Capítulo 19 El territorio de los amores imposibles
Capítulo 19
El territorio de los amores imposibles
Con el tiempo entendí que los amores que no pudieron ser —esos recuerdos que se desvanecen como hojas arrastradas por la corriente, esos dolores que permanecen mudos en la garganta— también nos moldean con manos invisibles. Cada uno ocupa su sitio con la misma dignidad de lo vivido, aunque parezcan mínimos o pasajeros, como destellos fugaces en la penumbra que el olvido nunca consigue disipar por completo.
Lo efímero —esa emoción que destella y se apaga, la mirada que no volvió jamás, la palabra que quedó suspendida en el aire como una nota musical trunca— puede volverse eterno cuando encuentra resguardo en el corazón. No es la duración lo que otorga valor a las cosas, sino la huella del cambio que dejan en nosotros. A veces, lo que más duele es precisamente lo que sostiene, lo que enseña a inhalar luz entre los escombros y a encontrar belleza en las cenizas.
Me hablan de amores platónicos como espejismos que danzan en el desierto de la memoria sin dejar rastro visible. Pero yo —que me rindo ante la lluvia cuando desciende con la cadencia pausada de una confesión antigua— sé que el amor no cabe en las cartografías obedientes de ningún manual. Desborda fronteras, ignora mapas, se derrama por territorios que no figuran en atlas alguno. Es un viajero sin brújula, un susurro que se instala en la piel sin pedir permiso, una llama que no necesita incendio para arder.
Cuando la lluvia golpea el cristal, no escucho agua: escucho memorias que aún no han sido vividas.
Me disuelvo en la pintura que detiene el tiempo y lo transforma en pigmento viviente. En el olor agudo de la trementina que florece en el taller al destapar los frascos —como quien abre puertas a jardines secretos—. En el grano áspero del lienzo que, bajo la yema de los dedos, se comporta como una piel antigua que por fin concede su secreto más hondo, susurrando historias que solo las manos pueden entender.
Pero sobre todo me deslumbra la música que se filtra por los resquicios de la casa y me abraza sin pedir permiso: primero el crujido íntimo del vinilo antes del primer acorde —ese roce áspero que es promesa y nostalgia a la vez—, luego una vibración grave que recorre el pecho como un río subterráneo de emociones, y al final ese silencio habitado que queda cuando la última nota ha declarado su fe y se disuelve en el aire como incienso.
La música me saca del tiempo… aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me mete en el tiempo. Me sumergía en él como quien entra en un lago tibio al atardecer —sin prisa, sin miedo—. Me hacía estar presente en cada segundo, como si el mundo se redujera a ese instante exacto en que el sonido se vuelve alma.
Mientras tanto, el vino —oscuro, lento, casi ceremonial— acompaña el ritual sin interrumpirlo. Se posa en el paladar como una confidencia, cálido y profundo, y parece entender que hay melodías que no se escuchan con los oídos, sino con la memoria. La música entra, me toma por los hombros con manos invisibles y me recuerda que todavía sé decir mi nombre, que aún existo más allá del cansancio y las dudas. El vino, como un testigo paciente, asiente en silencio.
Escribo para salvar aquello que nunca volveré a ser. En ese gesto se encierra la esencia del arte como testimonio: un eco de lo que fue y ya no será, pero que merece permanecer inscrito en la memoria. La escritura se convierte en un conjuro contra el olvido que todos sufriremos —una promesa de que mientras existan palabras, habrá huellas que se resistan a desvanecerse—.
También me sostiene la escritura, pues al desplegarla siento que otras vidas se entrelazan con la mía mientras intento desenredar la madeja enmarañada de recuerdos. Cada palabra que trazo es como el polvo finísimo que se levanta al abrir un viejo libro: una nube de tiempo condensado. Cada frase murmura como alas de mariposas nocturnas que revolotean entre memorias, dejando en los dedos la tibieza del papel convertido en sello invisible.
Escribir es conversar con lo ausente, dialogar con voces que no envejecen, que me susurran desde otros siglos que no estoy solo en mi búsqueda.
Y me atraviesa —como lanza de luz que perfora la niebla— el amor por unos ojos que no me devuelven la mirada pero comprenden el idioma sigiloso de mis silencios, la gramática secreta de todo lo que no se dice. Por una sonrisa que se convierte en faro en medio de los naufragios cotidianos. Por una voz que continúa suspendida mucho después de callar, como oración que el viento conduce hacia territorios donde la soledad aprende a volverse cómplice en lugar de verdugo.
