Capítulo 21 El encierro de los relojes
Capítulo 21
El encierro de los relojes
«El silencio más denso no es el de la noche, sino el de una ciudad detenida. Cuando el bullicio cesa, lo que queda es la memoria latiendo en las paredes. Es ahí donde el alma escucha lo que el ruido siempre ocultó.»
El peso del alba
Hay mañanas en que el cuerpo se levanta por costumbre, pero el alma permanece en penumbra, como una flor que duda si abrirse al rocío incierto. No hay alboroto en ese gesto —solo el roce leve de una voluntad cansada que, aun titubeante, elige avanzar—. El mundo gira con su obstinación de siempre, los relojes persisten en su sinfonía mecánica, pero dentro de uno todo parece detenido, suspendido en una bruma que no se disipa con la primera luz.
En esos instantes, el silencio pesa más que el cansancio. Se instala en los huesos, en la mirada esquiva, en el gesto mínimo de preparar café sin saber si se desea beberlo. Y sin embargo, algo —una memoria obstinada, una promesa susurrada al aire, una ternura que se niega a extinguirse— empuja suavemente desde dentro. No es fuerza lo que nos mueve entonces; es fidelidad. A la vida que insiste, al hijo que espera, al gato que acompaña sin palabras ni reproches. A la escritura que aguarda como un refugio con las puertas siempre abiertas.
Porque hay días en que vivir no es avanzar hacia ninguna meta, sino sostenerse. Y en esa quietud que no busca aplausos ni reconocimientos, el alma aprende a florecer sin ruido, como los jazmines que se abren en la madrugada para nadie más que para el viento.
Comprendí entonces que la vida revela su rostro más íntimo no en los grandes logros que se exhiben como trofeos, sino en el murmullo de quien, sin certezas, se pone de pie. Existe un coraje secreto que no grita, que no conquista territorios, que no se exhibe en vitrinas. Es el coraje silencioso de quien respira aunque le pesen los pulmones, de quien avanza sin mapa en territorio desconocido, de quien abraza el día aunque el corazón aún esté envuelto en sombras de la noche anterior.
Valiente no es el que vence —me dije una mañana, mientras contemplaba mi reflejo en la ventana empañada—, sino el que resiste. El que, al alba, se alza con el cuerpo fatigado y el alma envuelta en niebla matinal. El que, como un río que no pregunta por su destino ni cuestiona su corriente, sigue avanzando aunque ignore dónde desembocará su caudal. Porque hay mañanas en que el corazón quisiera rendirse a la tentación del abandono, y sin embargo tú —como el árbol centenario que no abandona su raíz aunque lo azote la tormenta más feroz— decides permanecer. Eso también es coraje: no el que alza banderas al viento, sino el que sostiene el pulso cuando todo tiembla.
La fragilidad como geografía
Recuerdo una de esas mañanas particulares en mi apartamento de la calle De Rigaud 400, cuando el invierno de Montreal parecía haberse instalado para siempre en mis huesos. El cuerpo aún llevaba la huella del infarto: un peso secreto en el pecho, una fatiga que no era del todo física sino algo más profundo, como si el alma también hubiera necesitado oxígeno y no lo hubiera recibido a tiempo. Afuera, Montreal despertaba con la claridad fría de febrero, una luz sin tibieza que se filtraba por las ventanas como un huésped imprevisto, cortés pero distante.
Encendí la cafetera con movimientos rituales. El burbujeo del agua me sonó a un corazón prestado, un recordatorio gentil pero insistente de que el mío había estado a punto de detenerse para siempre apenas tres meses atrás. Me senté frente a la mesa de roble —esa mesa que había sido testigo de tantas tardes de escritura y noches de insomnio—, con la taza humeante entre las manos como si fuera un altar portátil, y me descubrí dudando: ¿para qué seguir? ¿Qué podía ofrecerle aún al mundo más allá de mi terquedad por permanecer, más allá de esta resistencia obstinada a desaparecer?
La nevera zumbaba como un animal cansado en la cocina. Los muros respiraban conmigo, expandiéndose y contrayéndose al ritmo de mi respiración trabajosa. Todo en ese apartamento hablaba de resistencia silenciosa, de objetos que han aprendido a acompañar la soledad sin juzgarla. Y entonces lo comprendí, con esa claridad que a veces nos llega como un regalo no solicitado: el verdadero coraje no estaba en conquistar nada nuevo, sino en aceptar la fragilidad como parte del paisaje y, aun así, ponerse de pie cada mañana.
