Capítulo 20 La morada que me devolvió a mí mismo

 

Capítulo 20

Donde la luz se volvió compañía

«Hay momentos en la vida que no llegan con mucho ruido, sino con una claridad que se posa suave, como el primer rayo que atraviesa sin permiso el velo diáfano de la mañana. No traen promesas ni despedidas, solo una llave nueva, una ventana distinta, y el murmullo de un espacio que empieza a aprender tu nombre con la paciencia de un hogar.»

Esta morada recién descubierta no fue ni conquista ni huida, sino una pausa sagrada. Un umbral donde la jubilación no significó retiro, sino un regreso al núcleo de lo esencial. Aquí, la luz volvió—no solo para encender destellos, sino para acariciar las paredes con la delicadeza de un viejo suspiro, como si reconociera en ellas el eco tranquilo de silencios olvidados, ansiosos por ser habitados. Como si supiera que este refugio estaba destinado a quien ya no corre, sino que se detiene a observar; a quien no busca llenar el tiempo, sino escuchar su latido cadencioso, lento y reverente como el de un hogar que aprende a nombrar la calma.

Y en esa escucha sagrada, la luz se volvió compañía—un susurro cálido que habita el silencio, un fuego tenue que no se impone pero acompaña, un latido invisible que sostiene la vuelta lenta de cada día, como un faro paciente en la sombra.


El borde invisible

También hay instantes en que el dolor no se queda quieto. Se agita como bestia herida dentro del pecho, clavando sus garras invisibles en las costillas con un silencio desesperado. Sin advertencia, uno se encuentra al borde del abismo: no un lugar tangible sino un estado del alma, una cornisa invisible donde cada pensamiento pesa como una piedra oscura, donde el aire se vuelve denso y la realidad se deshila lentamente, como un sueño que rehúsa despertar, atrapado en la niebla de una angustia muda.

Estar al borde es mirar hacia abajo y no ver solo el vacío, sino el eco punzante de todo lo perdido: voces que ya no responden, abrazos que se disuelven en la memoria, promesas que se quedaron relegadas al olvido del tiempo. Es sentir que la tristeza se desborda en el cuerpo, que ya no cabe sino que se filtra despacio, como agua que se cuela entre grietas, alcanzando la razón, los recuerdos y esos sueños que antes ofrecían abrigo y ahora tiemblan frágiles, huidizos bajo el peso del día.

Y sin embargo, hay quienes logran volver. Porque el abismo no siempre traga; a veces solo espera. Espera con la paciencia silenciosa de lo eterno, como si supiera que basta una rama, una palabra sencilla, una mano extendida—o incluso la mirada amable y sin juicio de un gato—para que el alma recuerde que aún puede resistir. Que aún puede nombrar la luz, incluso desde la sombra más profunda, como el faro que no se apaga y guía en la tormenta íntima del tiempo


La emboscada del otoño

Octubre de 2017 llegó con ese aire tibio que en Montreal engaña al otoño, cuando las hojas parecen incendiarse en silencio y la ciudad se viste de colores que son, a un tiempo, despedida y promesa. Vivía aún junto al Marché Jean-Talon —ese santuario cotidiano de bullicio y frutas, voces y aromas me ofrecía el consuelo de una vida que se niega a apagarse— saboreando los primeros meses de mi retiro como quien aprende a respirar de nuevo.

Era una pausa largamente esperada, un espacio donde caminar sin prisa se volvió ritual y donde observar con atención serena se convirtió en revelación. Los ritmos sencillos del día comenzaron a confesarme verdades que antes, atrapadas en el torbellino, pasaban desapercibidas. Fue como si el tiempo mismo se doblara, permitiéndome afinar la escucha y descubrir en la quietud la profundidad de lo cotidiano: en la caricia del viento, en el brillo tenue del amanecer, en el eco manso de un silencio que deja hablar al alma con paciencia infinita. Así, la vida se desplegaba lentamente, enseñándome que la revelación no es estrépito, sino un susurro que solo se capta cuando se aprende a detenerse y mirar con ojos nuevos.

