29 La gravedad de los recuerdos

 Capítulo 29

La gravedad de los recuerdos

La noche llegó como llega siempre en Montreal cuando octubre se despide: sin ceremonia, apenas un deslizarse de grises a violetas hasta que el azul profundo se apodera del cielo y uno descubre —siempre con sorpresa, aunque suceda cada día— que el mundo ha cambiado de rostro mientras uno pestañeaba. Subí hasta la terraza del piso diecisiete llevando conmigo ese peso particular que no duele pero tampoco deja respirar del todo, ese lastre invisible que uno carga cuando los recuerdos insisten en quedarse pegados a la piel como humedad. Me pregunto qué soy mientras las baldosas del pasillo resuenan bajo mis pasos, como si el suelo quisiera recordarme que existo, que aún no me he disuelto completamente en esta arquitectura de ausencias.

El ascensor zumbaba con su ronroneo metálico, ese murmullo que ya se ha fundido con mi respiración nocturna, como si el edificio tuviera pulmones que exhalan memorias. A veces creo que este artefacto vertical es un testigo silencioso, más sabio que cualquier confesionario: conoce el peso exacto de la ausencia, porque la mide sin error cada mañana. La señora del once ya no baja por su pan de centeno; el hombre del octavo dejó de marcar el ritmo con su bastón, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en el descanso de las escalas. La pareja del quince se evaporó sin despedidas, dejando solo el eco de sus discusiones flotando en el hueco de la escalera, como una sinfonía inconclusa.

El ascensor no olvida: guarda en sus cables la memoria de cada ida, cada regreso, cada silencio que se instala donde antes hubo rutina.El ascensor cuenta nuestras despedidas sin pronunciarlas, las archiva en su memoria de cables y poleas, y sigue subiendo, impasible, porque los mecanismos no tienen derecho al duelo. Y yo asciendo con él, fragmentándome entre pisos, siendo el que escucha y el que calla, el que recuerda y el que olvida deliberadamente, el hijo que aún busca respuestas en cielos ajenos.

Las puertas se abrieron dejándome caer suavemente en la terraza, donde el viento me recibió con esa familiaridad de un viejo conocido. Desde aquí arriba Montreal se despliega como un tapiz de luces parpadeantes, como si la ciudad entera fuera un organismo que respira por millones de ventanas, y cada luz encendida fuera un pulmón diminuto exhalando soledad o compañía, no hay forma de saberlo desde esta distancia que todo lo iguala.

El río San Lorenzo serpenteaba allá abajo, una cinta oscura que apenas reflejaba las luces de la orilla, y pensé —no por primera vez— que los ríos son las venas de la tierra, que llevan memoria y olvido en partes iguales, que todo lo que tocamos termina fluyendo hacia algún océano que nunca conoceremos.

Mario ya estaba aquí. Siempre llega antes que yo, como si tuviera un pacto secreto con el cielo. Lo encontré apoyado en la baranda con su abrigo de lana gris —ese que huele a tabaco antiguo aunque hace años dejó de fumar— y los ojos fijos en algún punto del firmamento donde yo solo veo oscuridad. Él ve constelaciones, órbitas, trayectorias de objetos que cruzan la atmósfera a velocidades que mi mente apenas puede procesar sin vértigo. Y me doy cuenta de que yo también busco trayectorias, no en el cielo sino en los pliegues del tiempo, intentando trazar la órbita que me trajo hasta este piso diecisiete, hasta esta soledad compartida con un italiano que persiguió auroras boreales y encontró algo más parecido al exilio voluntario.

Mario llegó a Canadá persiguiendo un sueño luminoso: las auroras boreales. Vino desde Italia, desde esos cielos mediterráneos donde las estrellas tienen otro brillo, otra temperatura, para encontrarse con las danzas de luz del norte. Y cuando finalmente las vio —me lo contó una noche con esa emoción contenida que tienen los italianos cuando hablan de belleza— supo que ya no podría irse. Se enamoró de esas cortinas verdes y violetas que pintan el firmamento cuando el sol decide enviar sus partículas cargadas a bailar con nuestra atmósfera. Ese amor lo ancló aquí, lo convirtió en montrealense por adopción, en cazador nocturno de fenómenos celestes. Trabaja para Inmigración Canadá, ayudando a otros a cruzar los mismos umbrales que él cruzó hace décadas, ese umbral invisible entre lo que uno fue y lo que uno acepta convertirse cuando la geografía reescribe la identidad.

Aún no ha llegado a la edad de la jubilación, aunque a veces —cuando lo veo subir las escaleras con ese cansancio particular de quien ha escuchado demasiadas historias de desarraigo— me pregunto si no lleva ya jubilados el corazón y el asombro. Pero luego sube a esta terraza y recupera esa capacidad suya de mirar hacia arriba cuando todo nos invita a mirar hacia abajo, de buscar significado en el movimiento de las estrellas cuando aquí abajo todo parece estático, congelado en esta quietud otoñal que precede a la blancura del invierno.