La fragilidad, descubrí, no es una debilidad —es una geografía. Un territorio íntimo que uno aprende a habitar sin mapas previos, donde cada paso debe darse con cuidado porque el terreno puede ceder bajo los pies. Pero también es un territorio fértil, donde crecen flores que no florecen en otros suelos: la compasión hacia uno mismo, la ternura hacia lo pequeño, la sabiduría de quien ha mirado de cerca el abismo y ha decidido alejarse lentamente, sin prisa pero sin pausa.
El rumor que se volvió clausura
Fue en esos días de convalecencia interior cuando comenzaron los rumores. Primero llegaron como un murmullo lejano, como un viento que aún no nos alcanzaba pero que ya movía las hojas de otros jardines. Un virus extraño, decían las noticias en voz cautelosa, una amenaza microscópica que viajaba de país en país como si el aire hubiese aprendido a ser frontera y aduana al mismo tiempo. Al principio eran noticias difusas, ecos de geografías remotas que parecían pertenecer a otro planeta. China, Italia, nombres que sonaban como capítulos de una novela que no nos concernía.
Pero pronto el rumor se volvió clausura, y las puertas de Montreal se cerraron con la contundencia de un reloj gigantesco que alguien apaga de golpe. De un día para otro —literalmente, como en esos cuentos donde un hechizo transforma el reino en una noche—, las calles que habían sido arterias vibrantes quedaron mudas, convertidas en escenarios vacíos de una obra de teatro suspendida indefinidamente.
El Marché Jean-Talon, siempre rebosante de frutas coloridas, voces en tres idiomas y el ajetreo de quienes buscan el tomate perfecto, amaneció convertido en un desierto urbano, con persianas metálicas bajadas como párpados cansados de un gigante dormido. Los cafés cerraron sus puertas con esa tristeza particular de los espacios que están acostumbrados a la compañía; las esquinas se volvieron desiertos vigilados por semáforos inútiles, que seguían cambiando de color para nadie, como actores que representan su papel en un teatro vacío.
Era como si la ciudad hubiese recordado, de repente, que también podía dormirse. Montreal, esa gran dama cosmopolita acostumbrada a los inviernos largos pero nunca al silencio completo, se había convertido en una Bella Durmiente urbana, esperando un beso que tardó dos años en llegar.
La isla y la prisión
Mi apartamento se transformó en isla —una fortaleza de ladrillos rojos que me protegía del afuera incierto y, al mismo tiempo, una prisión de voluntad propia que me aislaba de todo lo que aún me llamaba con insistencia—. El balcón se volvió mi único puerto abierto al mundo, mi ventana hacia una realidad que parecía haberse vuelto de cartón piedra. Desde allí escuchaba, cada noche a las ocho en punto —como un ritual sagrado que nadie había planeado pero todos respetaban—, el aplauso colectivo de vecinos invisibles: un tributo de manos golpeando el aire helado en gratitud a médicos y enfermeras que se habían convertido en héroes anónimos.
Era un sonido breve pero encendía la certeza de que aún existíamos como comunidad, incluso a la distancia. Por tres minutos, el barrio entero vibraba con esa percusión de esperanza, y yo aplaudía también, con Sombra observándome desde la puerta como si comprendiera la importancia del momento. Cuando el silencio regresaba, más denso que antes, sabía que no estaba completamente solo: había otros corazones latiendo al mismo ritmo de incertidumbre y resistencia.
Mis días se llenaron de rutinas mínimas que se convirtieron en liturgias domésticas. Cocinar se volvió rito, casi oración: cada cebolla cortada era una meditación, cada sopa que hervía despacio era un poema sin palabras. El acto de alimentarse adquirió una solemnidad nueva, como si cada comida fuera una pequeña celebración de estar vivo. Pintar fue mi forma de resistencia: cada acuarela nacía como una ventana hacia un mundo que ya no podía tocar con las manos pero sí con la imaginación. En los trazos acuosos veía reflejarse mi propio encierro: los colores corrían sobre el papel como si quisieran huir hacia horizontes lejanos, pero acababan encontrando su forma, resignados a quedarse pero creando belleza en esa rendición.
La lectura, en cambio, era pasaporte secreto hacia territorios libres. Entre las páginas de un libro podía atravesar fronteras que ningún decreto gubernamental podía clausurar. Leía a Neruda, a Benedetti, a García Márquez, y sus palabras me transportaban a Valparaíso, a Montevideo, a Macondo —geografías del alma donde el virus no tenía jurisdicción.