Me aferro incluso a un sueño que no se cumple y, sin embargo, insiste en visitarme como si conociera mi necesidad más profunda. Ese sueño sabe lo que yo olvido: su valor no está en lograrse, sino en persistir como llama que no se apaga; en recordarme que la esperanza no es destino cifrado en las estrellas, sino camino que se construye paso a paso, aun en la oscuridad.
La cartografía de lo imposible
No nombren lo inalcanzable como condena. Yo he habitado el amor que no se toca: levanté catedrales invisibles en territorio de lo fugaz y sembré jardines en el aire enrarecido de lo inalcanzable, cultivando flores que solo florecen en la imaginación pero perfuman la realidad. He amado la nostalgia desprendida de las hojas de otoño sobre las aceras húmedas de Montreal, volviendo cada paso una elegía dorada, cada pisada una nota en la sinfonía melancólica de las estaciones que pasan.
En ese amor sin forma ni dueño —más libre que el viento y más eterno que las rocas—, hallé una verdad más nítida que cualquier certeza: amar no siempre requiere respuesta, y a veces ni siquiera presencia física. Basta con reconocer belleza donde otros ven únicamente vacío; con encontrar compañía en una soledad que dejó de ser enemiga para convertirse en confidente.
Amé las madrugadas de invierno en las que el silencio parecía custodiar a los míos como un ángel invisible, y esa paz me bastaba para aceptar que el universo estaba en su sitio, que todo ocupaba su lugar exacto en la danza cósmica de las cosas.
Amé cartas no escritas que redacté mentalmente en caminatas bajo la nieve, dirigidas a destinatarios invisibles que, de un modo misterioso, siempre las recibían. Cada palabra no pronunciada se convertía en mensaje que viajaba por canales secretos del alma, llegando a su destino sin necesidad de sobres ni timbres postales. Eran cartas que no pedían respuesta, solo presencia. Como si el acto de pensarlas ya fuera suficiente para que alguien, en algún rincón del tiempo, las sintiera.
—«¿De veras pasaste por aquí?» —le pregunté un día al silencio, como quien interroga a un viejo amigo que no da señales de vida.
—«Sigo aquí» —respondió con esa voz que no tiene voz—; «cambié de lugar, no de casa».
El refugio de los amores verdaderos
Aprendí que el corazón no obedece fronteras ni calendarios. Puede amar el eco de una risa que ya no suena en ningún lugar del mundo, la textura de una mano que ya no se extiende hacia nosotros, el aroma de un café compartido en una cocina que dejó de pertenecernos pero sigue viviendo en la memoria como territorio sagrado. El amor verdadero trasciende las leyes de la física: no conoce distancias ni respeta el paso del tiempo.
El amor, cuando es verdadero, no se disuelve con la distancia ni se gasta con los años: se transforma en presencia invisible, en compañía callada que nos habita incluso en la ausencia más radical. Hay memorias que no se archivan en cajones polvorientos; flotan como luz tibia en los rincones del alma, iluminando lugares que creíamos oscuros para siempre.
Amar no es poseer como quien atesora objetos en una vitrina, sino llevar dentro —como reliquia preciosa— aquello que nos transformó irremediablemente. Hay vínculos que, rotos por fuera, laten por dentro como raíces que no necesitan tierra visible para permanecer vivas y fecundas.
A veces lo comprendo en gestos mínimos que se vuelven revelaciones: la taza de té repitiendo un ritual antiguo con la solemnidad de una ceremonia; la mirada cómplice de Sombra cruzando la sala como quien custodia secretos; el silencio compartido con Mauricio mientras llueve sobre la calle Fabre y el agua dibuja mapas efímeros en los vidrios.
Entonces las imposibilidades encuentran su manera de encarnarse en lo cotidiano: no como fantasmas que duelen y perturban el sueño, sino como huellas luminosas que iluminan el presente. Una melodía que ya no se oye en ningún lugar del mundo y, sin embargo, el cuerpo recuerda cada compás, cada pausa, cada respiración entre las notas.
La geometría del tiempo compartido
A veces la memoria abre un cofre secreto y saca una escena intacta, preservada en el ámbar dorado del recuerdo. Me lleva al parque Jarry, cuando Mauricio tal vez tendría unos ocho años y en casa cuidábamos por un tiempo una perrita llamada Candy. No era nuestra, pero mientras estuvo con nosotros se volvió familia —como si siempre hubiera estado allí, como si el universo hubiera esperado ese momento exacto para completar el círculo de nuestros afectos—.
