméstica, no sin antes mirar a los lados, por si los fantasmas del susto volvían por la revancha. Desde entonces, cada vez que ve una puerta mal cerrada, aprieta el control del televisor con más cariño… aunque sea uno nuevo.
El carro fugitivo y la vecina caída
La vez que Manuel se enfrentó con la Parca —y le hizo pistola— fue muchos años después, ya en la calma sospechosa de su vida montrealesa. Por esa época, Manuel se vanagloriaba de lo segura que era la ciudad: afirmaba con tono doctoral que en Montreal uno podía dejar la puerta abierta, la conciencia a medio cargar y la billetera en la acera... y todo seguía allí al volver. ‹Aquí los robos no son comunes. Aquí la gente es decente, como antes, como en los pueblos›, decía mientras llenaba el tanque de su carro, confiado, con la misma ingenuidad con la que un niño esconde el diente bajo la almohada.
Aquel día, en una estación de gasolina de barrio, decidió bajar a pagar dejando el carro encendido, con las llaves puestas y las puertas abiertas. Una decisión que en otro país habría sido suicidio financiero, pero que en la Montreal de sus recuerdos era sinónimo de confianza.
Cuando regresó, su fe en la humanidad recibió una patada en el radiador: su carro ya no estaba. Lo alcanzó a ver justo cuando doblaba la esquina, ligero, como si hubiera cobrado vida propia y se escapara de su dueño para cumplir sus propios sueños de libertad. En su interior iban no solo papeles importantes y sus llaves de soltero empedernido, sino también esa sensación agria de haber sido sorprendido con los pantalones de la confianza bajados.
Sin un peso, sin transporte, sin celular y con el ego arrugado como billete viejo, caminó hasta su apartamento con cara de santo en vía de canonización. Por suerte, el edificio tenía a Nicola, el dueño italiano del primer piso, hombre amable y de bigote filosófico, que vivía con su señora, una dama que parecía hecha de lavanda, misa de seis y galletas de mantequilla.
Al ver a Manuel en ese estado de desgracia civil, la señora —con la dulzura de las abuelas que guardan pañuelos perfumados en la manga— le entregó una copia de la llave. ‹Aquí la tiene, don Manuel. Pase tranquilo›, le dijo, mientras dejaba la puerta entreabierta para que él pudiera devolvérsela después.
Pero lo que parecía simple acto de vecindad se transformó, minutos más tarde, en episodio de novela negra. Cuando Manuel regresó con la copia recién hecha y tocó a la puerta para entregarla, notó que seguía entreabierta... y no salía nadie. Llamó. Nada. Empujó suavemente. Silencio. Entró. Y allí, en medio de la sala, tendida de largo y sin signos vitales, estaba la señora. Parecía dormida, pero el sueño era de esos sin retorno.
Nicola, que estaba en el patio trasero regando las matas o reconciliándose con un motor, no se había enterado de nada. Manuel, pálido, con la llave aún caliente en la mano, se convirtió en testigo inesperado de una muerte que no sabía si tenía algo que ver con él o con el misterioso karma que lo perseguía desde el río Cauca.
Esa noche durmió poco. No solo por el susto, sino porque aún no había resuelto cómo iba a recuperar su carro. Pero la vida —y la policía de Montreal— le tenían preparada otra escena digna de telenovela.
Días después, mientras intentaba pasar desapercibido en su trabajo, una compañera de labores lo abordó con tono de reportera de crimen:
‹Manuel, ¿viste las noticias? ¡Salió tu carro!›
Y ahí estaba: su carro, bien lavadito, estacionado como si nada, mostrado en televisión como ‹vehículo recuperado›. Fue a la estación de policía y, para su asombro, no solo recuperó el automóvil... también todo lo que había dentro: papeles, llaves, y hasta un chocolate derretido que había dejado olvidado en la guantera.
