28 El oficio de engañar al olvido

Capítulo 28

La belleza de las mentiras sinceras

«El escritor es, en esencia, un impostor que cree. Se disfraza de sabio, pero escribe para no perderse. Finge tener respuestas, aunque cada palabra que deposita sobre el papel es una pregunta disfrazada. Y en esa búsqueda —torpe, apasionada, a veces desesperada— tropieza con verdades que no buscaba, que lo sorprenden como cartas olvidadas en un cajón que nunca abrió. No escribe porque sabe, sino porque necesita entender. Y a veces, sin querer, revela lo que ni él se atrevía a mirar…»


Mi vida podría titularse: Invierno y otoño.

Entre hojas que caen y silencios que hielan, he aprendido a caminar con el alma abrigada. El otoño me enseñó a soltar con elegancia, a ver belleza en lo que se despide. El invierno, en cambio, me mostró la quietud necesaria para escuchar lo que no se dice, para encontrar calor en lo que permanece. Cada capítulo ha sido una estación distinta: a veces dorada, a veces blanca, pero siempre marcada por la necesidad de resistir con ternura. Porque incluso en el frío más profundo, hay memorias que arden como brasas.

Sigo escribiendo este libro con tinta de memoria y esperanza, entendiendo que la vida no es solo un jardín de rosas, sino un terreno donde las espinas también tienen su propósito: recordarme que incluso en el sufrimiento hay crecimiento, que cada herida puede ser raíz de algo nuevo.

Después de lo del Sr. Douglas —después de verlo desaparecer como se borra un dibujo en la arena—, comprendí que dentro de mí también habitaban voces que no callaban nunca. Voces de los que se fueron sin dejar rastro, murmullos que pedían testimonio antes de disolverse del todo. Esa noche, mientras la lluvia golpeaba los cristales de Le Rigaud, quise escribirlas. O tal vez solo quise salvarlas del olvido.

Convivir tanto tiempo con los inquilinos del silencio, uno termina por descubrir que también dentro de sí habitan ecos que no cesan. Son antiguos murmullos, recuerdos que se disuelven como humo, nombres que el tiempo pronuncia con un dejo de melancolía. No pedían consuelo, comprendí entonces —mientras la lluvia golpeaba con dedos finos los cristales de mi apartamento—, sino testimonio. Quise escribirlas. O tal vez solo quise olvidarlas.

Me gustan los libros como me gusta el otoño: con sus tonos apagados, su manera de hablar sin levantar la voz, su arte de despedirse sin dramatismos. Pero hay algo más, algo que descubrí con los años y que solo puede entenderse cuando uno ha vivido lo suficiente como para saber que los libros no son objetos inertes, sino criaturas vivas que respiran en la oscuridad de las estanterías, esperando el momento preciso para revelar sus secretos.

Cada libro tiene su propio latido, su propio perfume. Hay volúmenes que huelen a vainilla y polvo de siglos, otros a tinta fresca y promesas por cumplir. Abrir uno es como descorrer el velo entre dos mundos: el que habitamos con nuestros pies cansados y el que existe en esa dimensión paralela donde las palabras cobran vida y los personajes nos miran desde las páginas con una familiaridad inquietante.

He pasado incontables tardes en librerías de viejo, esos santuarios donde el tiempo se detiene y la luz se filtra entre estantes como rayos de sol en una catedral abandonada. Allí, entre volúmenes apilados y mapas descoloridos que prometen mundos extintos, aprendí que cada libro esconde una historia dentro de otra historia: la del autor que lo escribió, la del lector que lo abandonó, la de todas las manos que lo sostuvieron antes de que llegara a las mías. Leer es caminar por un laberinto donde cada pasillo conduce a otro pasillo, cada reflejo multiplica las posibilidades del alma.

Hay libros que son puertas, otros que son ventanas, algunos espejos despiadados. Los mejores son los que funcionan como mapas del tesoro: te muestran dónde está enterrado el cofre, pero jamás te revelan la combinación del candado. Esos son los que vale la pena coleccionar, los que uno relee cada cierto tiempo descubriendo nuevas capas de significado, como quien pela una cebolla infinita que nunca termina de revelar su centro.

Mi biblioteca personal es un cementerio de vidas ajenas y un jardín donde florecen mundos imposibles. Cada lomo es una lápida que conmemora la muerte de su autor, pero también una semilla que germina cada vez que alguien abre sus páginas y permite que las palabras resuciten en su imaginación. En esos estantes conviven fantasmas ilustres: poetas que murieron de hambre, novelistas que enloquecieron persiguiendo historias, filósofos que se suicidaron porque comprendieron demasiado.

El papel descansa en mis manos como si me reconociera desde siempre, como si hubiéramos firmado un pacto en alguna vida anterior. Hay algo sagrado en ese gesto de pasar una página, algo que se parece a rezar sin palabras, a confesar sin culpa, a morir un poco para renacer en la piel de otro. Los libros me han enseñado más sobre la vida que la vida misma: me han mostrado el reverso de la realidad, ese lado oscuro donde habitan las verdades que preferimos ignorar cuando caminamos por las calles iluminadas de nuestras certezas cotidianas.

