Capítulo 18 Cuando el tiempo se vuelve acuarela
Capítulo 18
Cuando el tiempo se vuelve acuarela
«Pintar es otra manera de mirar la vida, como si los ojos se volvieran agua y luz al mismo tiempo. El agua, dócil y caprichosa, se adueña del papel y deja que los colores hablen en mi nombre, diciendo lo que mi voz no alcanza. La acuarela es mi fe callada: creer que incluso con manos temblorosas puedo dejar una huella verdadera, mostrar quién soy en la transparencia del silencio, cuando el mundo no me mira pero yo aprendo a mirarme.»
Treinta años después de haber llegado a Canadá con una maleta repleta de incertidumbres, me encontré otra vez en una encrucijada que olía a café frío y páginas en blanco: la jubilación. Aquella última noche de trabajo la viví como un ritual de despedida donde cada gesto adquirió el peso de lo sagrado. El café, negro y humeante como todas las noches anteriores, sabía esta vez a clausura y promesa. La camisa, planchada con el mismo cuidado obsesivo de siempre, parecía armadura que ya no necesitaba. Los semáforos parpadeaban como guiños cómplices de una ciudad que había sido testigo silencioso de mis turnos nocturnos.
Mi pequeña mochila, compañera fiel de tantos años, esperaba sobre la mesa con la resignación de los objetos que han cumplido su misión. Dentro guardaba los últimos vestigios de una rutina que se desvanecía: el lonche preparado con la misma meticulosidad de siempre —sándwich envuelto en papel transparente, fruta que jamás llegué a comer, termo con café que se enfriaba mientras las horas se arrastraban como caracoles invisibles. Esa mochila había sido confidente silencioso de mis interminables viajes en metro: hora y media de túneles y estaciones que se sucedían como cuentas de un rosario urbano, donde dormité tantas noches arrullado por el traqueteo hipnótico de los vagones, solo para despertar sobresaltado en estaciones desconocidas, más allá de mi destino, con esa desorientación que produce el sueño robado en lugares de tránsito.
Cuántas madrugadas mi desgastado abrigo de invierno había sido escudo imperfecto pero fiel contra las inclemencias de Montreal, guardián de mis hombros encorvados contra el viento que cortaba como navaja de afeitar. Él también había absorbido el aroma fantasma de todas esas horas perdidas: esa mezcla de frío metálico, humo de escape y soledad que se impregna en las fibras y ya no se va, como perfume de una época que no sabía si extrañar o celebrar.
Pero fue al entregar mi tarjeta de empleado cuando el tiempo se detuvo.
La saqué de su estuche protector —ese pequeño cofre de plástico reparado tantas veces con cinta transparente que ya formaba parte de su identidad—, y por un momento la sostuve contra la luz como quien examina una reliquia. Inmaculadamente blanca, sin una sola inscripción visible, como página en blanco esperando su historia. Tantos años de pasar por puertas de seguridad, tantos años de identidad laboral resumidos en ese rectángulo prístino que ahora devolvía a las manos callosas de Ghislain.
El sonido que hizo al caer sobre su escritorio resonó en algún lugar profundo de mi pecho —no era solo el eco del plástico contra la madera, sino el chasquido sutil de algo que se desprendía por dentro, como cuando una crisálida se abre para liberar lo que siempre estuvo destinado a volar.
—Merci, mon ami— murmuró Ghislain con esa torpeza francófona para los adioses definitivos.
El apretón de manos duró unos segundos más de lo necesario, como si ambos entendiéramos que cerrábamos no solo un ciclo laboral, sino una época completa de nuestras vidas. Al fin, el tiempo me pertenecía como territorio recién conquistado.
No llegaba a ese momento en blanco absoluto. En los años ochenta había sido estudiante de Bellas Artes, y aunque la vida me llevó por senderos oblicuos —esos caminos que solo se entienden al mirarlos desde la distancia—, nunca dejé de dibujar a escondidas en cuadernos que guardaba como confesiones íntimas. Un año antes de la jubilación había retomado el hábito con más frecuencia, como quien entrena un músculo dormido que se despereza con la misma memoria ancestral de los pájaros que recuerdan el vuelo.
Me había prometido que, al dejar atrás los relojes y los turnos nocturnos, me entregaría de lleno a la pintura. Era un pacto sellado conmigo mismo en las madrugadas más oscuras del último invierno laboral, cuando el cansancio se volvía profecía y los sueños, territorio de colores aún sin nombre.