‹Lo único que no apareció› —me dijo con su tono habitual de lamento cómico— ‹fue mi dignidad... pero esa ya venía fallando desde antes.›
La batalla lingüística
Esta vez que Manuel volvió de entre los muertos fue más simbólica que literal, pero no por ello menos digna de capítulo. Fue la resurrección de la ignorancia lingüística, de la picardía mal traducida, del pudor provinciano enfrentado a los letreros urbanos de una ciudad bilingüe donde el inglés y el francés se abrazan... para confundir mejor al recién llegado.
Ocurrió en los años setenta, poco después de su llegada a Montreal junto con mi hermano Gonzalo. Ambos habían aterrizado con una maleta, dos ilusiones y cero inglés. Apenas sabían decir yes, con acento de película doblada y no problem como respuesta a todo lo que no entendían.
Entre las muchas cosas que les generaban desconcierto —además de los inviernos asesinos, la leche en bolsa y la gente que no saludaba al entrar a una tienda— había algo que realmente les inquietaba: los carteles de las famosas Grocery Stores. Estaban por todas partes. Grandes, luminosas, invitantes. Pero para las neuronas criadas entre cafés de Itagüí y boleros de despecho, grocery les sonaba sospechoso. Muy sospechoso.
‹Mire pues, hermano› —le decía Manuel a Gonzalo, con tono de detective parroquial—. ‹¿Usted no ha notado que aquí hay un montón de negocios que dicen grosery? Eso debe ser algo cochino. Esas son casas de perdición. ¡Imagínese, lo dicen en el letrero y todo!›
Gonzalo, que no hablaba inglés pero sí tenía una imaginación nutrida por décadas de cine mexicano, comenzó a pensar que grocery store era alguna especie de club de striptease disfrazado de tienda. Así que durante semanas, pasaban por las afueras de esos lugares mirando de reojo, con el alma en modo rosario, convencidos de que dentro se escondía el vicio, el pecado y probablemente una que otra ‹grosería› en vivo y en directo.
No fue sino hasta que la necesidad de pan y café superó el miedo moral que decidieron entrar. Manuel, con paso cauteloso y los ojos listos para desviar la mirada en caso de escándalo, empujó la puerta... y lo que encontró fue una señora mayor acomodando latas de atún, una góndola de galletas de animalitos y una caja registradora atendida por un muchacho con acné.
‹¡Grosería mis polainas!› —soltó Manuel, entre el alivio y la indignación—. ‹¡Esto es una tienda, mijo! ¡Y venden salchichón!›
El pollo entero por señas
La vez que Manuel González estuvo al borde del colapso existencial —no por peligro de muerte, sino por exceso de comida y de pena— fue por culpa de un pollo y un malentendido que ni el Espíritu Santo habría podido aclarar.
Una tarde de invierno, Manuel decidió que era momento de comer algo caliente y digno. Entró a un pequeño restaurante del barrio, uno de esos que tienen menú en tres idiomas pero personal que solo entiende uno... y no es el tuyo.
Se acercó al mostrador con seguridad impostada, sacó una sonrisa y comenzó su espectáculo gestual: palmas hacia abajo, alas simuladas con los codos, pico imaginario con los dedos, y un cacareo que habría hecho palidecer a cualquier gallina con autoestima. Para terminar, juntó las manos como quien indica ‹pequeñito›, mientras repetía ‹chiquito, chiquito› como si eso fuera palabra mágica en todos los idiomas del planeta.
La señora del mostrador —inmune a la confusión pero receptiva al entusiasmo— le respondió con una sonrisa que podía significar ‹entendí› o ‹estás en problemas›. Y se fue.
Diez minutos después, regresó con un envase humeante, pesado... y sospechosamente grande. Manuel, con el alma encogida de duda, destapó el paquete: allí estaba. Un pollo entero. Dorado. Crujiente. Jugoso. Completo. Como para alimentar a una familia de cuatro... o a un emigrante que no sabía decir ‹media porción›.
