26 * Luz en las sombras

 

Capítulo 26

Luz en las sombras

Dicen que todos, sin excepción, albergamos demonios en los pliegues más recónditos del alma — criaturas que respiran sin pulmones, que viven sin sangre, alimentándose de silencios prolongados como quien sorbe el rocío de madrugadas interminables. No siempre se manifiestan. Rara vez les damos nombre. Pero permanecen: agazapados entre las pausas de las conversaciones, disfrazados de orgullo herido, anidando en cicatrices que aprendieron a respirar bajo la piel, como si el dolor fuera su único oxígeno.

Durante años los dejamos crecer en penumbra —convencidos de que ignorarlos equivale a desarmarlos—, mientras ellos se nutren del mutismo, engordan con el miedo, multiplican sus susurros cuando intentamos esquivarlos. No gritan, pero sus murmullos se filtran en los sueños como agua entre las grietas del muro. No golpean, pero su peso se instala sobre los hombros cada amanecer, transformando el simple acto de levantarse en una pequeña épica cotidiana.

Hasta que un día —sin saber exactamente por qué, quizás porque el cansancio de cargarlos supera al miedo de enfrentarlos— uno los mira de frente. No con rabia sino con esa compasión extraña que surge cuando reconocemos en el otro nuestro propio reflejo fragmentado. Les damos nombre, les concedemos espacio, les otorgamos voz. Y entonces ocurre el milagro menor: al exponerlos a la luz cruda del reconocimiento, se achican, palidecen, enmudecen. Ya no son titanes que acechan desde las esquinas del cuarto, sino fragmentos rotos que suplican comprensión. Desde entonces, cada vez que algo inquieta o pesa, lo nombro, lo escribo, lo convierto en pincelada sobre este lienzo blanco que es la página.

La madre que habita en la ausencia

Mientras lo observaba esa tarde —el sol oblicuo de Montreal dibujando sombras largas sobre las mesas—, pensé en mi madre, Otilia, quien nunca tuvo el privilegio de conocer a su nieto. Los años se han acumulado como nieve sobre su recuerdo desde que partió hacia esa geografía sin coordenadas donde habitan los ausentes, y todavía hay madrugadas en que despierto con la certeza imposible de que puedo llamarla, de que su voz dirá « mijito » con esa ternura que solo las madres verdaderas saben pronunciar, como si la palabra fuera caricia.

El exilio —esa amputación voluntaria e involuntaria a la vez— me despojó de muchas cosas: la tierra natal con su olor a lluvia sobre asfalto caliente, los amigos de infancia cuyos rostros se han vuelto borrosos como fotografías sumergidas en agua, el acento que se fue diluyendo en idiomas prestados hasta volverse híbrido irreconocible. Pero lo que más me desgarra, lo que todavía abre heridas que creía cicatrizadas, es haberme robado las últimas conversaciones con ella. Mientras yo construía castillos de futuro en tierras de hielo eterno, mi madre envejecía sola en Medellín, esperando cartas que llegaban tarde —cuando llegaban— y llamadas que se cortaban por la distancia o por la necesidad cruel de economizar minutos.

La culpa es un animal nocturno que se alimenta de subjuntivos: habría, hubiera, hubiese. Se anida en el pecho y roe, paciente como termita, los huesos de la tranquilidad. Durante años la alimenté con preguntas que no admiten respuesta: ¿Por qué no volví cuando aún había tiempo? ¿Por qué antepuse la construcción de mi porvenir al presente de su soledad? ¿Por qué creímos —los dos, ella y yo— que el tiempo era recurso renovable, que siempre habría otro momento para los abrazos postergados?

El sobre que atraviesa décadas

Anoche, mientras buscaba documentos olvidados en el escritorio —esa arqueología doméstica que emprendemos sin querer—, mis dedos tropezaron con algo inesperado al fondo del cajón: un sobre con matasellos de 1992, casi camuflado entre facturas viejas y fotografías que el tiempo ha vuelto sepia. Mi mano tembló antes siquiera de tocarlo completamente: reconocí de inmediato los garabatos inconfundibles de mi madre, esa caligrafía que parecía escrita con el pulso del corazón más que con la mano, letras que bailaban sobre el papel como si tuvieran vida propia.

Lo sostuve entre mis dedos como quien descubre un manuscrito sagrado, un mensaje en botella que el océano del tiempo devolvió después de tres décadas de deriva. El sobre pesaba más que su contenido físico —cargado con el peso de los años transcurridos, de palabras que esperaron pacientes su momento de ser leídas, de un amor que sobrevivió a la muerte misma—.

Me atreví a romper el borde con la delicadeza de quien desarma una bomba emocional. Pero cuando vi su letra, cuando comprendí que aquellas palabras me hablaban desde un pasado donde Otilia aún respiraba, donde su corazón aún latía en algún lugar del mundo, no pude continuar. Cerré los ojos. La carta se volvió demasiado pesada —más que el silencio acumulado, más que el dolor de no haberla visto por última vez, más que todas las palabras no dichas—.

