22 El Túnel del Tiempo: Donde la memoria sueña

 

Capitulo 22
El Túnel del Tiempo

Donde la memoria sueña:
Una historia que tal vez ocurrió, o tal vez no, pero que es verdadera de todos modos...


Antes de que empiecen ustedes —con esa seriedad de quien supone que el universo fue creado exclusivamente para darle trabajo a los científicos— a desenfundar fórmulas, ecuaciones o a sacarle radiografías al misterio, conviene que lo aclaremos: lo que voy a relatar pertenece a ese club de sucesos que son tan insolentes que se aparecen cuando nadie los ha invitado y se esfuman en cuanto uno intenta explicarles su modo de entrada.

Es un poco como con las mariposas. No falla: en cuanto se empeñan en cazarlas, se comportan como suegras ofendidas, que huyen al menor intento de cordialidad; pero si uno se queda quieto, respirando con la filosofía del que ya ha perdido el tren y solo espera el siguiente, entonces ellas se le posan en la nariz… y ahí lo tienen a usted, convertido en un daguerrotipo viviente de la paciencia y la ridiculez humana.

La moraleja es sencilla, aunque no por eso menos irritante: la vida rara vez aparece cuando uno la cita, pero tiene la pésima costumbre de presentarse justo el día en que uno no barre la sala.

Mi hijo Mauricio nunca conoció a su abuela Otilia, lo cual, según él, era una injusticia del tamaño de un guayabo gigante. Y como todo niño sensato, decidió que si la realidad no cooperaba, la imaginación haría el trabajo. Así fue como, una noche cualquiera —de esas en que el frío canadiense hace que uno se abrace a los recuerdos como si fueran cobijas—, nos metimos en un túnel del tiempo. No uno de esos que salen en los libros de ciencia, llenos de ecuaciones y relojes rotos, sino uno mucho más confiable: el que se activa cuando un padre empieza a contar historias y un hijo decide creerlas con el corazón entero.

Y ahí vamos, viajando sin boletos ni cronómetros, convencidos de que, si la física no nos acompañaba, al menos la terquedad hereditaria de la familia Salazar Suarez sí.

*Esa mañana, mientras el sol se colaba por la ventana con la discreción de un ladrón arrepentido, le hablé a Mauricio de una vieja serie en blanco y negro que veía en el la tv de los tiempos de upa, cuando los televisores tenían barriga  y la programación tenía menos sentido que una reunión de vecinos. La serie se llamaba El túnel del tiempo, y vivía en mi memoria como un pasadizo secreto, justo entre el recuerdo de la sopa de fideos de mi madre y el trauma de los pantalones de bota campana.

Le conté que dos científicos —que claramente habían escapado de una convención de peluquería para genios— viajaban por la historia sin saber a dónde iban a parar. Como turistas sin mapa, pero con presupuesto ilimitado. El destino, les dije, era un dado lanzado por el universo... aunque sospecho que el universo estaba ebrio y jugando con dados trucados.

Mauricio me escuchaba con esos ojos enormes que tiene, atentos, brillantes, como si cada palabra que yo decía fuera una chispa que encendía su imaginación. O como si estuviera esperando que en algún momento apareciera un dinosaurio o Napoleón en bata de baño.

—¿Y si usamos el túnel para ir a ver a la abuelita Otilia? —me soltó Mauricio, con esa lógica infantil que convierte cualquier imposibilidad en proyecto viable, siempre y cuando se acompañe de suficiente ternura y una merienda.

Lo miré, sonriendo. No teníamos máquina, ni cables, ni pantallas. Ni siquiera efectos especiales de cartón pintado. Pero teníamos algo más potente que cualquier presupuesto de Hollywood: el deseo. Ese deseo que no pide permiso ni cita previa, y que, si se pudiera vender en estaciones de servicio, dejaría al petróleo desempleado y a los políticos sin libreto.

Cuando la fantasía se vuelve memoria verdadera

Ah, pero qué historia más deliciosamente improbable, tejida con los hilos invisibles que solo los niños y los poetas saben encontrar. Ese viaje —que ningún pasaporte podría registrar y ningún satélite podría rastrear— fue una travesura del corazón, una conspiración entre la memoria y el deseo. Mauricio, sin saberlo, se convirtió en contrabandista de afectos intergeneracionales, cruzando continentes y décadas con la ligereza de quien lleva una flor en el bolsillo, sin preocuparse por aduanas ni relojes.