Y siempre estaba Sombra, con su ronroneo que parecía absorber las angustias del día y transformarlas en calma nocturna. Nunca me juzgó por mis miedos ni por las tardes en que me quedaba inmóvil frente a la ventana, contemplando el vacío. Simplemente estaba, recordándome con su presencia tibia que a veces basta la compañía de un animal para no naufragar en el océano del silencio.
La última despedida antes del abismo
La fragilidad se hizo evidente como una verdad que ya no podía posponerse. El recuerdo del infarto, tan cercano aún en mi memoria como una cicatriz que duele cuando cambia el clima, dotaba a la amenaza invisible de un filo más agudo. No temía tanto al virus como a la idea de no volver a ver a Mauricio, de que la distancia física y el encierro obligatorio se convirtieran en muro definitivo. La vulnerabilidad ya no era un concepto abstracto que se discute en libros de filosofía: era el eco de la muerte rozándome el hombro con sus dedos helados, recordándome lo reciente que había sido aquel despertar en el hospital, con el corazón remendado como una camisa vieja y la vida pendiente de un hilo más delgado que la esperanza.
Hasta entonces, Mauricio solía visitarme sin falta cada fin de semana. Llegaba con esa naturalidad bendita que solo tienen los hijos: como quien entra en casa propia, trayendo consigo un aire fresco de juventud, una vitalidad que contrastaba con mis silencios contemplativos y llenaba el apartamento de una energía que yo había olvidado que existía. Su presencia era una certidumbre que sostenía mi calendario personal: los sábados tenían sentido porque él llegaba, los domingos eran hermosos porque aún estaba ahí. Pero el confinamiento quebró de golpe esa costumbre, como una rama sana partida por el viento de la historia.
Recuerdo con una tristeza que aún me habita nuestra última despedida antes del gran silencio, cuando las noticias empezaban a dictar el miedo como una nueva religión obligatoria. En la entrada del edificio —ese umbral que había sido testigo de tantos encuentros y despedidas—, nos miramos sabiendo, aunque sin querer admitirlo en voz alta, que algo fundamental estaba cambiando. Dudamos en abrazarnos, y esa duda microscópica se convirtió en puñal que aún me atraviesa.
Fue un instante extraño, doloroso en su sencillez cotidiana: nosotros, acostumbrados a fundirnos en un largo abrazo acompañado de un «te quiero» que cerraba cada encuentro como un sello de cera, nos quedamos suspendidos en un vacío que parecía más cruel que cualquier distancia geográfica. El silencio pesaba entre nosotros más que todas las palabras no dichas a lo largo de los años. Nuestros ojos intentaron suplir lo que el gesto no se atrevió a cumplir, pero no fue suficiente. Los ojos, por más elocuentes que sean, no abrazan.
En ese espacio breve —que apenas duró segundos pero se ha prolongado por años en mi memoria como una película en cámara lenta—, sentí cómo la ternura se me escapaba entre los dedos como agua que no se puede retener. No pude contener las lágrimas; brotaron con la desesperación de un río desbordado, humedeciendo un adiós que no quisimos pronunciar en voz alta porque nombrarlo habría sido hacerlo más real. Él, con su juventud contenida y esa dignidad que hereda de mí sin darse cuenta, trató de ocultar la emoción, pero yo supe que también le dolía en algún lugar del pecho donde guardamos lo que más tememos perder.
Ese abrazo negado me acompaña aún como una herida invisible que se abre cada vez que pienso en él. No fue solo el final de una costumbre hermosa: fue la antesala de una ausencia que duraría dos años enteros —una eternidad medida en domingos vacíos, en tardes que esperaron en vano, en cumpleaños celebrados a través de una pantalla fría—. Aquel día, sin abrazos, comprendí que el verdadero confinamiento no lo imponían las paredes ni los decretos gubernamentales, sino la distancia del afecto interrumpido por el miedo.
Los frutos del aislamiento
Con el paso de las semanas —que se volvieron meses sin que nos diéramos cuenta, como si el tiempo hubiera aprendido a caminar más despacio—, descubrí que el confinamiento no solo aprisiona, también desnuda. Desnuda lo superfluo, revela lo que realmente sostiene el edificio de una vida. Aprendí a celebrar lo mínimo: el aroma del café que llenaba las mañanas como un himno de esperanza en taza de porcelana, la luz del mediodía filtrándose distinta cada día por las ventanas como si fuera una visitante nueva, el sonido del viento golpeando los ventanales como si quisiera recordarme que afuera seguía existiendo un mundo en movimiento, aunque nosotros no pudiéramos participar de su danza.