Los veo correr ligeros entre arces que susurran secretos al viento, la risa clara desbordándosele del pecho como un manantial de alegría pura. Candy lo persigue con un entusiasmo demasiado grande para su cuerpo pequeño, saltando en círculos concéntricos como si la tarde entera les perteneciera y pudieran moldearla a su antojo. Cuando él se detiene jadeando, ella aprovecha para abalanzarse y lamerle la cara con esa devoción húmeda de los animales que encuentran a su persona favorita en el mundo.
Rodaban por la hierba en un torbellino de carcajadas y ladridos, y el mundo —por un instante eterno— era completo, perfecto, sin fisuras ni ausencias.
Desde una banca cercana sentí que el tiempo se detenía para concedernos ese regalo inesperado, como si los dioses menores de la felicidad hubieran conspirado para detener los relojes y permitir que ese momento se expandiera hasta abarcarlo todo. Aquello fue breve como el vuelo de un colibrí, pero lo guardo como se guarda una fotografía que no amarillea jamás, que permanece viva y brillante en algún rincón del alma donde no llegan los años ni el olvido.
En la superposición caprichosa de memorias me veo de niño también corriendo descalzo por las veredas de tierra roja de la hacienda Dinamarca, persiguiendo mariposas que danzaban como pétalos desprendidos del cielo entre cafetales que se perdían en el horizonte verde. El tiempo entonces era generoso como un rey benévolo: una tarde podía abarcar eternidades enteras, cada hora era un continente por explorar.
Hoy sé que no se elige entre uno u otro recuerdo; conviven como reflejos en un mismo río que fluye sin prisa hacia el mar de la memoria. Tal vez el tiempo no sea línea recta que se estira hacia el infinito, sino tela que se arruga al compás de la emoción. En ese pliegue invisible —entre la risa de un niño en el presente y la voz de mi madre Otilia llamándome desde la cocina en el pasado— se anida una forma extraña y hermosa de eternidad.
Brasa bajo la ceniza
El dolor que no se exhibe —ese que no grita ni reclama— se parece al gato Sombra cuando se desliza por la casa al amanecer. No hace ruido, no interrumpe, pero está ahí, palpitando con su propia gravedad. Como él, el dolor aprende a convivir con la rutina, a esconderse entre los gestos cotidianos, a acurrucarse bajo la mesa mientras se sirve el café.
Sombra no necesita palabras para hacerse sentir; basta su mirada fija, su respiración pausada, su forma de ocupar el espacio sin invadirlo. Así también el dolor: se instala en el pecho como un animal que ha aprendido a no molestar, pero cuya presencia transforma el aire. No hay escándalo, no hay humo, solo esa brasa que arde sin llamarada, como el calor que emana del cuerpo de Sombra cuando se acuesta junto a mí en las noches más largas.
Y sin embargo, en esa compañía muda hay consuelo. Porque si el dolor se parece a Sombra, también puede aprender de ella el arte de la ternura sin palabras, la fidelidad sin exigencias, la belleza de estar sin pedir nada a cambio.
A veces creemos que esconderlo es vencerlo; que si el mundo nos ve funcionales, luminosos, competentes, hemos ganado alguna batalla silenciosa. Sin embargo, el dolor no se mide en lágrimas visibles ni en lamentos públicos, sino en el peso silencioso del insomnio que convierte las noches en territorio enemigo, en la fatiga invisible de quien sonríe mientras tiembla por dentro como hoja en tormenta.
Esa sonrisa —lejos de mentir o engañar— es un acto puro de dignidad: un «sigo aquí» que no pide testigos ni aplauso, solo el derecho simple de continuar existiendo.
No se trata de negarlo como quien niega la lluvia mientras se empapa, sino de mirarlo a los ojos y decirle con voz firme: «te reconozco, acepto tu presencia, pero no me defines ni me determinas». Cada herida que no nos quebró como rama seca nos hizo más hondos como pozos de sabiduría y nos abrió la mirada hacia el sufrimiento ajeno, enseñándonos el idioma universal de la compasión.
Como el otoño que no teme desnudarse ante el mundo —desprendiéndose de sus galas con elegancia natural—, también nosotros podemos soltar las hojas secas del alma sin aspavientos ni dramatismos. En esa desnudez valiente se insinúa la promesa silenciosa del brote nuevo, la certeza de que bajo la tierra aparentemente muerta late la semilla de una nueva primavera.