De esa alquimia entre nostalgia y fantasía surgió una historia imposible: el día en que mi hijo conoció a su abuela Otilia, a sus tíos y tías de Medellín, como si la distancia fuera apenas una cortina que se corre con el pensamiento. Allí, entre abrazos que desafiaban la cronología y risas que no sabían de fronteras, recibió de ella una semilla mágica para plantar en la "ruelle" ese callejón mágico donde se reunía a jugar con sus amigos de Montreal. Una semilla que no pedía tierra fértil, sino memoria viva.

Sin embargo —y aquí es donde El Principito nos guiñaría un ojo cómplice, como quien sabe más de lo que dice—, lo esencial permanece invisible a los ojos adultos. Porque hay noches en las que el tiempo se pliega sobre sí mismo como un acordeón de seda lunar, y las fronteras entre lo vivido y lo soñado se disuelven en esa penumbra tibia donde los recuerdos cobran vida propia, donde la memoria se vuelve verdad. Y en ese rincón secreto del alma, donde los relojes se rinden y los mapas se desdibujan, los encuentros imposibles se vuelven inevitables.

Una de esas noches, mientras Montreal dormía arropada por su manto de nieve —esa nieve que cae como cartas del cielo, como bendiciones silenciosas que nadie firma pero todos reciben—, y las ventanas de nuestro apartamento en la calle Fabre se empañaban con el aliento tibio de los sueños compartidos, Mauricio se despertó sin razón aparente. O tal vez con todas las razones del mundo condensadas en un solo instante, como si el universo hubiera decidido que era hora de un milagro doméstico.

Lo vi de pie junto a mi cama, inmóvil como esas estatuas de sal que menciona la Biblia, pero sin culpa ni castigo, solo asombro. Sus ojos brillaban como estrellas recién nacidas, como faros encendidos en la oscuridad más profunda, guiando no barcos, sino memorias. Y en su mano pequeña sostenía algo que no podía ser —pero que era, con la contundencia de lo irrefutable y la lógica poética que solo los niños manejan sin esfuerzo—: una semilla de guayabo que palpitaba con luz dorada, como si hubiera capturado en su interior todos los amaneceres de los trópicos, todos los abrazos que no dimos, todas las historias que aún esperan ser contadas.

En ese instante, comprendí que hay noches en que la realidad se toma vacaciones y deja a la fantasía a cargo del turno. Y que a veces, lo imposible se presenta sin previo aviso, con la naturalidad de un niño que simplemente cree. Porque hay verdades que no necesitan explicación, solo testigos. Y yo, esa noche, fui uno.

La sostuvo en silencio ceremonial, como quien escucha en una caracola el rumor del mar lejano. Y yo supe, con esa certeza que no se aprende en libros ni se explica en fórmulas, que en esa semilla vibraban voces antiguas: la melodía de un patio de San Carlos donde los cafetales susurraban secretos al viento, el canto de los grillos marcando el ritmo de las tardes eternas, el roce de las sandalias de su abuela arrastrándose por corredores que olían a lluvia, a tierra mojada y a tiempo detenido.

Era como si ese pequeño fragmento de vida contuviera el eco de mi infancia: los juegos bajo el sol inclemente, las carreras entre gallinas escandalizadas, los cuentos que mi madre hilaba con la paciencia de quien sabe que la magia no tiene prisa. Y ahora, en la mano de Mauricio, esa semilla palpitaba con luz dorada, como si quisiera abrir un portal entre dos mundos: el de mi niñez en San Carlos y el suyo, aquí, en Montreal, donde la nieve cubre las ruelles como un manto de silencio y las memorias deben inventarse con palabras y gestos.

En ese instante, entendí que el paraíso no es un lugar, sino una herencia invisible. Y que, si lograba sembrar en él el recuerdo de aquel patio —aunque fuera solo con historias y semillas imposibles—, entonces San Carlos viviría también en sus pasos, en sus juegos, en su manera de mirar el mundo con ojos que aún creen en lo imposible.