Esta carta de 1992, este mensaje que navegó más de tres décadas hasta alcanzar mis manos, me devuelve algo que creía irremediablemente perdido: la posibilidad de que el amor trascienda las fronteras de la muerte, de que ciertas palabras posean el poder de viajar en el tiempo como semillas que germinan cuando el corazón está finalmente listo para recibirlas.

No la he leído completamente porque tengo miedo —ese miedo particular que surge cuando lo sagrado está a punto de revelarse—. Miedo de que sea una despedida que no supe escuchar en su momento. O peor: miedo de que contenga una bendición que no merezco, un perdón que me absuelva de culpas que he aprendido a cargar como penitencia necesaria. Porque a veces el dolor es el único hilo que nos conecta con quienes hemos perdido, y soltar la culpa equivale a soltarlos definitivamente a ellos.

Sombra se materializa junto al sobre —esa presencia que ya no me sorprende, que acepto como acepto la lluvia o el hambre— y se recuesta con la delicadeza de quien comprende que ciertos objetos son relicarios, sagrados por el peso emocional que contienen. Su presencia invisible paradójicamente visible me calma, me recuerda que no todos los fantasmas que nos habitan vienen a atormentarnos. Algunos llegan para acompañar, para susurrar que el amor verdadero ignora las fronteras entre la vida y la muerte, que hay conexiones que ni siquiera la ausencia definitiva puede romper.

Las voces interiores y la paz sin proclamas

A veces me descubro escuchando dos voces dentro de mí —un parlamento íntimo donde se debaten las versiones de mi mismo—. Una susurra la verdad desnuda, cruel en su precisión quirúrgica, sin anestesia ni consuelo. La otra, más astuta, más misericordiosa quizás, ofrece versiones editadas de la realidad, como si supiera que necesitamos cierta dosis de autoengaño para no desmoronarnos, que la verdad absoluta es veneno que debe diluirse para ser bebible. No siempre distingo cuál habla más fuerte, pero ambas me constituyen. Y en los momentos de silencio más profundo —cuando la ciudad duerme y hasta Sombra parece disolverse en la penumbra— las escucho con claridad meridiana.

Es entonces cuando el espejo abandona su función ordinaria y me revela algo más profundo que el rostro: mi alma quieta detrás del cristal, observándome con ojos que ya no juzgan sino que simplemente reconocen, como quien saluda a un viejo conocido después de años de ausencia.

He intentado permanecer en silencio absoluto —sin música que distraiga, sin palabras que disfracen, sin ruido que proteja—. Solo yo y el torrente de mis pensamientos, fluyendo sin diques ni represas. Es aterrador, no por lo que pienso sino por lo que descubro: que el ser humano no está diseñado para enfrentarse a sí mismo sin escapatorias. Por eso llenamos nuestras vidas de ocupaciones superfluas, de conversaciones que no dicen nada pero llenan el vacío, de sustancias que adormecen la lucidez incómoda, de rutinas que nos mantienen a salvo de la única pregunta que verdaderamente importa: ¿Por qué seguimos aquí? ¿Qué nos mantiene en marcha cuando todo parece indicar que deberíamos detenernos?

Durante años busqué respuestas como quien busca tesoros enterrados, convencido de que estaban escondidas en algún libro no leído, en alguna conversación pendiente, en algún lugar al que aún no había viajado. Pero ahora sospecho —con esa certeza que llega tarde pero llega— que la clave no está en buscar sino en dejar de huir. En quedarse quieto como Sombra cuando me observa, en mirar de frente aunque duela, en aceptar que la verdad rara vez consuela pero siempre, siempre libera.

Existe una paz que no se proclama desde las azoteas ni se exhibe como trofeo en las vitrinas del alma. Es silenciosa como las raíces que sostienen al roble centenario sin jamás pedir reconocimiento, persistente como el río que avanza hacia el mar aunque nadie documente su viaje. No nace del olvido —ese impostor que promete alivio y entrega vacío—, sino del perdón verdadero; no se alimenta de la ausencia de conflictos sino de la transparencia que brota cuando uno se atreve a vivir sin máscaras, con el rostro desnudo bajo la mirada implacable del tiempo, que todo lo ve y casi nada juzga.

Camino hacia esa paz con pasos que ya no fingen certeza, aunque a veces me descubra navegante en mares de memoria donde algunas islas se han hundido irremediablemente bajo el peso de los años. La vida se fragmenta —unos pedazos brillan como brasas que se niegan a extinguirse, otros se disuelven en la bruma del olvido selectivo—, pero en cada fragmento aprendo que la dignidad no se negocia, ni siquiera cuando la derrota parece definitiva.