Pincelada de lo imposible
Con los años, comprendí que los amores imposibles son los únicos que nos pertenecen sin disputa, sin cláusulas ni relojes. No hay decreto que los borre, ni distancia que los disuelva. Sobreviven a los exilios más crueles, como raíces que se aferran al subsuelo de la memoria. No necesitan testigos ni promesas: viven en la médula del recuerdo, en la fidelidad a un gesto irrepetible, en la terquedad luminosa de una emoción que no pidió permiso para quedarse.
Hay una dignidad secreta en amar sin condiciones, sin cálculos ni expectativas. Una resistencia callada que vuelve eterno lo fugaz y convierte en legado lo que parecía intangible. Ese legado —hecho de intuiciones que no se explican, de silencios que dicen más que las palabras, de instantes que no se dejaron atrapar pero tampoco se olvidaron— nos acompaña cuando lo demás se desvanece como humo. Es llama que no consume y, sin embargo, no se apaga. Es carta nunca enviada que sigue diciendo lo necesario al destinatario invisible que todos llevamos dentro.
Por eso, los amores imposibles no se lamentan como pérdidas: se veneran como altares donde arde un fuego sagrado. No como heridas que supuran, sino como templos donde se custodia lo mejor de nosotros. El amor no necesita futuro garantizado para ser verdadero, ni reciprocidad confirmada para ser fecundo como tierra buena. Basta con que haya existido un instante —un solo instante de reconocimiento mutuo— para que algo en nosotros quede transformado para siempre, marcado con el sello indeleble de la belleza.
Cuando la luz se detiene
Por fuera, mi vida es un mapa legible, una colección de caminos que cualquiera puede seguir y comprender. Pero bajo la superficie —donde la luz no llega— se ocultan territorios inexplorados y ciudades de silencio. Son esos los verdaderos cimientos de mi existencia. Lo que ves es apenas la fachada de una casa que alberga habitaciones secretas, donde los muebles son recuerdos y las paredes guardan el eco de lo que nunca se atrevió a salir.
Esta es mi carga: la coexistencia de dos mundos. El visible y el que habito en soledad. El peso de mi vida no está en los pasos que doy, sino en el espacio que hay entre ellos, en la distancia inmensa que separa lo que soy de lo que parezco. Y fue precisamente en uno de esos espacios —en ese intersticio donde el cuerpo calla pero el alma escucha— que algo comenzó a cambiar.
No lo vi venir. No tenía forma ni nombre, pero ya estaba allí, esperando su turno para revelarse.
—«Cuando todo se apaga y la oscuridad amenaza con tragárselo todo, queda una brasa en el resquicio del alma: con ella enciendo la luz suficiente para reconocerme en el espejo y seguir caminando hacia la próxima aurora.»
Amanece, y el mundo vuelve a nacer conmigo en el apartamento de la calle Bélanger, que finalmente aprendió a pronunciar mi nombre con la familiaridad de quien conoce cada sílaba, cada respiración. La luz entra oblicua como promesa recién despierta, atravesando las cortinas con dedos dorados que acarician los muebles y les devuelven su forma después de la noche.
Estar vivo no es inercia ni rutina: es una elección consciente que firmo cada mañana como quien renueva un pacto secreto con el misterio de existir.
El café humea en la taza desportillada como rito antiguo que conecta mis mañanas con las de todos los hombres que han existido. No busco cafeína para despertar: busco tregua, un respiro compartido con todos los que alguna vez miraron su taza pidiendo fuerzas para enfrentar lo desconocido. La música, desde una habitación vecina, regresa como visitante familiar: entra, me abraza sin pedir permiso y acomoda las piezas dispersas del corazón como quien ordena un rompecabezas hasta que la imagen vuelve a tener sentido.
Y sin embargo, esa mañana algo se deslizó con la sutileza de una sombra que no estaba ayer. Un temblor apenas perceptible, una nota desajustada en la armonía habitual. No lo entendí entonces, pero el cuerpo —ese sabio silencioso— ya comenzaba a escribir su propio verso, uno que no pedía tinta sino atención.
La luz seguía entrando, sí, pero esta vez parecía detenerse un instante más sobre mi pecho, como si buscara allí una grieta secreta por donde anunciar lo que estaba por venir.
Así cerró el día que parecía igual a todos, y sin embargo contenía el prólogo de una revelación todavía pendiente.
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