Entonces comprendí —como Mark Twain comprendía el Mississippi, con sus curvas caprichosas y su alma de cuento largo, como Isabel Allende comprende que los espíritus nunca se van del todo, sino que se esconden en los rincones donde la memoria aún respira— que la historia inventada había dejado de ser invención. Que lo soñado se había transfigurado en encuentro, y que ningún océano, ninguna cordillera, ninguna frontera humana podía sofocar el llamado ancestral de la sangre cuando decide manifestarse con la terquedad de lo inevitable.

Era como si el relato que tejimos por juego, por ternura, por necesidad, hubiera decidido independizarse de la ficción y reclamar su lugar en la realidad. Como si el túnel del tiempo, ese artefacto de cartón emocional, se hubiera activado no por ciencia, sino por amor. Y en ese instante, Mauricio, con la solemnidad de quien porta un mensaje del universo, se acercó a mí.

—Papá —me susurró con esa voz que tienen los sueños cuando deciden hacerse reales—, el túnel del tiempo está abierto.

Y yo, que había aprendido a desconfiar de los milagros con la edad, me rendí ante el más sencillo de todos: el de un hijo que cree. Porque cuando un niño afirma que el túnel está abierto, no queda más que entrar. Aunque sea con los ojos cerrados y el corazón en vilo. Aunque el destino sea incierto y la máquina esté hecha de palabras, recuerdos y una semilla de guayabo que brilla en la oscuridad como testigo de lo imposible.

*No hubo asombro en mi corazón, porque en los sueños verdaderos la magia se comporta como la respiración: natural, inevitable, necesaria como el latido del mundo. Me levanté sin hacer preguntas —las preguntas son para el mundo despierto, no para los milagros— y lo seguí hasta la sala, donde el aire se había vuelto espeso como miel de abejas antiguas, dorado como esos atardeceres tropicales donde el sol se niega a morir, aferrado al horizonte como un recuerdo que no quiere soltarse.

En el centro de la habitación, donde antes descansaba la mesa del comedor con su mantel de cuadros y sus migas del desayuno —testigos silenciosos de nuestras rutinas y confidencias— se extendía ahora un pasillo luminoso que palpitaba con todos los colores del amanecer, como si alguien hubiera pintado un arcoíris con luz líquida y lo hubiera dejado secar entre los muebles. Era nuestro túnel del tiempo —no el de Tony y Douglas que yo había conocido en el televisor blanco y negro de mi infancia, ese artefacto que parecía más interesado en efectos especiales que en afectos reales—, sino el que habíamos construido juntos durante tantas noches de historias compartidas: Mauricio aportando su risa que desarmaba la soledad como un hechizo sencillo, yo tejiendo la nostalgia como quien borda un mapa secreto en el reverso del corazón, con hilos invisibles y puntadas de memoria.

—¿Adónde vamos, papá? —preguntó, aunque ambos conocíamos la respuesta desde antes de nacer, como si estuviera escrita en algún rincón del alma que no necesita traducción.

—A San Carlos, la tierra de tu padre —respondí, y mi voz sonó extraña, como si viniera de muy lejos o de muy adentro, desde ese lugar donde guardamos las verdades que no necesitan explicación—. A conocer a tu abuela Otilia.

Y así, sin equipaje ni pasaporte, cruzamos el umbral. Porque hay viajes que no se hacen con los pies, sino con el corazón. Y hay destinos que no aparecen en los mapas, pero viven en nosotros, esperando el momento justo para revelarse.

*Caminamos tomados de la mano por aquel corredor que olía a tierra húmeda después de la lluvia, a café recién tostado en fogones de leña, a jazmines nocturnos que solo florecen para los que saben esperar.

 Las paredes del túnel se desdibujaban en ondas de calor y tiempo, como cuando miras el horizonte en el desierto y no sabes dónde termina la tierra y comienza el cielo. Nuestros pasos resonaban con ecos que no nos pertenecían del todo: eran los pasos de todos los que alguna vez habían caminado por esos senderos invisibles, el rumor secreto de las generaciones que nos habían soñado antes de que naciéramos, que habían preparado nuestro encuentro desde el principio de los tiempos.