No dijo nada. Se sentó y, como buen colombiano con dignidad tercermundista, se lo comió. Todo. Ala por ala. Muslo por muslo. Pechuga por pechuga. Cada mordida era acto de penitencia y orgullo.
‹Desde entonces› —me contó una vez, mientras mordía una empanada nostálgica—, ‹aprendí dos cosas: que nunca subestimes la interpretación ajena de tus señas... y que el pollo, cuando sobra, se guarda.›
El café que quedó en silencio
Esta vez que Manuel González murió —y esta vez, por dentro— no fue en Canadá, ni en medio de sus aventuras lingüísticas ni sus escapadas fortuitas. Fue en Medellín, en su propia tierra, donde creyó que podía rehacer su vida con un poco de café, esperanza y terquedad.
Hacía ya cinco años que había llegado a Canadá. No era hombre de ambiciones grandiosas, y en algún momento sintió que lo visto bastaba. Así que decidió regresar a su Medellín de cerros verdes y acentos que abrazan.
Con sus ahorros —modestos, pero honestos— abrió una pequeña cafetería en la calle 70 de Medellín. Un local sencillo, con algunas mesas afuera y la sonrisa de Manuel como carta de presentación. Él mismo atendía: servía el café, barría la acera, conversaba con los clientes. Y durante un tiempo, las cosas fueron regulares.
Hasta que un día —uno de esos que se marca sin querer en la memoria— todo cambió.
Era una tarde cualquiera. Uno de los clientes habituales tomaba su refrigerio en las mesas exteriores, bajo el toldo que ya conocía el sol y la lluvia. Manuel estaba adentro, tal vez acomodando vasos, tal vez sirviendo otro café. No alcanzó a ver nada, solo escuchó el rugido breve de una moto y el estallido seco del destino. En cuestión de segundos, el silencio se volvió espeso, el aire se llenó de humo y miedo, y el cliente quedó tendido en el suelo, sin vida, sin aviso, sin despedida.
Manuel, con el alma hecha nudo, no supo qué hacer. Llamó a la policía. Llamó a Dios. Cerró por ese día. Pero en los días siguientes volvió a abrir. Porque así era él: hombre de costumbre, de resiliencia empecinada, de café servido aunque tiemble la mano.
Sin embargo, algo había cambiado. Desde entonces, el local pareció quedar marcado por una sombra. Los clientes, antes fieles y charladores, dejaron de venir. La silla vacía del hombre asesinado se volvió recuerdo incómodo, y las demás mesas empezaron a acumular polvo en lugar de conversaciones.
Hasta que un día cerró. Sin ceremonia, sin cartel de despedida, sin explicación. Bajó la persiana como quien cierra una historia, y supo que tenía que pensar en otra cosa. En otro lugar. En otro intento.
El muerto que lo abrazó sin permiso
La vez que Manuel volvió de entre los muertos fue en un viaje de trabajo que se convirtió en pesadilla. En Medellín, había montado una pequeña fábrica de confecciones con un cuñado, distribuyendo las prendas en pueblos lejanos, donde la competencia era menor y el boca a boca aún valía más que la publicidad.
Uno de esos viajes lo llevó a Apartadó. El bus iba lleno, como todos en esa región: campesinos, comerciantes, estudiantes, y Manuel, junto a la ventana, con un campesino a su lado que viajaba con su perro echado a los pies.
En las afueras de un pueblo, cuando los baches del camino comenzaban a adormecer a los pasajeros, el bus fue interceptado. Seis hombres armados lo detuvieron y subieron con una mezcla de autoridad y amenaza. Mandaron callar, apuntaron, requisaron. El miedo bajó como nube espesa por los pasillos.
El campesino a su lado comenzó a temblar, a hablar, a implorar. Algo de su nerviosismo molestó a uno de los hombres. Lo empujaron, lo golpearon, y cuando quiso responder, cuando su miedo se convirtió en grito, le dispararon. Así, sin anuncio ni compasión.