El otoño me fascina porque instala la melancolía como un huésped antiguo en los corredores del alma. Camino bajo árboles desnudos cuyas ramas parecen huesos erguidos que sostienen en silencio la dignidad de lo perdido. El suelo tapizado de hojas cruje bajo mis pasos, como si la tierra misma respirara palabras ancestrales. En los atardeceres, el cielo enciende un resplandor cobrizo —russet, lo llaman algunos— que alarga las vistas y dora la hierba marchita. Ese oro no brilla con soberbia, sino con la íntima belleza de lo efímero, como una llama que sabe que pronto será ceniza y abraza su destino sin resistencia.

Quizá por eso amo tanto a los libros y al otoño: ambos me permiten recordar quién soy cuando nadie me mira. Uno enciende mi memoria; el otro la ilumina con un resplandor que se extingue lentamente. En ellos reconozco que lo que se marchita también enseña a vivir, y que la verdadera compañía no grita su nombre, sino que se ofrece en silencio, como un café compartido con un libro en este apartamento de Le Rigaud. En las tardes de noviembre, cuando la luz se vuelve cristal opaco y las ventanas sudan recuerdos como lágrimas contenidas, comprendo que busco algo más grande que la soledad misma. Las palabras se deslizan por las páginas como conspiraciones susurradas en idiomas muertos, habitando este reino donde los libros son portales hacia ciudades sumergidas y el otoño es una lámpara que ilumina el alma desde adentro, revelando rincones que la luz del día nunca alcanza.

En mi refugio de papel y tinta, rodeado de volúmenes que exhalan memorias ajenas como perfume en una habitación cerrada, he construido mi propio laberinto personal. No es un laberinto para perderme, sino para encontrarme. Cada libro es una lámpara encendida en la penumbra, una chispa que revela pasajes ocultos hacia el centro de mí mismo, hacia ese núcleo secreto donde habita la versión más auténtica de quien soy: ese desconocido que solo emerge cuando las palabras de otros iluminan las cavernas de mi propia oscuridad.

Desde mi ventana, contemplo las luces que titilan sobre Mont-Royal como si fueran letras suspendidas en la noche, fragmentos de un texto que solo el silencio sabe leer. El viento golpea el vidrio con insistencia, y yo, eterno cómplice de la página en blanco, escribo estas líneas como si escuchara el latido de otro tiempo. Es en esas horas —cuando la ciudad calla y la memoria despierta— que empiezo a entender que escribir es otra forma de respirar. Que uno escribe no para contar lo que pasó, sino para mantener viva la llama de lo que aún arde en lo invisible.


Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, y no precisamente por lo que el libro decía, sino por aquello que despertaba en los rincones olvidados de su alma. Una voz cariñosa —acaso un eco heredado de antiguas tardes— le susurró con la delicadeza de quien no desea herir:

—¿Por qué lloras, si todo en ese libro es mentira?

Y él, sin apartar la mirada de las líneas que ardían como brasas sobre el papel, respondió con la certeza de quien acaba de descubrir un secreto:

—Lo sé. Pero lo que yo siento es verdad.

Porque existen ficciones que no necesitan habitar el mundo tangible para clavarse en el centro exacto del pecho. Hay palabras nacidas de la imaginación que conocen el mapa de nuestras heridas: saben dónde falta el aire, dónde aguarda el silencio, dónde late la esperanza como un pájaro ciego. En ese territorio fronterizo entre lo inventado y lo vivido, comprendemos —tal vez por primera vez— que la verdad no siempre necesita de pruebas, sino apenas del reconocimiento íntimo del corazón.

Se lee. No por obligación ni por vanidad intelectual, sino porque a veces un libro te dice exactamente lo que no sabías que necesitabas escuchar. Cuando era joven, leía casi siempre para aprender. Buscaba respuestas, definiciones, mapas que me orientaran en el caos de lo nuevo. Cada página era una promesa de claridad, cada autor un faro. Pero con los años, algo cambió. Hoy leo para olvidar. Para silenciar el ruido de los días que pesan, para distraer al corazón de sus propias preguntas. Leo como quien se refugia en una casa ajena, como quien se sienta junto a personajes que no me conocen pero me entienden. Ya no busco lecciones: busco treguas.

Leer no es acumular saberes, sino abrir puertas: cada página es un umbral, cada historia, una casa donde el alma se refugia un instante del mundo. Los buenos libros no se leen: se habitan. Son moradas en penumbra donde uno enciende una vela y descubre, entre los muebles del pasado, su propio reflejo temblando en los cristales del tiempo. Porque hay libros que no enseñan, pero consuelan. Y en ciertas noches, eso basta.

Los libros son armas poderosas, aunque no del tipo que imaginan los generales. Lo son contra la ignorancia, sí, pero también contra la soledad que pesa como un edificio vacío, contra el insomnio que deja marcas sobre las paredes, contra los recuerdos que regresan con pasos de fantasma. Son abrigo cuando faltan los brazos, brújula cuando la memoria se extravía, consuelo cuando el alma se deshace en murmullos. Leer es resistir con elegancia. Es abrir una ventana en la noche para dejar que entre la respiración de otros mundos. En una época tan ruidosa y breve, eso ya es una forma secreta de libertad.