Al salir del túnel, el mundo se abrió ante nosotros como una acuarela que alguien hubiera pintado con lágrimas de felicidad y pigmentos robados al paraíso. Allí estaba la Hacienda Dinamarca, no como yo la recordaba —manchada por el tiempo y la distancia, desgastada por los años de abandono—, sino como había sido en sus días de gloria: los cafetales y mandarinos en flor, se mecían con esa música verde que solo conocen quienes han dormido arrullados por el viento de las montañas, y los guayabos se alzaban como centinelas dulces, como guardianes de secretos que solo los niños y los poetas saben descifrar.

En ese momento, como si el universo hubiera decidido añadir una nota de ternura al pentagrama de lo imposible, apareció Candy. No caminó, flotó —con esa ligereza que solo tienen los recuerdos felices—, moviendo la cola como quien saluda al tiempo mismo. Su pelaje brillaba con una luz suave, como si estuviera hecha de las tardes en que Mauricio la abrazaba sin saber que estaba construyendo eternidad.

Sombra la miró con ese aire aristocrático que tienen los gatos cuando deciden no juzgar, solo aceptar. Se acercó con cautela, como quien reconoce a una vieja amiga en un cuerpo nuevo, y sin ceremonia ni protocolo, se sentaron juntos bajo el árbol de guayabo que aún no había sido sembrado, pero que ya existía en la memoria.

—¿Y ella? —preguntó Mauricio, con los ojos llenos de esa mezcla de sorpresa y alegría que solo se da cuando el corazón recuerda antes que la mente.

—Es Candy —le dije—. Vino porque tú la llamaste sin darte cuenta. Y porque Sombra, aunque no lo admite, siempre quiso tener una amiga que no lo juzgara por ser invisible.

Sombra y Candy se miraron como dos viejos conocidos que nunca se habían visto, con esa diplomacia animal que supera cualquier tratado internacional. Sombra, fiel a su estilo de gato fantasma con ínfulas de compositor francés, emitió un maullido que sonaba a preludio de Debussy, mientras Candy, con la alegría intacta de los recuerdos bien guardados, movía la cola como si estuviera saludando a la infancia misma. No hubo necesidad de presentaciones ni de olfateos ceremoniales: se entendieron al instante, como si compartieran un contrato tácito firmado en el reino de lo imposible, con cláusulas de ternura y artículos de travesura.

Desde ese momento, se volvieron inseparables: él aportando su aire de misterio y ella su entusiasmo sin fecha de caducidad. Juntos, se convirtieron en los escoltas oficiales de Mauricio, vigilantes de sus sueños y cómplices de sus aventuras, reales o inventadas. Porque si algo hemos aprendido —y los gatos lo saben mejor que nadie— es que la lógica es una molestia innecesaria cuando se trata de afectos. Y así, entre maullidos impresionistas y colas que narran historias, el túnel del tiempo se volvió más ancho, más brillante, y francamente más divertido.

Y entonces la vimos.

Otilia, mi madre, sentada en el corredor de la casa principal como si nunca se hubiera ido, como si el tiempo fuera apenas una distracción menor que ella había aprendido a ignorar con elegancia. Llevaba su vestido azul de los domingos —ese que no era para misa, sino para milagros— y tenía las manos reposadas sobre el regazo como dos pájaros que, tras años de vuelo, decidieron que ya era hora de jubilarse sin drama.

No dijo nada, porque las madres sabias saben que las palabras estorban cuando el amor ya ha hecho todo el trabajo. Nos miró como quien reconoce a los suyos incluso después de varias reencarnaciones y un cambio de continente. Y yo, que había cruzado túneles imposibles y desayunos olvidados para llegar a ese instante, entendí que hay presencias que no necesitan explicación, solo aceptación. Porque cuando una madre aparece en el corredor de la memoria, uno no pregunta cómo llegó. Uno simplemente se sienta a su lado.

*—Hijo mío —me dijo, y su voz fue un abrazo antes de que sus brazos lo fueran, fue casa antes de que hubiera paredes—. Ya era hora de que vinieras a visitarme.

Pero sus ojos —esos ojos que habían visto nacer y morir tantas cosas sin perder la esperanza— no se quedaron en mí. Se posaron en Mauricio con esa ternura instantánea que tienen las abuelas para reconocer a su descendencia, incluso cuando la encuentran por primera vez en el territorio imposible de los sueños compartidos. Se irguió con esa dignidad antigua que la muerte no había podido arrebatarle, y extendió sus manos hacia él como quien ofrece un tesoro que ha estado guardando desde el principio de los tiempos.