El campesino murió allí, al lado de Manuel, quien no pudo moverse ni gritar ni apartarse. El cuerpo del hombre, ya sin peso propio, se le desplomó encima, derramando sangre que se coló por su ropa, por sus manos, por su piel. El perro, confundido y fiel, lamía la sangre como si buscara devolverle la vida. Y Manuel, paralizado, sintió que el muerto no se iba, que lo abrazaba sin permiso, que se quedaba, impregnado, como sombra líquida.
Manuel llegó a Apartadó en estado de catatonia, con la ropa manchada y la mirada vacía. Buscó al cliente que le esperaba, se excusó como pudo, pidió agua, se lavó el rostro, se quitó la ropa manchada. Le prestaron algo limpio. Le prestaron un poco de humanidad.
Volvió más callado. Más lento. Con una herida que no sangraba por fuera pero le dolía en los ojos.
‹A veces la muerte se sienta a tu lado y ni te pide permiso› —me decía—. ‹Solo se queda un rato... y te deja distinto.›
El hombre que no fue a Armero
Crónica sin santos ni réquiem, pero con tinto cerrero y milagro de último sorbo
Hay personas que parecen haber nacido con un pacto no firmado con la muerte. No para evitarla —todos la encontramos—, sino para que siempre se les pase de largo, como si se les olvidara en la lista. Manuel González era uno de esos seres que caminan al borde del abismo, pero logran esquivarlo como por arte de una torpeza divina.
Durante años lo vi arrastrar su infortunio como quien pasea un perro cojo: fiel, testarudo, y siempre enredado en los tobillos. Perdió negocios, perdió una mujer que solo le pertenecía en las cuentas conjuntas, y terminó con un campero más viejo que sus achaques, remendado con esperanzas recicladas. Pero Manuel, paisa por terquedad y vocación, sabía lamerse las heridas con tinto amargo y zurcir la dignidad con silencio y humor negro.
Fue Roberto Ruiz, viejo amigo de aventuras y comerciante en Armero, quien le ofreció lo que parecía salvación con forro de emprendimiento: vender ropa, peines con espejo, cremas mágicas y toda suerte de ilusiones de mercadillo en los pueblos del Tolima, y luego cruzar a los Llanos Orientales, donde la clientela tenía alma de trueque y corazón agradecido.
Y lo insólito ocurrió: el negocio floreció. Las ventas crecían, el campero rugía con dignidad recuperada, y por primera vez en años, Manuel se sintió no solo sobreviviente, sino útil. El viento ya no le sonaba a desgracia, sino a posibilidad.
Pero en Armero, el aire comenzaba a contar secretos. Las voces de la radio, con tono de bolero sin final, hablaban de una nube extraña bajando de la montaña, de cenizas que ensuciaban el amanecer, de rumores que olían a presagio.
El Nevado del Ruiz, mientras tanto, dormía con la paz de un abuelo que ha perdonado a todos sus hijos. Nadie quería creer que bajo esa siesta milenaria se escondía el rugido de un dios enojado. Pero la montaña, cuando sueña, lo hace con fuego.
La tarde del miércoles 13 de noviembre de 1985, Roberto sintió un tirón en el pecho. Quería ver a su esposa, a sus hijos, a su gallinero que lo esperaba como siempre.
‹Manuelito, me voy ya. Mañana madrugamos a los Llanos. Me esperan con cena calientica y el abrazo que uno necesita para seguir vendiendo espejitos.›
Partió en el campero, saludando con la mano desde la ventanilla. Manuel, en cambio, se quedó en un estadero polvoriento en las afueras de Armero. Algo, una voz sin boca, le había susurrado en el estómago que no debía moverse. ‹Premonición por ósmosis›, la llamó después, como si la tragedia le hubiese rozado la piel sin hablarle.
Se acomodó en una banca de cemento bajo un árbol cansado, pidió un tinto con más cuerpo que azúcar, y dejó que la noche se le metiera entre los hombros. El cielo se había puesto terco, y la radio escupía noticias sin confirmar:
—Se habla de actividad en el Nevado del Ruiz. Ceniza en Murillo... precaución, precaución...