Allí también habitaban las memorias: cuando nuestras vidas eran un universo de tres, los paseos con Mauricio aún niño, las conversaciones ligeras que desembocaban en silencios cómplices, el eco dulce de una cotidianidad que, sin saberlo, se había metamorfoseado en tesoro. Cada rincón parecía alojar una estampa indeleble de lo vivido, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para proteger lo esencial, otorgándole una especie de santuario donde el pasado seguía latiendo, pleno y reverente, en el presente que habito.

Y entonces, en medio de esa rutina tejida con hilos de calma, la casualidad me tendió una emboscada.

Un amigo —de esos con quienes compartía cafés lentos en el Tim Hortons de la calle Jean-Talon, donde el mundo parecía detenerse entre sorbos y confidencias— me pidió que lo acompañara en su mudanza. No era favor extraordinario, apenas gesto de amistad. Pero aquel día estaba marcado por la sutileza de los giros que no se anuncian, que no hacen ruido, pero que lo transforman todo. Como hoja que cae sin que nadie la vea, y sin embargo, cambia el paisaje.

Al llegar a su nuevo apartamento, quedé desarmado. La luz entraba a raudales por las ventanas como si hubiese estado aguardándome desde siempre, paciente y fiel. Los pasillos respiraban orden y silencio, como si cada rincón supiera que yo venía buscando algo que aún no sabía nombrar, pero que ya me habitaba en forma de anhelo.

Comparé de inmediato aquel espacio con mi refugio de la calle Bélanger. Lo quería, sí, con la ternura que se le tiene a una casa que ha sido testigo de los inviernos del alma. Pero ya me pesaba como piel estrecha, como historia que pedía ser cerrada con gratitud, no con nostalgia. Era el momento de soltar sin duelo, de agradecer sin aferrarse.

Esa noche no concilié el sueño. Imaginaba cómo sería mi vida en un lugar semejante: con un balcón abierto a horizonte distinto, menos ruidoso, más cómplice de mis silencios. Un espacio donde la luz no solo entrara, sino que se quedara. Donde el tiempo no se midiera en relojes, sino en contemplaciones.

El pensamiento ardía en mi cabeza como secreto urgente, como carta escrita en la penumbra, sin saber si será enviada, pero que ya ha empezado a transformarlo todo. Porque hay decisiones que no se toman: se revelan. Como si el alma, en su sabiduría callada, ya hubiese dicho que sí.


El pasaje hacia la nueva luz

A la mañana siguiente, con la determinación de quien intuye un cambio sin conocer aún su forma, me presenté en la administración del edificio. Para mi sorpresa, había un apartamento disponible en el 413: más amplio, más luminoso, con un balcón que se abría como invitación al sosiego, como si el horizonte hubiese estado aguardando mi llegada.

La administradora me advirtió con voz de trámite:
—Para poder alquilar aquí, debe traerme un documento que confirme que ya no tiene contrato vigente en su otro apartamento.

Ese papel era más que requisito: era rito de paso. Desprenderme oficialmente de Bélanger —ese refugio de rutinas, duelos y pequeñas victorias— era como cerrar una puerta que había sabido protegerme, pero que ya no conducía a donde quería ir.

Mi arrendatario, con la cortesía seca de quien repite lo mismo cada semana, me explicó que romper el contrato costaría dos mil dólares. Pero luego, como quien lanza cuerda a un náufrago, añadió:
—Si usted mismo consigue un nuevo inquilino, la multa se reduce a quinientos.

Ese resquicio me devolvió el aire. No tardé en hallar a alguien que vio en mi viejo apartamento lo que yo ya no podía habitar. En menos tiempo del imaginado, estaba liberado. Una firma bastó para abrir otra página en mi vida, como si el destino hubiese estado esperando que yo dijera .

El 30 de octubre de 2017 trasladé cajas, libros y memorias hacia un espacio que parecía haberme esperado desde siempre. Cada objeto adquiría allí un significado distinto, como si mudarse fuera también redención. Como si el alma, al cambiar de morada, pudiera también cambiar de piel.


El santuario vertical

El nuevo hogar se alzaba en la calle De Rigaud 400, justo frente a la salida del metro Sherbrooke. En invierno, cuando la ciudad se vestía de escarcha y el viento parecía querer borrar los rostros, el frío y la nieve ya no serían barreras. Bastaba un paso —un gesto mínimo, casi ritual— para descender al corazón subterráneo de Montreal, como si la ciudad me ofreciera su arteria más cálida en los días más crudos. Era un abrazo invisible, una promesa de movimiento incluso cuando todo parecía detenido.