El tiempo, sin embargo, se volvió espeso como miel antigua. Los relojes parecían burlarse de nosotros, marcando horas que ya no tenían sentido ni destino claro. No había citas que cumplir, ni visitas que recibir, ni prisa que justificara la velocidad. Era como si la ciudad entera hubiese sido colocada dentro de un reloj de arena gigantesco, y los granos cayesen a destiempo, suspendidos en un limbo donde el ayer y el mañana se confundían en un presente interminable. Por eso llamé a esos días el encierro de los relojes.
En medio de todo ese desconcierto temporal, entendí que la verdadera casa no son las paredes que nos protegen del frío, sino los afectos que resisten incluso en la distancia más cruel. Que el hogar no está marcado por el número de una calle ni por la escritura de un contrato, sino por las voces que aún te buscan a través del éter y por la memoria que se niega a rendirse al olvido. Y mientras el mundo parecía cerrarse como una flor nocturna, descubrí que mi propia voz interna comenzaba a abrirse como una ventana hacia lugares que no sabía que existían dentro de mí.
«El tiempo es un río que fluye hacia el mar de la eternidad», repetía en silencio, aferrado a esa frase como a un talismán heredado de algún ancestro sabio. Y comprendí que aquel encierro no era solo una pausa obligada en la partitura de la vida, sino también una enseñanza: que aún en el aislamiento más radical, uno puede seguir nombrando la vida, pronunciando su nombre secreto en la intimidad del alma.
Las luces de Montreal seguían encendiéndose cada tarde, obedientes como soldados disciplinados, como si nada hubiese cambiado en el orden del universo. Yo las contemplaba desde el balcón con Sombra en brazos, sabiendo —con esa certeza que no necesita pruebas— que algún día volvería a caminar por esas calles, a respirar el aire compartido, a ser parte de la sinfonía urbana que ahora solo podía escuchar a la distancia. Y en ese horizonte detenido pero no muerto, encontré la certeza de que, aunque la ciudad se hubiese callado temporalmente, la memoria y el afecto seguían cantando en voz baja, como un coro de ángeles que no puede ser silenciado por ningún virus.
El hombre que aún resiste
A veces, la luz se filtra, obstinada y esquiva, por la rendija imperfecta de mi ventana —umbral incierto entre la tibieza dorada de memorias que se niegan a desvanecerse y la palidez invernal del presente que se impone sin pedir permiso—. Quizá fue ese rayo rebelde que rasgó la neblina matinal sobre los tejados grises de Montreal, perforando la cortina de nostalgia que a diario cubre mi mirada desde hace casi cuarenta años de exilio voluntario. Un relámpago efímero, destello de esperanza que titila en el sueño perpetuo de quienes cruzamos fronteras llevando la patria en el equipaje de mano, iluminando por un instante las motas de polvo que danzan en el aire y los retratos desvaídos que descansan sobre la repisa como testigos silenciosos de lo que fue; pero la nube, vieja como la tristeza misma, lo devoró con rumia silenciosa y convirtió el futuro en una alfombra invernal —gris, solemne, extendida hasta perderse en el horizonte sin promesas claras.
El aroma persistente de café frío y papel antiguo invade la estancia, se mezcla con la fragancia dulzona de hojas húmedas que el viento arrastra desde el parque, y cada sorbo se convierte en un retorno imposible: la lengua recuerda palabras nunca pronunciadas en la infancia, y el crujido de los árboles desnudos en Parc La Fontaine acompaña la soledad que se instala, a veces como animal mustio debajo de la mesa del comedor, otras como un manto de terciopelo sobre los muebles que conocen mis rutinas mejor que yo mismo. Mi corazón —ese reloj descompuesto que acumula setenta y tres calendarios— late con una lentitud otoñal, a medio camino entre la nostalgia que duele y el asombro que aún es posible. Me contemplo, en el reflejo tímido de la copa de vino que no he terminado, envejecido y solitario, figura modelada por la lluvia persistente en el vidrio empañado. Nadie pronuncia mi nombre en voz alta. Sólo el susurro recurrente del tiempo llena el cuarto, y la soledad adquiere formas que desafían la lógica: a veces inventa rostros familiares sobre las paredes, a veces el viento la arrulla moviendo cortinas con manos invisibles de madre que ya no está.