—Va a pasar en diez minutos —dijo sin voltear, como si continuara una conversación que nunca interrumpimos.

No necesité preguntar qué. Sabía que hablaba de la Estación Espacial Internacional, ese prodigio humano que gira incansable sobre nuestras cabezas mientras discutimos por territorios del tamaño de un grano de arena en el desierto infinito del cosmos. Me acerqué a él sintiendo cómo mis rodillas protestaban con ese crujido que es el cuerpo recordando que los años no perdonan, que cada escalón subido se suma a una cuenta invisible que algún día presentará su factura completa. ¿Esto soy? ¿Este cuerpo que envejece mientras la mente insiste en sentirse suspendida en alguna edad indefinida entre la juventud perdida y la vejez que se acerca sin invitación?

El aire tenía ese sabor metálico del otoño tardío, cuando las hojas ya han caído y la tierra desnuda exhala su aliento de muerte y renovación. Cerré los ojos dejando que el viento me trajera fragmentos de la ciudad: el aroma del humo de chimeneas lejanas, el rumor apagado del tráfico que nunca cesa del todo, alguna risa perdida desde una ventana abierta a pesar del frío, porque siempre hay alguien —en algún rincón de esta ciudad inmensa— que aún encuentra razones para celebrar mientras otros apenas encontramos razones para seguir subiendo hasta terrazas desiertas a contemplar el vacío luminoso.

—¿Sabes lo que más me fascina de la ISS? —preguntó Mario sin esperar respuesta, porque a estas alturas de nuestra amistad silenciosa ambos sabemos que sus preguntas son apenas puertas que abre para que yo entre o no, según me plazca—. Que allá arriba el tiempo se mide diferente. Los astronautas experimentan dieciséis amaneceres cada día. Dieciséis veces la oportunidad de empezar de nuevo mientras nosotros nos aferramos a uno solo como si fuera el único boleto disponible para la salvación.

Sus palabras flotaron entre nosotros como partículas de polvo estelar que aún no han decidido si convertirse en planeta o seguir vagando por el espacio indefinidamente. Pensé en mi propio amanecer de hoy —ese único y precioso amanecer que desperdicié preparando café sin prestarle atención, mirando por la ventana sin ver realmente, existiendo sin habitar mi existencia— y sentí algo parecido a la vergüenza, esa vergüenza particular de saber que uno ha recibido un regalo y lo ha dejado pudrir en un rincón sin abrir el envoltorio. Soy el que despierta y el que sigue dormido. El que observa y el que permanece ciego. El padre que mira desde lejos, el hijo que todavía pregunta, el hombre que camina entre baldosas resonantes sin saber hacia dónde se dirige realmente.

En ese momento exacto sentí su presencia a mi lado. No necesité voltearme para saber que Sombra estaba ahí, ese gato fantasma que aparece cuando la soledad se espesa demasiado. Se sentó con esa parsimonia felina que desafía la gravedad y el sentido común, y comenzó a lamer su pata delantera como si esta terraza del piso diecisiete fuera su territorio ancestral y nosotros apenas invitados tolerados en su reino nocturno.

Mario lo miró con esa mezcla de respeto y perplejidad que todos sentimos ante los gatos, esas criaturas que fueron dioses en civilizaciones olvidadas y aún lo recuerdan en la forma altiva con que nos conceden su presencia.

—Nunca entenderé a tu gato —murmuró.

—No es mi gato —respondí automáticamente, porque esta conversación la hemos tenido demasiadas veces para que aún tenga frescura—. Es apenas una sombra que aprendió a proyectarse en tres dimensiones.

Los gatos, después de todo, habitan esa frontera difusa entre lo real y lo imaginado, entre el ahora y el entonces, entre la vigilia y el sueño. Como yo mismo en esta terraza, suspendido entre quien fui y quien me estoy convirtiendo, entre la memoria que insiste y el presente que me exige atención.

El cielo comenzaba a poblarse de estrellas —esas pocas que logran atravesar la contaminación lumínica de la ciudad— cuando Mario levantó la mano señalando hacia el este. Y allí estaba: un punto de luz atravesando el firmamento con la constancia de quien cumple una misión. La Estación Espacial Internacional pasaba sobre nosotros, silenciosa y distante, ese laboratorio orbital que flota a cuatrocientos ocho kilómetros sobre nuestras cabezas, dando la vuelta completa al planeta cada noventa minutos.

—Cuatrocientas veinte toneladas —murmuró Mario con ese tono reverencial que algunos reservan para las catedrales—. Cuatrocientas veinte toneladas de metal, ciencia y esperanza girando a veintisiete mil kilómetros por hora. Y dentro, apenas trescientos ochenta y ocho metros cúbicos de espacio habitable donde hombres y mujeres realizan experimentos que aquí abajo serían imposibles: física sin gravedad, biología en ausencia de peso, química que desafía las leyes terrestres.