El primer amanecer sin trabajo me golpeó con una extrañeza casi sagrada. Desperté a la hora habitual —el cuerpo aún obedecía los ritmos de décadas como metrónomo biológico—, pero al mirar por la ventana, la luz de Montreal parecía diferente, más dorada, menos urgente. Flotaba en el aire matinal una pregunta como incienso: «¿Y ahora qué hago con todas estas horas de luz?»
La respuesta llegó tres días después, cuando empujé las puertas de cristal de Omar DeSerres en la calle Saint-Catherine. Si existe un templo del arte en Montreal, ese santuario de dos pisos inmensos es su catedral indiscutible. Cada rincón exhala posibilidades: aceites que perfuman el aire con promesas de eternidad, carboncillos que susurran secretos de sombras por nacer. Pinceles de pelo de marta esperan como varitas mágicas. Papeles de texturas imposibles se ofrecen como territorios vírgenes. Los pigmentos —ay, los pigmentos— explotan en sinfonías cromáticas que hacen temblar el alma de cualquier artista dormido.
Recorrí aquellos pasillos como peregrino en tierra santa. Mis dedos reconocían texturas que creía olvidadas: la rugosidad noble del papel de acuarela, el peso perfecto de un pincel número ocho, la seducción táctil de un tubo de azul ultramarino que prometía cielos infinitos. Entre pinceles y acuarelas entendí que era tiempo de renacer. «No hay arte sin riesgo», había leído una vez en Baudelaire, y esa frase resonó en mis oídos como campana de catedral mientras llenaba mi carrito con herramientas para el alma.
Mi primera pintura fue un desastre hermoso —un paisaje que intentaba ser otoñal pero terminó siendo abstracto por accidente y por gracia. Descubrí entonces que la acuarela no se domina como otros medios: se dialoga con ella en un idioma hecho de agua y paciencia. No perdona, no permite retoques, no concede tiempo para la duda. Es una técnica traicionera que exige entrega total desde el primer trazo, porque los colores viven su propia vida sobre el papel húmedo, mezclándose y fluyendo según leyes que solo el agua conoce.
Cada intento se convertía en lección de humildad. Comenzar un cuadro y dejarlo para continuar más tarde era como interrumpir una conversación íntima: imposible recuperar exactamente el mismo tono, la misma transparencia, la misma magia líquida que había nacido del encuentro fortuito entre el pigmento y la superficie sedienta. La acuarela me enseñó que el arte, como la vida, sucede en el presente absoluto.
Mauricio, que me observaba con la paciencia curiosa de un cómplice, pronto quiso probar también. Sus manos de adolescente descubrían el placer de ver cómo el rojo cadmio se encontraba con el amarillo limón para dar a luz naranjas que él no había planeado pero que recibía como regalo inesperado.
—Papá, mira cómo el agua decide por nosotros— me dijo una mañana, mientras contemplaba cómo una gota rebelde había creado una textura imprevista en su papel.
En esa frase simple yacía la sabiduría de quien observa sin pretensiones. Los sábados se convirtieron en ceremonias donde el papel en blanco era territorio de complicidad, y el recuerdo de Sombra se dejaba sentir entre los colores como bendición silenciosa. Pintábamos sin palabras, comunicándonos en el idioma universal de los pinceles mojados y los colores que sangraban unos en otros creando historias que ningún diccionario podría traducir.
Fue en 2018, el primer año de mi retiro, cuando me entregué por completo a la pintura.
Cada mañana se abría como lienzo nuevo: frutas que parecían planetas miniatura esperando ser descubiertas, paisajes nacidos de la memoria que se filtraba gota a gota en cada pincelada, rostros que emergían del agua como apariciones de algún sueño recurrente que finalmente encontraba forma. Nunca había estado tan entregado a la creación, nunca había sentido con tanta claridad que la vida me había devuelto algo que creí perdido para siempre en los vericuetos de la supervivencia.
En ese proceso de inmersión descubrí algo que llegó a convertirse en convicción profunda: he llegado a creer, con la certeza que solo otorgan los años vividos y los silencios comprendidos, que el arte es la única manera seria de habitar este mundo. No por solemnidad, sino por profundidad. Porque el arte —como la acuarela que se desliza sin pedir permiso sobre el papel— me enseñó que el tiempo no es una cuenta regresiva hacia la muerte, sino una paleta infinita donde cada instante puede convertirse en color, textura, luz.