—¿Qué se hace con tanta memoria cuando no apetece compartirla? —musito, indulgente, a la lámpara callada que ha sido testigo de mis monólogos nocturnos. La realidad se curva, apenas rozando lo misterioso; la sombra del destierro mueve los objetos con delicadeza de prestidigitador, arrulla las rutinas con ternura de abuela y deja un eco incierto en el espacio, como si buscara consolarme ante la repetición infinita de los días que se parecen demasiado entre sí. El exilio no termina nunca: se instala en la sangre como una segunda patria que llevamos a donde vamos, y la nostalgia se convierte en arquitectura invisible que sostiene cada gesto y cada pensamiento, cada palabra que pronunciamos en el idioma prestado.
El día que no me rendí
Aquel martes gris —cuando el cielo parecía haberse olvidado de la luz y había decidido quedarse en penumbra permanente—, me senté frente al ventanal con una taza de café tibio y la presencia silente de Sombra enroscada junto a mis pies como un amuleto de pelo y pureza. Afuera, el mundo se movía con su indiferencia habitual: trenes que llegaban sin promesas claras, rostros que pasaban detrás de mascarillas sin destino visible. Dentro, sin embargo, algo se quebraba y se reconstruía al mismo tiempo, como esos jarrones japoneses que se reparan con oro y quedan más hermosos que antes.
Había recibido noticias que no esperaba. No eran trágicas —la tragedia tiene al menos la dignidad del drama—, pero sí lo suficientemente ásperas como para raspar la esperanza que había estado cultivando con paciencia de jardinero. Me sentí vencido. No por la vida en general, sino por la acumulación de pequeñas derrotas que, como gotas persistentes cayendo sobre la misma piedra, erosionan la roca más firme hasta convertirla en polvo.
Y sin embargo, no me rendí.
Recordé los versos de Almafuerte, no como un grito de guerra, sino como un murmullo que me alcanzaba desde algún rincón perdido de la infancia, cuando mi padre me hablaba de dignidad sin pronunciar jamás la palabra, enseñando con el ejemplo silencioso de quien se levanta cada mañana aunque el mundo se empeñe en doblarlo. «No te des por vencido, ni aun vencido», decía el poema, y yo lo repetía en silencio, como quien reza sin fe pero con necesidad desesperada de creer en algo.
Tomé el pincel con manos que ya no temblaban. No para pintar algo hermoso que pudiera colgar en una galería, sino para dejar constancia de mi temblor, de mi miedo, de mi resistencia. El trazo fue torpe, casi infantil, pero en él había verdad sin maquillaje. Pinté una línea quebrada, luego otra que la abrazaba como si fueran dos heridas que se consolaran mutuamente. Pinté la sombra de un gato que no juzga las fragilidades humanas, la silueta de un hijo que aún cree en mí a pesar de mis evidentes limitaciones, el reflejo de un hombre que, aunque cansado hasta los huesos, sigue eligiendo la ternura por encima del resentimiento.
Ese día no vencí al mundo —el mundo es demasiado grande para las victorias individuales—. Pero tampoco me rendí. Y eso, en mi lenguaje personal, en mi gramática íntima del sobrevivir, es suficiente. Más que suficiente: es sagrado.
Epílogo del encierro
Aquel encierro me enseñó que el tiempo puede callarse temporalmente, pero nunca detener del todo su corriente subterránea. Que aun cuando los relojes parezcan burlarse de nuestra impaciencia y las calles callen como catedrales vacías, siempre hay una llama que resiste en lo más íntimo: el murmullo de un hijo en la distancia que llama por teléfono cada tarde, el ronroneo de un gato en el silencio que nos recuerda que no estamos completamente solos, la memoria que se niega a morir y que susurra nombres queridos cuando creemos que ya no recordamos cómo pronunciar el amor.
Y comprendí, al mirar las luces de Montreal encenderse cada noche con su puntualidad de ritual sagrado, que incluso en medio del silencio más denso —ese silencio que pesa como una manta de plomo sobre el alma—, la vida sigue escribiendo su partitura en voz baja, aguardando con paciencia de madre el día en que podamos volver a escucharla a pleno volumen, con todos los instrumentos sonando al mismo tiempo en la orquesta magnífica de lo cotidiano.
El encierro de los relojes terminó, pero dejó sus enseñanzas grabadas en algún lugar del pecho donde guardamos las verdades que solo se aprenden en soledad. Y yo seguí, sigo, seguiré resistiendo, como el hombre que aún respira, que aún pinta líneas quebradas, que aún abraza a su gato en las tardes de invierno mientras espera que regrese la primavera —no solo al jardín, sino al corazón que ha aprendido a latir más despacio pero con mayor intensidad, como si cada latido fuera una pequeña victoria contra el olvido.
Ese día no vencí al mundo. Pero tampoco me rendí. Y eso, en mi lenguaje, es suficiente.
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