Cartografía para navegantes futuros

Recuerdo una tarde de otoño —esas tardes de Montreal cuando los arces sangran belleza— en que el viento soplaba con esa dulzura particular que solo posee cuando acaricia pensamientos en paz. Caminaba sin rumbo aparente pero con propósito secreto; cada crujido de hoja bajo mis pies era confesión susurrada a la tierra, cada bocanada de aire frío, plegaria dirigida a ningún dios en particular, a todos los dioses posibles. Fue entonces, bajo ese cielo que se teñía de carmesí como si el universo sangrara su propia hermosura, cuando comprendí una verdad que me había eludido durante décadas: la paz no es destino al que se llega después de largas peregrinaciones, sino forma de andar, modo de habitar el mundo, manera de respirar.

Esta madrugada, mientras las palabras fluían de mis dedos como agua que encuentra su cauce después de años represada, comprendí algo que había estado esperándome todo este tiempo, paciente como Sombra misma: no escribo solo para mí. Cada línea que trazo es hilo invisible que se extiende hacia Mauricio, hacia todos los que algún día navegarán sus propias tempestades de soledad, sus propios océanos de ausencia.

Estas memorias —fragmentadas como espejo roto, imperfectas como toda cosa humana— son en realidad cartografía secreta donde marco los lugares donde naufragué y los puertos donde encontré refugio, los arrecifes que destrozan y las corrientes que salvan. Son testimonio de que la vida, aun cuando parece apagarse como vela en la tormenta, guarda siempre una brasa incandescente en su centro, esperando el soplo adecuado para volver a arder.

Mis palabras son faros encendidos para futuros navegantes de la melancolía. No pretendo enseñar —¿qué podría enseñar yo, náufrago perpetuo?— sino compartir el descubrimiento de que la paz verdadera no llega cuando expulsamos el dolor como inquilino indeseable, sino cuando aprendemos a convivir con él, a ofrecerle té en las tardes lluviosas, a escuchar sus historias sin que nos destruyan. Como quien decora su casa no solo con flores sino también con las sombras que proyectan, entendiendo que la belleza completa necesita ambas.

Sombra y yo somos ya una sola cosa: el hombre que fui y el que soy, el que perdió y el que encontró, el que huyó y el que finalmente se detuvo, unidos en esta danza donde el dolor se transmuta en sabiduría y la soledad se revela como compañía. He descubierto que escribir es mi forma de hacer visible lo invisible, de convertir en ofrenda lo que durante años consideré maldición.

La expectación del alba

Afuera, los primeros rayos del sol —ese sol tímido del otoño canadiense— filtran su luz dorada entre las cortinas, y siento que el aire mismo vibra con una expectación extraña, como si la ciudad entera contuviera el aliento, esperando que algo —una llamada que rompa el silencio, una noticia que altere el rumbo, un encuentro que justifique la espera— quiebre la quietud de estos días de escritura y soledad acompañada.

Tal vez Mauricio vendrá esta tarde a compartir café y silencios cómodos. Quizás sea el momento de contarle sobre la carta, de dejar que él —con esa sabiduría limpia de quien aún no acumula demasiados remordimientos— me ayude a decidir si debo leerla completamente o si algunos misterios están destinados a permanecer intactos, como catedrales que es mejor admirar desde fuera.

O tal vez comprenda, con esa intuición que a veces tienen los hijos, que hay silencios más elocuentes que cualquier revelación, que el verdadero regalo no es el contenido de la carta sino el milagro de haberla encontrado justo cuando más necesitaba escuchar la voz de mi madre, aunque fuera a través del tiempo, aunque fuera imposible.

Quizás Mauricio, cuando sea hombre con sus propias sombras danzando a su alrededor, cuando tenga sus propios cajones llenos de cartas sin abrir y fotografías que duelen mirar, encuentre en estas páginas la certeza de que no está solo en su búsqueda, de que otros antes que él caminaron senderos similares y descubrieron que el alba no existe para destruir las sombras sino para danzar con ellas, creando esos claroscuros donde la vida revela su verdadera textura.

Mientras camino con el alma abierta como herida que ya no busca cerrarse sino simplemente ser, con la verdad como única brújula en este mar de incertidumbres, sé que habrá en mí una llama que nadie —ni la vida con sus traiciones cotidianas, ni la muerte con sus amenazas definitivas— puede extinguir. Es la llama de quien ha sido amado, aunque no siempre lo supiera, aunque a veces lo olvidara.

El alba sigue filtrándose, obstinada, hermosa, inevitable. Su luz dorada se mezcla ahora con lágrimas que no sabía que estaba derramando —lágrimas que no son de tristeza sino de gratitud tardía—. Porque a veces el dolor más hermoso es aquel que nos recuerda que fuimos, somos, seremos amados, aun cuando no supimos recibirlo en su momento, aun cuando llegue en forma de carta con treinta años de retraso.

Sombra se agita inquieta junto a mí, y ambos observamos el sobre que espera sobre el escritorio como oráculo silencioso. Ella también lo presiente: algo hermoso y terrible está por suceder. Algo que cerrará círculos que creíamos destinados a permanecer abiertos. Algo que tal vez, solo tal vez, me permita finalmente perdonarme.

La luz sigue entrando. El día comienza. La carta espera.

Y yo, por primera vez en mucho tiempo, también.

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