Pero la montaña no habla: respira. Sus pulmones de piedra latían con ritmo oculto. Esa noche, a las 11:35, el volcán dejó de soñar y abrió los ojos. No gritó con fuego, sino con barro. Bajó por las laderas con furia de río maldito, y devoró Armero en silencio. La tierra se tragó casas, nombres, bicicletas, candelabros, canciones. Solo quedó la cruz de la iglesia, alzada como hueso en la espalda del lodo, señalando hacia un cielo que se tapó los oídos.
Al amanecer, la noticia ya flotaba en todas las emisoras como rezo huérfano. Manuel no dijo nada. Sirvió otro café y murmuró, con la naturalidad de quien ha hecho las paces con el absurdo:
—Parece que la muerte me quiere... pero siempre se le pierde la dirección.
Roberto nunca regresó. Como tantos otros, desapareció sin dejar ni sombra. Y Manuel, sin socio, sin lágrimas, sin siquiera un epitafio, emprendió su camino de regreso a Medellín. Caminó con los bolsillos vacíos y el alma llena de preguntas sin idioma. Camioneros piadosos lo recogieron. Le ofrecieron pan, tinto, y ese silencio que solo saben dar los que también han perdido algo que no saben nombrar.
Así volvió Manuel González: sin héroes, sin titulares, sin gloria. Solo con la certeza de que no era un hombre con suerte, sino con prórroga. Un hombre con siete vidas, al que la tragedia, por razones misteriosas, siempre esquivaba por media cuadra.
A veces, en su apartamento de la calle Fabre, mientras me servía café con la ceremonia de un monje zen, me decía:
—Abelardo… yo no soy inmortal. Es la Parca la que es despistada. O puede que me tenga miedo.
Y reíamos. Reíamos con esa risa suave y antigua que se parece mucho a una oración.
El regreso definitivo
Después de haberse codeado con la muerte en Armero —cara a cara y sin pedir cita—, Manuel González regresó a Montreal con la mirada nublada, el corazón en modo avión y el alma todavía sacando escombros. El horror colombiano lo había dejado con las emociones en remojo, pero él, más terco que una mula sindicalista, no pensaba rendirse ni ante un país que tiembla, ni ante un volcán en modo salsa, ni mucho menos ante el miedo.
Mi hermano Gonzalo le ofreció posada en su apartamento de la calle Querbes. Allí estuvo por unos meses, recuperando el aliento, poniéndose otra vez los pantalones del ánimo, y viendo con ojos de esperanza las calles nevadas de su segunda patria.
Hasta que un día, así como quien se corta solo el cordón umbilical, Manuel dijo:
—Ya es hora de volar solo.
Y sin más alas que su testarudez, encontró un cuarto en arriendo cerca, en la misma calle. Fue por la mañana a cerrar el trato. El dueño del lugar le prometió entregarle las llaves en la tarde. «Puntual, don Manuel, a las seis. Aquí estaré como reloj suizo».
Manuel, que en cosas de puntualidad era más suizo que los suizos, llegó a la hora acordada con su mochilita, su esperanza nuevecita y su cara de «comenzamos de cero». Pero el arrendador... bien gracias. Ni rastro. Ni humo, no apareció.
A la mañana siguiente, como buen reincidente de la vida, volvió al edificio con su mochilita, su esperanza un poquito arrugada y la misma cara de «comenzamos hoy sí». Pero esta vez no lo recibió ni el arrendador, ni el portero, ni el eco del día anterior.
Lo recibió el humo. El humo y los cintillos de la policía. El humo y la noticia brutal: el edificio se había incendiado durante la noche. Murieron varias personas. Una tragedia. Una más en el prontuario del destino.