—Y tú debes ser Mauricio —le dijo, y su sonrisa fue como el sol naciendo detrás de los cerros, como la primera mañana del mundo—. Cuéntame, hijo de mi hijo: ¿sabes que tienes familia en Medellín? ¿También sabes que hay primos de tu edad con quienes puedes correr por patios infinitos?

Mauricio, con esa valentía súbita que tienen los niños para adaptarse a los milagros —porque para ellos todo es posible hasta que los adultos les enseñan lo contrario—, le habló de lo que su padre le había contado de sus tíos, de las primas que jugaban a las escondidas entre los corredores de casas que él nunca había pisado pero que su corazón conocía por ósmosis narrativa. Le habló de Montreal y de sus amigos de la ruelle: Maxime con su risa contagiosa, Morgan y sus inventos imposibles, Elias y su sabiduría precoz, Noha y sus secretos de otras tierras. Le contó de las montañas de nieve donde se deslizaba en trineo como un ave sin alas, y de las palabras en francés que había aprendido a pronunciar como pequeñas llaves mágicas que abrían puertas entre mundos.

Mi madre lo escuchó con la atención ceremonial que dedicaba a los asuntos del alma, asintiendo como quien comprende no solo las palabras, sino también los silencios que las habitan, los espacios blancos donde vive lo indecible. Cuando él terminó de hablar —ese silencio expectante de los niños que han compartido su tesoro más preciado—, ella se levantó y caminó hacia el guayabo más grande del patio, ese árbol patriarca que había sido el confidente de mis primeros secretos y el testigo mudo de mis últimas despedidas.

Con manos que temblaban apenas —no de edad, pues en los sueños nadie envejece, sino de emoción pura, destilada— arrancó del árbol una guayaba perfecta, dorada como una pequeña luna tropical, madura como solo pueden serlo las frutas en los sueños donde todo alcanza su punto exacto de perfección. La partió por la mitad con la delicadeza de quien abre un libro sagrado, y de su centro brotó una semilla que brillaba con luz propia, como si hubiera capturado en su interior todo el sol de todas las tardes de la hacienda, toda la luz de todos los días que no pudimos compartir.

—Esta semilla —le dijo a Mauricio, cerrando sus pequeñas manos alrededor del regalo con la solemnidad de una bendición— es para que la siembres en la ruelle de Montreal. Para que tus amigos prueben el sabor de nuestras guayabas y sepan que el amor tiene un gusto dulce que no conoce fronteras, que cruza océanos sin mojarse, que vuela sin alas, que llega siempre, siempre, aunque parezca imposible.

Mauricio recibió la semilla como quien recibe una responsabilidad sagrada, y por un instante fugaz sus ojos se llenaron de esa sabiduría antigua que a veces visita a los niños cuando comprenden, sin necesidad de explicaciones, que están viviendo algo que marcará para siempre el rumbo de su historia, que dividirá su vida en un antes y un después de este momento.

—¿Crecerá en la nieve, abuela? —preguntó con esa lógica infantil que siempre va al corazón del asunto.

—Crecerá donde haya amor, nieto de mi alma —le respondió su abuela, y sus palabras fueron como semillas ellas mismas, plantándose en nuestros corazones—. Y donde tú estés, siempre habrá amor. Eres hijo del amor, nieto del amor, bisnieto del amor. El amor te precede y te sigue, como Sombra sigue mis pasos incluso ahora que soy memoria.

El túnel comenzó a manifestarse de nuevo entonces, palpitando en el aire como un corazón de luz, como si la madrugada hubiera agotado su cuota de magia y fuera hora de regresar al territorio cotidiano de los despertares. Nos despedimos de su abuela con besos que sabían a guayaba y a eternidad, con abrazos que parecían querer compensar todos los abrazos no dados, todas las tardes no compartidas, todos los cuentos no contados.

—Cuida a ese niño, hijo mío —me susurró al oído mi madre, mientras me abrazaba, y su aliento olía a canela y a recuerdos—. Él es el puente entre los mundos, la prueba de que el amor trasciende la geografía. En él se encuentran el norte y el sur, el frío y el calor, la nieve y el café.