Pintar se volvió oración, meditación, forma de estar presente en el mundo con una intensidad que los años de trabajo habían adormecido. Cada trazo que daba era una forma de resistir el olvido, cada mezcla de pigmentos, una conversación íntima con lo efímero. En la acuarela, como en la vida, no hay marcha atrás: lo que se pinta permanece, y lo que se diluye deja huella. Es un arte de entrega, de aceptación, de belleza que no se impone sino que se revela como susurro al alma atenta. Pero entre pinceladas comenzaron a insinuarse murmullos extraños que al principio confundí con el susurro normal del cuerpo que se adapta a nuevos ritmos. Un cansancio persistente que no se curaba con descanso, un temblor leve en las manos que al principio atribuí a la emoción del neófito, una presión discreta en el pecho que achacaba al café, al entusiasmo, al cambio radical de rutina.
Los cuadros empezaron a reflejar esas sensaciones sin que yo lo buscara conscientemente. Nubes grises se colaban en paisajes que habían comenzado soleados, tonos graves aparecían en las mezclas como si mi cuerpo pintara en secreto su propio mensaje premonitor. El gris de Payne se volvía protagonista involuntario, y los azules perdían su transparencia para volverse densos, preocupados, como cielos que presagian tormenta. Una noche de lluvia torrencial —de esas que Montreal reserva para los momentos de revelación—, en lugar de pintar, me refugié en el sillón de lectura donde Sombra solía acurrucarse. El sonido del agua contra los cristales creaba una sinfonía líquida que parecía llamar a algo o a alguien desde las dimensiones donde habitan los recuerdos.
Fue entonces cuando lo sentí: Sombra. No entró con pasos ni maullidos, no llegó anunciándose como los gatos de este mundo. Simplemente se materializó en el alféizar como bruma con memoria, como si la lluvia hubiera destilado su esencia desde algún lugar donde el tiempo funciona de manera diferente. Se posó allí con la elegancia solemne de quien conoce secretos que los vivos aún no están listos para escuchar, y me miró con ojos que no juzgan —porque han visto demasiado—, solo entienden con esa sabiduría ancestral de los seres que han aprendido a existir en los espacios intermedios entre lo que fue y lo que será.
—¿Estuve realmente vivo, Sombra? —pregunté sin esperar respuesta, porque algunas preguntas no se hacen para obtener palabras, sino para escuchar los ecos que devuelve el alma. Y entonces, en medio del silencio que siguió, me descubrí arqueando la espalda como quien carga una historia que ya no cabe en los hombros. Los sueños, esos que alguna vez brillaron como luciérnagas en mi infancia de San Carlos, parecían haberse desvanecido entre compromisos laborales y despedidas que nunca supe cómo pronunciar. El tiempo, ese ladrón elegante que no pide permiso, se había deslizado entre mis dedos como arena tibia durante décadas de turnos y madrugadas.
Sombra inclinó la cabeza en un gesto que contenía toda la ternura del universo, y en ese movimiento mínimo entendí algo que me llenó de una paz inesperada. Los mejores años no se habían perdido, sino que se habían transformado en abono silencioso para este momento. Tal vez no estuve dormido en esos vagones de metro, sino soñando con los ojos abiertos. Tal vez la vida no fue una línea recta hacia algún destino predeterminado, sino un mapa de cicatrices que ahora, por fin, sabía leer.
Cuando se desvaneció en la penumbra —no desapareció, se difuminó como acuarela en papel húmedo—, dejándome un aroma leve a tiempo detenido y lavanda silvestre, supe que esa noche escribiría. No para entender, sino para recordar. No para sanar heridas que ya habían cicatrizado a su manera, sino para agradecer el privilegio de haber vivido lo suficiente como para contar la historia.
Vivir a través del arte se convirtió en negarme a ser espectador pasivo del tiempo que me quedaba. Era transformar el cansancio persistente en sombra azul, la nostalgia de los años perdidos en ocre tibio, la esperanza de un futuro incierto en verde que respira. Era entender que incluso los días grises de diagnósticos aún no pronunciados tienen matices si se los mira con el alma abierta. Por eso pintaba. Por eso sabía que escribiría. Porque en cada gesto creativo había una afirmación silenciosa pero férrea: estoy aquí, y este momento merece ser vivido con intensidad, con ternura, con color.
«El tiempo perdido no existe», susurraba mi pincel sobre el papel húmedo. «Solo existe el tiempo que se transforma.» La escritura siempre había rondado como fantasma amable en mi vida, esperando su momento con la paciencia de las semillas que confían en las estaciones. Pensaba en un libro, uno solo —ese proyecto único que todo jubilado cree que tiene derecho a escribir. Hoy ya llevo cuatro, y no sé cuántos más vendrán brotando de esta necesidad recién descubierta de poner en palabras lo que durante décadas vivió solo en el silencio.