La luz avanzaba implacable, indiferente a nuestras contemplaciones terrestres. Pensé en esos astronautas flotando allá arriba en esa burbuja presurizada, rodeados de paneles solares que capturan la luz del sol sin la interferencia de nuestra atmósfera, realizando pruebas que algún día nos llevarán a Marte, observando la Tierra desde una perspectiva que ningún filósofo antiguo pudo imaginar. Cuatrocientos ocho kilómetros no parecen mucho —apenas la distancia entre Montreal y Toronto— pero esa distancia vertical lo cambia todo: ahí arriba el peso desaparece, los líquidos flotan en esferas perfectas, y el cuerpo humano olvida qué significa caer.

—Es como nosotros —dije, sorprendiéndome de mi propia voz rompiendo el silencio—. Girando alrededor de algo invisible, orbitando memorias que ya no están pero cuya gravedad nos mantiene en trayectoria. Aunque ellos, al menos, tienen experimentos que justifican su órbita. Nosotros solo tenemos preguntas.

Mario me miró de reojo con esa expresión que me indica que he dicho algo más profundo de lo que pretendía, que he tropezado accidentalmente con una verdad que estaba oculta bajo las palabras cotidianas.

—Quizá nosotros también somos un experimento —dijo despacio—. Biología y medicina en condiciones de soledad, física del envejecimiento, química de los recuerdos que se descomponen con el tiempo. La vida misma es un laboratorio donde se prueban hipótesis sobre cuánto puede soportar un corazón antes de convertirse en otra cosa.

Asentí despacio, como quien reconoce en las palabras del otro el eco de sus propios pensamientos no pronunciados. Y juntos observamos cómo ese punto luminoso —esa cápsula de colaboración internacional donde se preparan los viajes futuros a la Luna y más allá— completaba su travesía sobre Montreal y desaparecía tras el horizonte, dejándonos de nuevo solos con nuestras propias órbitas terrestres, mucho más lentas, mucho menos espectaculares, pero igualmente necesarias para seguir girando.

La luna, sublime e indiferente, se alzaba sobre nosotros como una pregunta sin respuesta. Y entonces lo entendí, o al menos lo intuí: no soy uno y solo, sino muchos y complejo. Soy el que escucha y el que calla. El que ama y el que teme. El que escribe con ternura y el que se esconde detrás de la ironía. Soy el hijo que recuerda, el padre que observa, el amigo que duda, el hombre que envejece con dignidad y con vértigo. La luna no me juzga. Me contempla sin exigencia, como si supiera que todos somos fragmentos, que nadie es entero.

La ISS desapareció tras el horizonte dejándonos de nuevo solos con el zumbido de la ciudad y el susurro del viento. La vista desde aquí arriba nunca deja de sorprenderme, aunque la haya contemplado cientos de veces desde que habito el 413. Cada noche es distinta: las luces parpadean con ritmos diferentes, el río cambia de tonalidad según la luna, y yo —habitante de este piso que temporalmente llamo hogar— sigo subiendo como quien cumple un ritual necesario para mantener la cordura.

El frío comenzaba a hacerse sentir, ese frío de octubre que aún conserva memoria del verano pero ya anuncia el invierno despiadado que vendrá. Me ajusté la chaqueta sintiendo cómo el tejido gastado apenas ofrecía resistencia al viento, y pensé que esta prenda también tiene su historia, sus propios recuerdos cosidos en cada zurcido invisible, cada mancha desvanecida por el tiempo y los lavados.

—¿Alguna vez te has preguntado —dijo Mario de repente, con esa forma suya de lanzar preguntas al aire como si fueran botellas arrojadas al mar— si las auroras boreales no serán una metáfora demasiado perfecta de la existencia humana?

No respondí de inmediato porque sus preguntas nunca buscan respuestas rápidas. Esperé, sabiendo que él continuaría, que la pregunta era apenas el anzuelo y la reflexión vendría después como pez atrapado en su propia red de palabras.

—Las partículas solares viajan invisibles por el espacio —continuó—. Cruzan distancias inimaginables sin forma, sin color, sin que nadie las perciba. Solo cuando chocan con nuestra atmósfera, solo cuando encuentran algo sólido contra lo cual estrellarse, se vuelven visibles. Se transforman en esa danza de luces verdes y violetas que todos admiramos.

Guardó silencio dejando que la comparación se asentara. Y entendí lo que insinuaba sin decir: que nosotros también viajamos invisibles hasta que chocamos con algo o alguien, que solo en el encuentro —en el roce con otra existencia— nos volvemos luminosos, perceptibles, reales. Que la soledad no es solo ausencia de compañía sino ausencia de colisión, flotar en el vacío sin nada contra lo cual brillar.