Cuando despertamos —¿pero despertamos realmente?—, cada uno en su cama, el apartamento de Montreal había recuperado su geografía familiar: la mesa del comedor en su lugar de siempre con sus migas testimoniales, el aroma del café que Ofelia preparaba en la cocina con su ritual matutino, el rumor lejano de los niños de la ruelle que comenzaban a desperezarse como gatos al sol. Pero Mauricio tenía el puño cerrado con la fuerza de quien guarda un secreto del universo, y cuando lo abrió —momento de revelación, de epifanía doméstica—, allí estaba la semilla de guayabo: real, palpable, imposible, inevitable.

—¿Lo soñamos juntos, papá? —preguntó con esa voz que usan los niños cuando intuyen que están al borde de un misterio mayor.

—No lo sé, hijo —le respondí, y por primera vez en mi vida la incertidumbre me supo a esperanza, a posibilidad, a puerta abierta—. Pero si fue un sueño, fue el más verdadero que he tenido. Más verdadero que muchas horas despiertas, esas en las que uno anda con los ojos abiertos pero el alma cerrada.

Porque hay sueños que no se desvanecen al amanecer, sino que se quedan a vivir con uno, como huéspedes tercos que se niegan a marcharse. Y si este fue uno de ellos, entonces bendita sea la fantasía que se atreve a ser más real que la realidad misma.

Esa misma tarde, armados con una pequeña pala de juguete —esas que usan los niños para construir castillos de arena, solo que nosotros construiríamos castillos de esperanza—, salimos a la ruelle con la solemnidad de quien va a cumplir una misión sagrada. Plantamos la semilla en un rincón donde el sol de la tarde se detenía a descansar entre los muros de ladrillo, como si ese fuera su lugar favorito para contemplar el mundo. Mauricio la regó con agua del grifo que, en sus manos, parecía agua bendita, y le susurró palabras en francés que sonaron como conjuros antiguos traducidos al idioma de Molière.

Los amigos del callejón se acercaron con esa curiosidad natural de la infancia, formando un círculo sagrado alrededor del pequeño montículo de tierra. Mauricio les explicó —en esa mezcla babel de español, francés e inglés que solo los niños dominan sin esfuerzo— que habíamos plantado un pedazo de Colombia para que creciera en Montreal, para que las dos patrias de su corazón conversaran en secreto bajo la tierra, intercambiaran recetas de felicidad, se enseñaran mutuamente sus canciones.

El jardín secreto del tiempo

Han transcurrido años desde aquella noche de fronteras porosas, cuando el tiempo se plegó sobre sí mismo como una carta de amor guardada en el bolsillo del alma. La semilla de su abuela —esa pepita dorada de guayaba que atravesó dimensiones— nunca brotó de la manera convencional que describen los manuales de botánica. O quizás sí germinó, pero en territorios que nuestros ojos adultos, entrenados para ver solo lo evidente, han olvidado cómo reconocer.

Porque cada vez que Mauricio abraza a sus amigos de la ruelle con esa calidez latina capaz de derretir iglús centenarios, cada vez que pronuncia una palabra en español con ese acento que ya es completamente suyo —ni de aquí ni de allá, sino de esa tercera patria que nace en el corazón de quien aprende a habitar entre mundos—, cada vez que cocina arepas para sus camaradas o les enseña los secretos de la cumbia en las noches tibias de Montreal, me parece ver los frutos invisibles del guayabo de su abuela, resplandeciendo como luciérnagas en la oscuridad.

Y cuando la nieve regresa, implacable, a cubrir Montreal con su manto de silencio blanco —ese silencio que es página en blanco y promesa a la vez—, en esas noches donde la luna transforma cada cristal de escarcha en polvo de estrellas, juro que escucho el murmullo lejano de los cafetales de San Carlos. Es el eco de una voz que bendice desde la distancia imposible, la risa cristalina de una abuela que descubrió la manera de abrazar a su nieto a través de los corredores secretos que conectan todos los sueños del mundo.

—Papá —me preguntó Mauricio una tarde, ya convertido en hombre, con esa barba que le confiere un aire de pirata ilustrado y esos ojos que aún guardan la chispa de aquella noche imposible—, ¿de verdad viajamos por aquel túnel del tiempo? ¿De verdad conocí a mi abuela Otilia en ese encuentro que no debió existir?