El edificio tenía alma propia. Había sido un hotel en tiempos de gloria, refugio de atletas olímpicos en 1976, y aún vibraba en sus pasillos la energía de cuerpos que alguna vez soñaron con la cima. Las paredes, discretas pero vivas, conservaban el aliento de quienes pasaron por allí con la urgencia de la juventud y la fe en lo imposible. Cada rincón parecía susurrar historias que no pedían ser contadas, solo recordadas.

Una gran lavandería donde las ropas giraban como constelaciones domésticas. Una biblioteca silenciosa que olía a páginas antiguas y a tiempo detenido. Una sala de juegos e internet donde los ecos de risas lejanas se mezclaban con el zumbido de las máquinas. Y una terraza en el piso diecisiete, donde el cielo se abría como un cuaderno en blanco, invitando a escribir con la mirada. Todo allí se convertía en santuario de lo cotidiano, en escenario íntimo para los rituales de la vida sencilla.

Fue en ese espacio donde mis acuarelas encontraron voz. Realicé exposiciones modestas, pero llenas de alma. Los colores dialogaban con los libros, con los murmullos de la ciudad que se filtraban por los ventanales, con los silencios que me habitaban. Cada trazo era una confesión, una plegaria, una forma de decir «aquí estoy» sin levantar la voz.

Los visitantes —vecinos curiosos, artistas accidentales, almas errantes— se detenían frente a mis lienzos como quien se mira en un espejo que no juzga. Descubrían en mis colores un reflejo de sus propias búsquedas, de sus propias grietas. Y yo, en cada mirada que se demoraba, encontraba una forma nueva de pertenecer.

La terraza, altar abierto al cielo, me ofrecía una vista palpitante de Montreal: el Mont Royal como vigía sereno, el Estadio Olímpico como testigo de memorias compartidas, los puentes como brazos tendidos sobre el San Lorenzo, el viejo puerto como suspiro de historia.

En verano, las jardineras comunitarias se llenaban de hortalizas que crecían como promesas, y cada tarde las luces de la ciudad se encendían como luciérnagas obedientes ante mi contemplación. Era como si el mundo, por fin, hubiese aprendido a respirar a mi ritmo.

Desde esa altura, con Sombra enroscado en mis brazos como ovillo tibio, observaba las transformaciones de la ciudad como quien lee un libro escrito por las estaciones. El gato, ese filósofo de cuatro patas, parecía comprender que estábamos presenciando algo más que un cambio de domicilio: éramos testigos de una reconciliación entre el alma y su morada.

Mauricio venía a visitarme los fines de semana, y juntos contemplábamos ese paisaje urbano que se extendía ante nosotros como mapa de posibilidades. En esas tardes de conversaciones sin prisa, donde las palabras fluían con la naturalidad de quien ha aprendido que lo importante no se dice, sino que se comparte, él me enseñaba que la paternidad también evoluciona: deja de ser protección para convertirse en testimonio.

—¿Te gusta vivir aquí, papá? —me preguntó una tarde, mientras las luces del atardecer pintaban de oro las ventanas distantes.
—Me gusta habitar aquí —le respondí—. Es distinto.

Y en esa diferencia sutil residía todo: entre vivir y habitar hay la misma distancia que entre existir y ser.


El corazón que aprende a detenerse

«La muerte no siempre llega con estruendo. A veces se presenta como un susurro en el pecho, una nota disonante en la sinfonía del cuerpo. Y en ese silencio absoluto, uno comprende que ha estado corriendo hacia ninguna parte, midiendo la vida en jornadas cumplidas cuando debió hacerlo en latidos compartidos.»

Era agosto de 2019. El calor se aferraba a las paredes de mi apartamento en De Rigaud con densidad húmeda que parecía respirar conmigo, recordándome que el verano en Montreal también podía ser trampa invisible. Llevaba menos de dos años habitando aquella soledad escogida, creyendo que la jubilación traería calma. Pero el silencio, aunque dócil, no ofrecía paz: despertaba cada mañana con la inercia de quien aún espera un llamado, un gesto, un latido ajeno que nunca llegaba.