A veces Mauricio me pregunta si todo esto sucedió realmente, si cada página que escribo es memoria fiel o ficción disfrazada de recuerdo. Le contesto que sí, que no, que tal vez. Porque la literatura —le digo— es el arte de mentir bien la verdad: poner flores sobre las tumbas para que el olvido no trabaje solo, encender velas en catedrales vacías confiando en que alguien, en algún rincón del tiempo, entienda el mensaje que porta la luz.

No soy escritor. Nunca lo fui, aunque a veces me disfrace con sus ropajes. Soy apenas un jardinero de palabras que brotan torcidas entre las grietas del tiempo, un pintor de silencios que no caben en los márgenes. Este libro —mi historia— no busca adornar la verdad ni esconder las grietas. Es un testimonio de lucha, amor y transformación. Cada página es una flor que se abre a pesar del invierno, cada línea una cicatriz que aprendió a hablar. Lo que escribo no es verdad ni mentira en el sentido estricto de esos términos exhaustos; es la manera en que mi memoria se viste con metáforas que le quedan como hechos a medida. Y si alguna vez alguien lo lee, que sepa que no encontrará perfección, sino humanidad: el intento constante de florecer sin negar las espinas.

Cada frase que deposito sobre el papel intenta cubrir la realidad —tímida como niña que se esconde tras una cortina— con imágenes prestadas de otros mundos. No para disfrazarla, sino para protegerla del olvido. Porque hay recuerdos que no aceptan la muerte, que insisten en seguir caminando por pasillos que ya no existen en ningún mapa. Como esa madre que aún recorre, con pasos silenciosos, la casa que el tiempo borró pero que el corazón se empeña en mantener encendida, como farol en la niebla. Escribo para que lo invisible no se desvanezca. Para que lo que ya no está siga respirando en las palabras. Porque a veces, la única forma de conservar lo amado es inventarlo de nuevo.

Pinto con palabras aquello que la voz no puede pronunciar, porque la voz se quiebra como cristal antiguo y las palabras, en cambio, permanecen. Escribo como quien tiende puentes entre islas de silencio, como quien traduce sueños al idioma roto de los despiertos. Si alguna vez me creen, que sea por un hermoso error: confundir la ficción con la vida cuando ambas se tejen en el mismo telar, cuando los hilos de lo real y lo imaginado se entrelazan de tal modo que ya resulta imposible —y acaso innecesario— distinguirlos.

La verdad es un animal escurridizo que solo se deja atrapar en redes tejidas con mentiras dulces. Tal vez esta sea la única honestidad posible del que escribe: confesar sin pudor que inventa para no morir de realidad, que escribe porque el silencio pesa más que todas las palabras del mundo juntas, porque hay cosas que solo pueden decirse de lado, como quien mira al sol sin cegarse.

Y así continúa esta extraña tarea de levantar catedrales de papel sobre ruinas invisibles, de iluminar lo oscuro con la linterna frágil de la ficción, confiando en que alguien —en algún recodo del tiempo— reconozca en estas páginas el eco de su propio corazón. Porque escribir, al fin y al cabo, no es otra cosa que dejar que la memoria respire… antes de que el polvo la cubra por completo.

Escribo libros para vivir en ellos, no para escapar del mundo, sino para comprenderlo desde dentro. Cada página que abro es una habitación de mi propia memoria, un lugar donde puedo sentarme a conversar con lo que fui, con lo que sigo siendo cuando nadie me mira. No escribo para los demás, aunque a veces los demás se asomen y se reconozcan en estas líneas. Escribo para entender por qué duelen ciertas ausencias más que otras, por qué el tiempo, que todo lo borra, a veces también preserva lo que debería olvidar. Escribo para reconciliarme con el hombre que me habita y con los fantasmas que me acompañan en silencio.

A veces me pregunto si la escritura no será una forma de sobrevivir al naufragio. Uno lanza sus palabras al agua como quien arroja una botella al mar, sin saber si alguien la encontrará, sin saber siquiera si flotará. Pero escribir es eso: una forma de creer, aun sin pruebas, que del otro lado hay alguien que también busca sentido en medio del ruido. Y cuando algún lector me escribe diciendo que sintió en mis palabras algo suyo, entiendo que la corriente llevó la botella a buen puerto. Entonces sé que no escribo solo: escribimos entre todos los que alguna vez nos preguntamos —con el corazón en la mano— para qué seguimos aquí.


«Nos asusta el silencio que nos rodea, y por eso buscamos compañía en las voces dormidas de los libros. No sabemos dialogar con nuestra propia alma, y entonces escuchamos las de otros, aunque ya no estén.»

Esa noche apagué la lámpara y dejé que el silencio se acomodara. Afuera, la ciudad parecía dormida, pero su respiración se mezclaba con la mía. Comprendí entonces que la literatura no era un oficio, sino una forma de seguir vivo en los demás. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo. La ciudad despertó con la lentitud de un libro que vuelve a abrirse, y el silencio —ese viejo cómplice— me recordó que todavía había historias esperando ser contadas.

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