Hay algo que me desarma por completo cuando releo algunas de estas páginas que brotan de madrugada: lágrimas que no son de sufrimiento, sino de esa mezcla extraña e indefinible que nace cuando la felicidad se encuentra con algo que no tiene nombre en ningún idioma. No es nostalgia —la nostalgia duele y esto consuela. No es alivio —el alivio es liberación y esto es encuentro. Es como si al escribir hubiera recuperado pedazos de mí mismo que creí extraviados para siempre, y al reconocerlos en la página, el alma no supiera si celebrar el hallazgo o llorar el tiempo que pasó sin ellos.
Quizás sea eso lo que sucede cuando la vida, generosa en sus últimos actos, nos devuelve la capacidad de asombrarnos ante nuestra propia existencia. Escribir se volvió así mi verdadera terapia, más efectiva que cualquier medicina, más reconfortante que cualquier abrazo. Y tengo la esperanza secreta de que también lo sea para quienes me lean —que encuentren en estas páginas el mismo consuelo que yo hallé al escribirlas, esa misma mezcla inexplicable de lágrimas dulces que lavan sin limpiar heridas, porque no vienen a curar, sino a bendecir.
Tengo muchas cosas que decir, historias que esperaron décadas para encontrar su forma definitiva, y quiero que queden plasmadas para siempre, como huellas digitales en el papel. Así Mauricio podrá llevarme en su memoria cuando yo ya no esté para recordar por mí mismo, del mismo modo en que yo lo llevo a él en cada página que escribo, en cada color que mezclo, en cada amanecer que recibo como regalo inmerecido pero profundamente agradecido.
Ahora, en esta hora quieta donde las palabras se posan como pájaros cansados sobre el papel, me reconozco sin máscaras: soy lo que mis errores moldearon con manos torpes pero sinceras. Cada viaje en esos vagones de metro, cada palabra no dicha en las madrugadas de trabajo, cada puerta cerrada con rabia o miedo durante los años de supervivencia, dejó una huella que hoy forma parte de mi geografía interior. No me avergüenzo de ellos: los nombro, los abrazo, porque sin sus grietas no habría luz que se filtrara hacia este momento de creación.
Soy también lo que mis aciertos edificaron, ladrillo a ladrillo, con paciencia y ternura: cada pincelada que logró capturar algo verdadero, cada sábado compartido con Mauricio frente al papel húmedo, cada gesto que ofrecí sin esperar retorno. Las veces que elegí el amor por encima del orgullo, los silencios que protegieron en lugar de herir. En ellos reconozco la arquitectura de mi alma, imperfecta pero habitable, como este apartamento donde finalmente encontré el valor de escribir.
Soy lo que veo en el otro: sus dudas reflejadas en mis propios temblores, sus nostalgias que dialogan con las mías, sus pequeñas victorias que celebro como propias. Me reflejo en los gestos de Mauricio cuando descubre un color nuevo, en la paciencia de Sombra cuando me acompaña en las noches de escritura. Porque entender al otro es también entenderse a uno mismo, y en ese espejo compartido descubro nuevas formas de ser, nuevas maneras de existir que no había imaginado durante los años de turnos nocturnos.
Y soy, sobre todo, lo que hago sentir a los demás. Si alguna vez alguien se sintió menos solo por estas palabras que ahora pongo en el papel, si el abrazo que le di a Mauricio en aquella mañana de acuarelas sostuvo su mundo que se acomodaba a una nueva realidad, si mi presencia fue refugio aunque fuera por un instante en esos sábados de pintura compartida... entonces he vivido. Entonces estos años de metro y cansancio, de lonches fríos y abrigos desgastados, valieron la pena.
Porque al final, comprendí que tanto la acuarela como la escritura comparten el mismo secreto: no se puede retocar lo que ya está, solo se puede continuar hacia adelante, confiando en que los accidentes también forman parte de la belleza, y que las manchas imprevistas a menudo se convierten en los detalles más hermosos de la obra terminada. La vida, como la acuarela, no se borra ni se controla: solo se pinta hacia adelante, con manchas que terminan siendo parte de la belleza, con colores que sangran unos en otros hasta crear algo que jamás habríamos imaginado, pero que reconocemos como profundamente nuestro.
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