El cuerpo, sin embargo, comenzó a hablar en su lenguaje secreto. Un martes cualquiera, el pecho me sorprendió con un dolor sordo, creciente, como murmullo que pronto se transformó en puño invisible trepando por el brazo izquierdo, hasta nublar el mundo. Eran las tres de la madrugada cuando esa opresión me obligó a levantarme varias veces. Hacía semanas que venía sintiendo una pesadez extraña, un cosquilleo eléctrico que recorría mi brazo izquierdo, aparecía y desaparecía como advertencia que yo, en mi terquedad, prefería ignorar.

Al amanecer, con el cuerpo exhausto pero aún aferrado a la ilusión del control, llamé a la clínica de siempre y pedí cita. Me respondieron que había espacio dentro de quince días. Resignado, acepté.

Sin embargo, un detalle cambió el rumbo de los acontecimientos. La empleada, con tono rutinario, preguntó:
—¿Y cuáles son sus síntomas?

Le expliqué lo del dolor en el lado izquierdo, la corriente que a veces me recorría el brazo, la presión en el pecho. Hubo silencio breve y luego una instrucción tajante:
—Véngase de inmediato a urgencias.

Ese simple giro —una voz anónima que rompió la indiferencia burocrática— fue la diferencia entre la vida y la catástrofe.


El umbral de acero

En la clínica me atendieron al instante: análisis de sangre, electrocardiograma, rostros serios que se inclinaban sobre mí sin darme tregua. Fue mi médico de familia quien, con gesto grave, pronunció la sentencia:
—Debe irse de urgencia al "Instituto de Cardiología de Montreal".

Por fortuna, llamé a mi hermano Gonzalo, que vivía no muy lejos. Él llegó sin demora y me condujo hasta aquel hospital que ya parecía esperarme.

Allí, bajo luces blancas y pasillos interminables, una cardióloga me recibió con la serenidad de quien camina entre fronteras de vida y muerte. Me miró a los ojos y dijo con firmeza:
—Tengo dos noticias para usted, una mala y una buena. La mala es que sufrió un infarto. La buena es que tenemos tiempo para proceder.

En ese instante comprendí que el tiempo —ese enemigo silencioso que tantas veces había sentido en mis huesos— se convertía, por primera vez, en aliado.

La cardióloga fue clara: la arteria estaba bloqueada y había que colocar un stent de urgencia. No había tiempo para titubeos ni preguntas filosóficas; la vida se había reducido a un conducto obstruido que debía abrirse. Pasé aquella noche en el hospital sometido a pruebas y preparativos, rodeado de voces técnicas y monitores que palpitaban como relojes del destino.

Yo, que tantas veces había combatido el insomnio con pensamientos vagos, esa vez lo enfrenté con la certeza de que cada latido era un préstamo, un respiro a cuenta de lo incierto.

En la madrugada siguiente me condujeron a la sala de cirugía. La luz blanca, casi inhumana, se extendía sobre las camillas alineadas. Éramos una decena de pacientes, cada uno aguardando su turno, como pasajeros en la antesala de un mismo tren, aunque cada cual desconocía la estación de llegada.

Cuando por fin llegó mi turno, el tiempo se comprimió. La operación duró poco más de media hora —apenas un suspiro en la escala de una vida—, y sin embargo fue suficiente para trazar una frontera entre el antes y el después. No sentí dolor, solo la extraña percepción de que mi cuerpo era manipulado como mapa abierto en manos expertas.

Al regresar a mi cuarto, los exámenes continuaron, vigilando cada signo como quien cuida el fuego de vela frágil. Y al tercer día, con pulso renovado y herida invisible que todavía ardía en la memoria, me dieron de alta.

Salí del hospital con la conciencia de que había estado a un paso del abismo, y que aquel stent no solo abría una arteria, sino también un pasaje inesperado hacia una segunda oportunidad.


Después del umbral

El cuerpo, ese archivo silencioso de memorias y advertencias, decidió hablar. No con palabras, sino con estruendo interno: un infarto, una pausa abrupta en el ritmo que daba sentido a los días. Luego vino la cirugía, el bisturí como frontera entre el antes y el después. Y en ese después, todo cambió.

Colapsar no fue el fin. Fue apenas el crujido del hueso que anuncia otro andar. Como si algo dentro de mí —más antiguo que el miedo, más terco que la esperanza— supiera que el derrumbe también puede ser inicio.