—Quizá por eso subimos aquí —murmuré—. Para chocar con el cielo y volvernos, por un instante, visibles.

Mario sonrió en la penumbra, una sonrisa apenas perceptible que sin embargo iluminó algo en su rostro normalmente grave. Sí, eso era. Subíamos para existir de verdad, para sacudirnos la invisibilidad de la rutina, para recordarnos que aún estábamos aquí, que nuestras partículas personales aún no se habían dispersado completamente en el cosmos indiferente.

Sombra se levantó con ese estiramiento largo que hacen los gatos, arqueando el lomo hasta formar un puente imposible entre dos mundos. Caminó hasta el borde de la terraza y se quedó allí, inmóvil, mirando hacia el vacío con esos ojos que parecen ver simultáneamente el presente y algo más, algo que nosotros hemos perdido la capacidad de percibir porque nos hemos vuelto demasiado racionales, demasiado atados a lo tangible.

Me acerqué al borde de la terraza sintiendo el vértigo familiar de estar en la altura, esa sensación de que un paso más y todo terminaría, de que la distancia entre la vida y su ausencia es apenas la longitud de una zancada. Puse las manos sobre la baranda fría, sintiendo cómo el metal helado me recordaba que octubre avanza inexorable hacia el invierno.

—¿Crees que hay algo más allá? —pregunté en voz tan baja que apenas era un pensamiento sonoro—. ¿O esto es todo: subir, bajar, volver a subir hasta que un día el ascensor nos olvide?

Mario consultó su reloj —un reloj antiguo que perteneció a su padre y que él mantiene funcionando como quien mantiene viva una conversación con los muertos— y suspiró con ese suspiro que indica que el tiempo de las terrazas nocturnas ha terminado, que hay que regresar a los apartamentos iluminados donde nos esperan obligaciones y rutinas.

—Mañana hay más —dijo, pero no estaba seguro si se refería a más noches, más estrellas, más conversaciones o simplemente más tiempo para seguir siendo.

—Siempre hay más —respondí sin saber si era verdad o apenas esperanza disfrazada de certeza.

Bajamos juntos en el ascensor, ese confesionario vertical que nos devolvía a nuestros pisos respectivos. Mario se bajó en el catorce con una inclinación de cabeza que contenía más palabras que cualquier despedida articulada. Las puertas se cerraron y seguí descendiendo solo hacia el 413, hacia ese apartamento que temporalmente llamo hogar aunque sé que ningún lugar es permanente, que todos somos inquilinos temporales en este edificio gigante llamado existencia.

El apartamento me recibió con su silencio habitual, ese silencio que ya no me asusta porque he aprendido que el silencio no es ausencia sino presencia de otra cosa, algo que no tiene nombre pero que se siente como compañía difusa. Encendí apenas una lámpara —la del rincón, que no hiere los ojos después de haber estado bajo la inmensidad del cielo— y me dirigí a la cocina con esos movimientos automáticos de quien ha repetido este ritual cientos de veces.

Camino despacio, como quien no quiere llegar. Porque a veces, el trayecto entre la habitación y la luna es suficiente para entender que vivir no es definirse, sino aceptarse como misterio. Y yo, esta noche, me acepto. Con todos mis rostros. Con todas mis voces. Con todos mis silencios. Bajo esa luz lunar que no calienta pero sí revela, me reconozco en mí pluralidad: no soy una sola historia, sino muchas que se entrecruzan, se contradicen, se abrazan en esta terraza donde el viento me recuerda que aún respiro, que aún orbito, que aún colisionó contra algo lo suficientemente sólido como para volverme, aunque sea por un instante, luminoso.


Comentarios

  1. Acabé de leer "Inquilinos del silencio" y me quedé paralizado frente a la pantalla, sin saber si cerrar el documento o releerlo inmediatamente. No esperaba que un capítulo sobre la vejez me golpeara con tanta fuerza a mis 42 años. La historia de Douglas no es solo la de un anciano irlandés en Montreal: es la de mi padre que envejece solo en Guadalajara, la de mi vecino del cuarto piso al que apenas saludo, la mía propia dentro de treinta años si sigo viviendo esta vida de soledad bien administrada. Esa imagen de él tirado en el suelo toda la noche, con el teléfono a un metro de distancia convertido en un abismo... dios, eso me va a perseguir. Y lo más brutal es que el autor no hace trampa emocional, no te manipula con dramatismo barato. Te cuenta las cosas con una serenidad dolorosa, casi clínica, y por eso duele más. Cuando terminé de leer, llamé a mi padre. Hacía tres semanas que no hablábamos. Gracias por recordarme que el tiempo se acaba y que nadie debería morir solo esperando que alguien note su ausencia. ~Frank J.~

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