Me quedé mirándolo un instante, sintiendo el peso dulce de todas las verdades que no caben en las palabras ordinarias. El vapor del café matutino subía entre nosotros como incienso de memorias.

—Hijo —le respondí, con la convicción de quien ha aprendido que hay verdades más grandes que los hechos—, no sé si fue real en el sentido mezquino que los adultos le damos a esa palabra. Pero sé que fue verdadero. Y esa verdad sigue creciendo, invisible y eterna, en el jardín secreto donde las madres nunca mueren del todo, donde los nietos siempre encuentran el camino de vuelta a casa, donde el amor es el único pasaporte que necesitamos para cruzar todas las fronteras.

Sombra, mi gato fantasma, maulló su acuerdo desde ese lugar entre los mundos donde habita, recordándonos con su presencia translúcida que algunas historias son demasiado verdaderas para ser simplemente reales, demasiado necesarias para no haber ocurrido, demasiado hermosas para no contarlas una y otra vez, hasta que se vuelvan leyenda, hasta que se vuelvan fe, hasta que se vuelvan esa clase de verdad que no necesita pruebas porque vive en el único lugar donde realmente importa: en el corazón que recuerda, en el alma que nunca olvida, en el amor que todo lo trasciende.

El tejido invisible del tiempo

Porque al final, queridos míos —y esto lo sé ahora con la certeza del que ha vivido lo suficiente para entender—, todos habitamos el túnel del tiempo. Todos viajamos constantemente entre el ayer y el mañana, entre lo que fue y lo que pudo ser, entre lo que soñamos y lo que vivimos. Somos peregrinos del instante, navegantes de memorias, arquitectos de esperanzas.

Y en ese viaje infinito, cuando las estrellas se alinean con la precisión de un reloj cósmico y el corazón está lo suficientemente abierto —despojado de la armadura del escepticismo adulto—, el tiempo se dobla sobre sí mismo como origami sagrado. Entonces nos regala encuentros imposibles que son más reales que la realidad misma, más tangibles que el pan sobre la mesa, más ciertos que la nieve que cae.

Entre la nieve de Montreal y el sol ardiente de San Carlos, entre el francés melodioso y el español cantarín, entre el maple centenario y el guayabo generoso, seguimos plantando semillas invisibles en el huerto del alma. Seguimos construyendo puentes de palabras que cruzan océanos de ausencia. Seguimos creyendo —con la fe obstinada de los niños y los poetas— que el amor es más fuerte que la distancia, más duradero que el tiempo, más real que la muerte misma.

Esa es la única certeza que necesitamos, la única religión que vale la pena profesar: la fe en que nos volveremos a encontrar, de una manera u otra. En este mundo tangible o en el mundo de los sueños que es su hermano gemelo. En esta vida que respiramos o en la memoria que es otra forma de vida, más duradera quizás. En el abrazo real de carne y hueso o en el abrazo soñado que —como bien saben los niños, los locos y los santos— es exactamente lo mismo cuando se siente con el corazón entero, con el alma desnuda, con la esperanza intacta.

La alquimia de las historias verdaderas

Como decía Mark Twain con esa sonrisa torcida que aún flota en sus palabras: «Nunca dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia». Y tenía razón, el viejo zorro del Mississippi. Porque las mejores historias —esas que nos transforman como agua en vino, como plomo en oro— no se dejan atrapar por los límites mezquinos de lo verificable.

Son relatos que uno nunca logra determinar si los vivió o los soñó, pero que lo transformaron para siempre con la precisión de un bisturí de luz. Historias que enseñan que la verdad, cuando quiere de veras tocar el corazón humano, a veces se disfraza de mentira inocente para colarse por las rendijas de lo imposible y florecer —obstinada como maleza sagrada— en el corazón de quienes aún conservan esa sabiduría ancestral de creer en milagros cotidianos.

Así nació el relato de Mauricio y su encuentro con su abuelita: en esa frontera difusa donde lo real y lo imaginado se abrazan como amantes clandestinos. Entre la nieve implacable de Montreal que todo lo cubre y los guayabos gigantes de San Carlos que todo lo perfuman. En esas noches mágicas cuando el tiempo se vuelve elástico como caramelo caliente, cuando los recuerdos se visten de fantasía para sobrevivir al olvido, cuando el pasado y el futuro conspiran para regalarnos un presente eterno.