Entre ruinas internas y escombros que aún huelen a hospital y a madrugada, la catástrofe se volvió catapulta. El peso se multiplicó, los muros se burlaron, las sombras se amontonaron... y aun así, desde ese derrumbe brotó la osadía.

Erguirse otra vez, no como antes, sino con las cicatrices visibles, como gran armadura tejida con dolor y ternura. Caminar con la experiencia como brújula —esa lucidez que nos empuja hacia lo posible, hacia mundos que aún podemos habitar, hacia historias que esperan ser vividas.


Las flores que no llegan a tiempo

A menudo, al caminar por el cementerio de Notre-Dame-des-Neiges, me detengo frente a tumbas anónimas cubiertas de flores frescas. No hay nombres que reconozca, ni fechas que me pertenezcan, pero esas ofrendas silenciosas me interpelan. Me pregunto si ese amor fue entregado en vida, o si la muerte lo volvió urgente, como quien corre a cerrar una puerta que ya no se abrirá.

Los vivos reciben menos flores. A mi hijo le he regalado silencios compartidos, esas pausas donde la ternura no necesita palabras. A Sombra, caricias sin ceremonia, como quien acaricia el tiempo sin pedirle explicaciones. Me pregunto si será suficiente, o si también ellos, algún día, recibirán más flores cuando ya no puedan olerlas.

La gratitud es tímida. Se esconde en gestos mínimos: en una taza de café servida sin anuncio, en una mirada que dice «te veo» sin pronunciarlo. El arrepentimiento, en cambio, grita. Compra ramos, escribe cartas, hace promesas que llegan tarde. Es un visitante impuntual que siempre encuentra la puerta cerrada.

Hoy decido escribirle a Mauricio, no por nostalgia, sino por gratitud. Porque en medio de mis otoños interiores, él ha sido primavera discreta. Porque su presencia, sin exigir protagonismo, ha sido abrigo en días de viento. Porque me ha enseñado que florecer no siempre implica brotar con estruendo, sino aprender a abrirse con dignidad, incluso cuando las hojas caen.

Gracias, hijo, por enseñarme a florecer en otoño.


El perfume de las estrellas

No fue por orgullo que aprendí a estar solo, sino por fortaleza. Una fortaleza tejida con hilos invisibles, como los que sostienen a un pájaro en medio de la tormenta. Descubrí que si todo se derrumba, todavía puedo sostenerme con estas manos temblorosas pero obstinadas, capaces de reconstruir un mundo con la paciencia de quien arma un mosaico con fragmentos rotos.

No elegí el silencio por capricho. Lo abracé porque en su hondura encontré mi verdadera voz, esa que no necesita adornos ni testigos. Comprendí que las personas llegan y parten como estaciones breves, como trenes que cruzan sin detenerse en el andén donde los espero. Y fue entonces cuando acepté que mi paz no puede depender de horarios inciertos ni de promesas frágiles como vidrio al sol.

Me enseñé a cocinar para mí mismo, como quien prepara un banquete secreto destinado a la propia alma. Aprendí a reír conmigo, aunque nadie escuche, a sanar sin testigos, sin aplausos, sin fórmulas heredadas. Me levanté sin que nadie me empujara, porque entendí que la verdadera compañía comienza en ese instante íntimo en que uno se mira con ternura y decide quedarse a vivir dentro de sí.

No fue sencillo. Hubo días en que el mundo enmudeció de golpe, como si alguien hubiera apagado el sonido de la vida. Pero en ese silencio se alzó una voz que no pedía permiso ni mendigaba aprobación, una voz sabia que conocía el camino incluso cuando yo me sentía extraviado.

Entonces comprendí que el solitario no es un náufrago, sino un navegante de cielos interiores. Que el aire que me envuelve —ese perfume de estrellas que algunos confunden con vacío— no es frío, sino limpio; no es soledad, sino vastedad.

Me miran a veces como si llevara el invierno tatuado en la piel, como si mi andar solitario fuera amenaza o castigo. Pero yo sé que este silencio es mi hogar. En él aprendí a amar sin miedo, a escribir sin testigos, a vivir sin permiso.

Porque la soledad, lejos de ser ausencia, es un territorio fértil donde la vida se reinventa con la música secreta de lo esencial.