Manuel se quedó mirando los restos calcinados como quien contempla su propia tumba no estrenada. Tragó saliva y dijo sin temblar:
—Definitivamente, a mí la Parca me tiene en la lista... pero con letra ilegible.
El legado del sobreviviente
Manuel, aunque nunca lo supo del todo —porque la humildad le crecía en el alma como musgo en las piedras viejas—, no era simplemente un sobreviviente: era la prueba viviente de que algunos hombres están escritos en un idioma que solo el alma entiende cuando suspira. Un dialecto entre el absurdo y la ternura, entre la carcajada que alivia y la lágrima que enseña.
Era un puente peatonal entre épocas disparejas, arrugado por el tiempo pero intacto en su vocación de unir lo imposible. Traductor simultáneo de las incoherencias humanas y cronista de los secretos no dichos, cargaba en los bolsillos metáforas desordenadas y silencios largos como sobremesas sin prisa.
Convivir con él era como asistir a un monólogo diario, en clave de realismo macondiano, aderezado con tinto recalentado y verdades que dolían menos por cómo las decía. Las conversaciones comenzaban con lo doméstico —el misterio de por qué las medias se pierden de a una— y terminaban en lo insólito: como aquella vez en que una médium lo confundió con un espíritu en pena, y él le ofreció un café para espantarle el susto.
—Nunca tuve hijos —decía, sin tristeza ni lamento, como quien comenta que se avecina lluvia—. Pero he dejado suficiente legado en proverbios torcidos, risas sueltas y recuerdos que no caben en palabras.
Y era verdad. Manuel no sembró descendencia en cunas, pero dejó huella en el alma de quienes lo conocimos: nos enseñó a convertir las desgracias en anécdotas, a reírnos de lo que quiso matarnos, y a comprender que la dignidad no se pierde mientras uno sepa hacerse un café sin perder la calma.
Descubrirlo fue como cerrar un círculo que no sabíamos abierto. El joven de las heladerías de Itagüí, que servía bolas de helado con la misma solemnidad con que luego prepararía tintos, era el mismo hombre que en su apartamento de la calle Fabre hablaba con las paredes y con la vida como si ambas le debieran explicaciones. Fragmentado por el tiempo, sí. Pero intacto en su esencia.
Hay vidas que no se explican. Se cuentan. Como ciertos poemas que no se analizan, sino que se sienten. Como las melodías que no necesitan letra para emocionarnos.
En aquellas tardes de invierno en Montreal, mientras el frío dibujaba figuras en los cristales del Tim Hortons y nosotros nos refugiábamos entre palabras tibias y café humeante, entendí que Manuel no era solo mi anfitrión: era un maestro silencioso, un guía sin diploma, un sobreviviente profesional que había domesticado al infortunio con cucharadas de humor.
Y yo, sin quererlo, fui uno de sus testigos. Café tras café. Historia tras historia. Porque Manuel González, el hombre de las siete vidas, había aprendido el secreto más valioso de todos: que sobrevivir no es solamente seguir respirando, sino convertir cada aliento en una razón para contar otra historia.
Instrucciones para no morirse (del todo)
Hay hombres que no caminan por la vida: la esquivan, la desafían, la sobreviven como si en vez de alma tuvieran brújula torcida. Manuel González fue uno de ellos. Su biografía parece escrita con tinta de milagros, tachones del destino y notas al margen que dicen: “Aquí debía morir, pero no quiso”.
“Su cuerpo, de contextura mediana y alma grande, cargaba más cicatrices que cumpleaños celebrados…”. Tenía más historias inscritas en la piel que recuerdos en fotografías. A ese hombre le rendimos estas palabras: no por las veces que cayó, sino por las veces que se volvió a levantar con la dignidad de quien le roba al destino el derecho a decidir su final.
Manuel sobrevivió a un río que quería tragárselo, a un volcán que arrasó con un pueblo entero menos con él, a un incendio que quemó el apartamento que ya casi era suyo, a una visa vencida, a una Parca miope, y a un campero que solo se detenía por pereza. Salió ileso de hierros retorcidos, lodos ardientes y silencios pegajosos. Cada regreso no era una casualidad: era un arte. Y cada vez volvía con la mirada más honda y una risa más libre.