Lo que comenzó como un juego inocente entre padre e hijo —una semilla dorada guardada en una cajita de música, una abuela lejana que bendecía desde la fotografía sepia, un túnel del tiempo dibujado con crayolas en la imaginación— se convirtió en algo más profundo que la realidad: se volvió mito familiar, se volvió verdad del alma. Un encuentro que ninguna distancia pudo impedir, que ninguna ley física pudo prohibir, que ningún escepticismo pudo borrar.

Lo que importa, lo único que realmente importa, es que nos transformó. Que en ese instante suspendido entre dos mundos, entre dos tiempos, entre dos latitudes del alma, Mauricio y yo aprendimos la lección más preciosa: que hay historias que no necesitan ser ciertas para ser profundamente reales, que no requieren evidencia para ser innegables, que no precisan testigos para ser sagradas.

Y Sombra, desde su rincón entre las dimensiones, ronronea su aprobación fantasmal mientras observa cómo escribo estas líneas. Sus ojos de ámbar líquido —que ven más allá del velo de lo visible— me confirman lo que siempre he sabido: que el amor verdadero no conoce de imposibles, que la memoria es más fuerte que el olvido, que en el jardín secreto del tiempo todas las flores son eternas y todos los encuentros son posibles.

Porque esa es la magia, queridos míos, la única magia que vale la pena cultivar: la de creer que el amor encuentra siempre su camino, aunque tenga que doblar las leyes del universo, aunque tenga que inventar túneles en el tiempo, aunque tenga que disfrazarse de sueño para volverse realidad.

Y así, entre la nieve que cae y el sol que recuerda, entre el francés que adoptamos y el español que llevamos en la sangre, entre lo que fue y lo que pudo ser, seguimos escribiendo esta historia imposible y verdadera, esta memoria que es a la vez recuerdo y profecía, este testamento de amor que trasciende todas las fronteras, todos los tiempos, todas las muertes.

Porque al final del día, cuando las luces se apagan y el silencio abraza la casa, cuando Sombra se acurruca en ese espacio invisible entre el mundo despierto y el sueño, sé con certeza absoluta que Ella sigue bendiciendo desde algún lugar del cosmos, que Mauricio lleva en su corazón una semilla dorada que algún día florecerá de maneras inesperadas, y que yo, simple escriba de milagros cotidianos, tuve el privilegio de ser testigo y cómplice de un amor que venció al tiempo.

Hoy, con las sienes plateadas por los inviernos acumulados y la mirada suavizada por todo lo vivido y lo soñado, ya no me preocupa saber si aquella noche ocurrió en el mundo de los relojes o en ese otro —más vasto, más generoso— donde habitan las verdades del corazón.

Lo que sí sé, con la certeza que solo da el amor, es que nos transformó.
En ese instante suspendido entre dos mundos —uno hecho de estrellas y otro de abrazos— Mauricio y yo descubrimos algo que ningún mapa puede señalar: que hay historias que no necesitan ser ciertas para ser profundamente reales.

Y mientras él dormía, con su respiración tranquila como el murmullo de las hojas, yo entendí que ese cuento, nacido entre palabras y silencios, no era solo para él. Era también para mí.
Porque en contarlo, me encontré.
Porque en escucharlo, él floreció.

Así termina esta historia, como terminan los sueños que dejan huellas: sin un punto final, pero con un corazón lleno.

Y eso, queridos míos, eso es todo lo que necesitamos saber.


Mauri jugando con Candy su amor de niñez.

Para los que quieren conocer el super héroe de la historia. 





Comentarios

  1. Con profunda gratitud, quiero dedicar esta nota a Beatriz Cano, fiel lectora y cómplice silenciosa de mis memorias. Su sensibilidad, sus palabras generosas y esa manera de leer entre líneas con el corazón abierto fueron la chispa que encendió el capítulo "El túnel del tiempo". Gracias por recordarme que la memoria también se escribe en compañía, y que a veces, basta una mirada atenta para que lo imposible se vuelva inevitable.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Mas leido

Prólogo - Pinceladas Otoñales de Sabiduría

Capítulo 8: El territorio sin fronteras

1 — "El Filo de la Nostalgia: El Regreso a Montreal"

Capítulo 14: Los frutos del silencio

Capítulo 13: El territorio de la despedida