El río de la memoria

«El tiempo es un río que fluye hacia el mar de la eternidad, y nosotros somos las gotas que llevan consigo la memoria del cielo.»

Recordaba esa frase una y otra vez, como quien acaricia un talismán secreto que protege del desamparo. Comprendí entonces que el olvido no es un rayo que parte en dos, sino una llovizna persistente que se desliza con paciencia entre las grietas de la memoria, borrando contornos sin arrancar la raíz.

No borra: transforma.

Las risas de antaño se convierten en ecos dulces, las ausencias en sombras que acompañan sin hacer ruido. Lo vivido se vuelve sedimento, capa tras capa, hasta formar un lecho por donde fluye la corriente de lo que somos. Y ese río no pide permiso ni espera que lo miremos: avanza con su sabiduría callada, arrastrando pedazos de cielo y de tierra.

Cada recuerdo es una gota que alimenta el cauce. Unos caen con furia, como tormentas de verano que golpean sin aviso; otros descienden con dulzura, como rocío que apenas roza la piel. Entre ambos extremos, la vida se teje con hilos invisibles, enseñándonos que soltar no significa perder, sino permitir que lo esencial siga su curso.

Porque olvidar no es renunciar: es aprender a mirar sin dolor, como quien contempla un árbol desnudo en invierno sabiendo que en su savia palpita la promesa de otra primavera.

Y así descubrí que, en algún recodo secreto, la memoria siempre vuelve a cantar. A veces como un murmullo en la madrugada, otras como un perfume que despierta el alma sin previo aviso. Basta un gesto, una canción, el aroma del pan recién horneado o el roce de una voz querida, para que el río desborde y nos devuelva intacto lo que creíamos perdido.

El recuerdo, entonces, deja de ser carga y se convierte en orilla: un lugar donde uno puede detenerse, respirar, y reconocer que hasta el olvido tiene la delicadeza de dejarnos lo imprescindible.


El presentimiento

Desde aquel balcón, con la ciudad desplegada como un tapiz de luces encendidas, yo aún no lo sabía, pero al otro lado del calendario comenzaban a gestarse rumores extraños: un viento lejano que pronto traería encierro y clausura.

La vida se preparaba para recordarnos que ningún refugio es absoluto, que hasta las paredes más iluminadas pueden convertirse en frontera. Pero en esos días de gracia —cuando la luz entraba sin prisa por las ventanas del 413, cuando Sombra ronroneaba su contentamiento, cuando las acuarelas secándose en el easel parecían contener toda la serenidad del mundo— yo habitaba un presente perfecto, ignorando que la tormenta ya había comenzado a formarse en horizontes distantes.

Y tal vez era mejor así. Tal vez la felicidad necesita de esa inocencia temporal, de esa capacidad de entregarse al instante sin calcular su duración. Como las flores que se abren al amanecer sin preguntar por el invierno que vendrá.

Porque hay silencios que no son pausa, sino preludio. En ellos se escucha un murmullo secreto, como un tambor lejano anunciando pasos que aún no vemos. Y yo, sin saberlo, vivía en ese borde invisible donde el tiempo sostiene la respiración antes de cambiarlo todo.

Las calles todavía bullían de voces y risas. El Marché Jean-Talon ofrecía su festín de colores como si nada pudiera extinguirlo. Los cafés ardían de conversaciones. La vida parecía sólida, inamovible, como si el mundo hubiera firmado un pacto eterno con la rutina.

Pero bastó un soplo invisible, un rumor viajero que cruzaba fronteras sin pasaporte, para que las certezas se desmoronaran como castillos de arena bajo la marea. El destino ya estaba escribiendo una página inesperada, y nosotros, sin saberlo, éramos los personajes que pronto quedarían atrapados en sus líneas.

Quizá la vida no sea más que eso: una sucesión de estaciones que nos enseñan a florecer aun sabiendo del invierno, a cantar aun en vísperas del silencio. Y en ese instante suspendido —cuando aún ignoraba la magnitud de lo que venía— entendí que la verdadera gracia no está en detener la tormenta, sino en aprender a guardar dentro de uno la luz suficiente para atravesarla.

Porque todo preludio, por oscuro que parezca, lleva escondida la promesa de un amanecer.

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abel.salazar@ gmail.com

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