Dicen que los héroes llevan capa. Él llevaba puntos de sutura, cicatrices que ya parecían mapas y un humor que le ganaba incluso a la desgracia. Era la prueba viviente de que la muerte también se equivoca. Que el coraje no necesita aspavientos: respira quedito, como quien toma aire para otra historia.
Y es que Manuel no se limitó a sobrevivir. Lo hizo con humildad, con picardía, recogiendo los pedazos de su historia y pegándolos con paciencia y tinto. Sabía, como los sabios sin escuela, que cada mañana no se merece: se celebra. Y que el cuerpo podrá tambalearse, pero mientras el alma tenga ganas de reír, aún queda vida.
A ese hombre —que caminaba sin entender del todo por qué seguía vivo, pero igual seguía caminando— le rendimos esta página. No como homenaje final, sino como declaración vivita y coleando de que, mientras él respire, la vida todavía tiene algo que aprender.
“Mientras otros se morían por accidente, Manuel se salvaba por costumbre.”
Son historias reales, quedaron otras sin contar...me dicen si les interesa...
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Definitivamente Manuel es un gran personaje, sus vivencias, su calidad humana y sobretodo para él lo importante que es la amistad. Abel eres privilegiado con ese gran amigo. Ligia Isabel
ResponderEliminarPor María Elena Rodríguez - Lectora habitual
ResponderEliminarQué capítulo tan extraordinario. Desde que empecé a seguir esta historia, ningún personaje me había atrapado tanto como Manuel González. Es como si el autor hubiera destapado un cofre lleno de episodios que parecen inventados pero que uno sabe que son reales, porque tienen esa textura de la vida que ninguna ficción puede imitar.
Me quedé con la boca abierta leyendo lo del río Cauca y su primo sordomudo. ¡Qué ironía tan bella y terrible a la vez! Que justo sea alguien que no puede oír gritos quien lo salve del ahogamiento... eso no se inventa. Y lo del volcán de Armero me puso la piel de gallina. Uno lee sobre esa tragedia en los periódicos, pero aquí la sientes a través de los ojos de alguien que estuvo ahí, que se salvó por una corazonada.
Lo que más me gusta es cómo el autor nos va mostrando a Manuel sin romantizarlo. No es un héroe épico ni nada por el estilo. Es un hombre común y corriente, con sus manías raras —esas garantías guardadas de aparatos muertos me dio mucha risa—, sus miedos, sus errores. Pero al mismo tiempo tiene algo especial, como una gracia invisible que lo protege cuando todo parece perdido.
La parte del incendio del apartamento que casi alquila me dejó helada. ¿Cómo es posible que alguien tenga tantos encuentros cercanos con la muerte y siempre salga ileso? Pero el autor no lo presenta como algo mágico, sino como esas casualidades extrañas que a veces pasan en la vida real.
Me encanta el estilo. Tiene esa cadencia de las historias que se cuentan en las sobremesas, con ese humor paisa que alivia hasta las partes más duras. "Definitivamente, a mí la Parca me tiene en la lista... pero con letra ilegible" —esa frase me la voy a robar para usarla cuando me pase algo malo.
El final me conmovió mucho. Eso de que Manuel nunca tuvo hijos pero dejó "suficiente legado en proverbios torcidos, risas sueltas y recuerdos que no caben en palabras"... qué manera tan linda de describir el impacto que una persona puede tener en las vidas de otros.
Definitivamente quiero leer más historias de Manuel. El autor dice que quedaron otras sin contar, y después de este capítulo, me quedé con ganas de conocer cada una de esas aventuras. ¿Cómo será que un hombre acumula tantas anécdotas increíbles en una sola vida?
Por favor, siga escribiendo sobre él. Personajes así no aparecen todos los días.