30 Pinceladas finales sobre la existencia

Capítulo 30

Pinceladas finales sobre la existencia

A esta altura de los años, cuando el cuerpo ya no grita sino que murmura y las manos, cansadas de la batalla, han aprendido la nobleza de soltar lo que alguna vez defendieron con uñas de fuego, descubro que no me arrepiento. No del ritmo errático con que atravesé los días, ni de los amores que irrumpieron como vendavales en la entraña, dejando cicatrices que aún laten como constelaciones ocultas.

He sido ese pájaro sin mapa, errante y obstinado, que encuentra reposo en cualquier rama porque comprendió que el vuelo no es destino, sino método: una manera de dialogar con el aire, de acariciar lo invisible sin prometerle eternidad. Y en esa travesía, hecha de tropiezos y epifanías, aprendí que la vida no se mide en los logros, sino en la música secreta de lo que se entrega y se pierde.

Hoy, mientras la memoria se vuelve un río lento y las estaciones me recuerdan que todo es tránsito, celebro haber sido viento, haber sido llama, haber sido silencio. Porque en cada fragmento de mis andanzas se escondía la certeza de que vivir no era llegar, sino atravesar.

Cuando era joven creí que la ternura se ofrecía como lujo, y me equivoqué con nobleza. Fui dictador de caricias, sí, y también soldado de abrazos tardíos. Fui tierra fértil para pasiones que florecieron entre grietas. En cada gesto desbordado hubo una semilla. En cada error, un brote que no supe nombrar a tiempo. La memoria me lo devuelve ahora, no como reproche, sino como quien muestra fotografías descoloridas donde uno apenas se reconoce y sin embargo sabe, con certeza dolorosa, que ese fue él. Las imágenes se desvanecen en los bordes, pero el centro permanece nítido: un hombre joven con los puños cerrados, creyendo que el mundo se conquista, cuando en realidad el mundo solo se habita.

He recorrido el dolor desde todos sus ángulos, lo he palpado como quien estudia un objeto antiguo hasta conocer cada textura, cada irregularidad de su superficie. Mi destino se despliega ante mí como cartografía imperfecta, trazada con la torpeza de quien no sabía hacia dónde iba pero caminaba de todas formas. Ya no me compadezco —esa lástima estéril que paraliza—, y puedo contemplar mi existencia con la frialdad necesaria de quien observa sin juzgar. He hallado cierta quietud en medio del tumulto, esa calma que solo llega cuando uno deja de resistirse al río. Y sin embargo, en este inventario sereno de todo lo vivido y perdido, descubro que solo añoro una cosa: aquella mirada limpia con que miraba el mundo antes de aprender a desconfiar. La inocencia que se fue sin despedirse, dejando en su lugar este conocimiento amargo que se parece demasiado al cansancio.

Hoy, sentado frente a mi ventana, observo cómo la luz de octubre se filtra entre las cortinas, como si supiera que estoy escribiendo esto. Montreal respira su frialdad anticipada: ese viento que limpia los pulmones y el alma. Me encuentro en la quietud de este aposento, donde los años se cuentan en experiencias y las voces resuenan como ecos de otras latitudes.

Hay algo sagrado en la lentitud, en ese ritmo que enseña a escuchar lo que el tiempo calla. Me arrepiento, sí, pero no de lo vivido: me arrepiento de los milagros que no supe ofrecer a otros, de la canción que me ardía en los dedos y que nunca transformé en puente.

Me pesa haber comprendido tarde que el amor verdadero no es posesión ni reflejo, sino traducción: un gesto que se vuelve idioma en el cuerpo del otro. Cada palabra que callé fue una moneda guardada con avaricia, creyendo que el tesoro crecía, cuando en realidad se oxidaba en silencio.

Hoy sé que la riqueza no estaba en acumular, sino en entregar. Que la lentitud es sagrada porque nos concede la oportunidad de traducirnos, de volvernos puente, de dejar que cada palabra dicha sea un milagro compartido.

La vida me dio belleza sin condición. Me la ofreció como quien entrega pan, sin preguntar si tengo hambre. Y aunque no siempre supe agradecer con palabras, mi cuerpo ha sido altar, mi memoria santuario. También me dio a Mauricio, mi hijo, como un regalo inesperado de la paternidad tardía—una bendición que llegó cuando ya creía cerradas ciertas puertas, y que abrió ventanas nuevas en mi alma. Esta deuda que ahora nombro no es culpa; es la conciencia de que vivir exige devolver. Y quizás este escrito sea eso: un intento por saldar, por compartir lo que la vida me entregó sin pedir recibo. Un intento por convertir el silencio en música antes de que la orquesta se retire.

El río de las ciudades

En el eco de mis setenta y tres años, la memoria se me antoja un río ancho y caudaloso que arrastra consigo fragmentos de luz, aromas y el murmullo de las ciudades que me han parido y acogido. No hay rostros que retener en esta hora, solo la esencia de los lugares que se han cosido a mi piel como tatuajes invisibles que duelen cuando cambia el clima. El mapa de mi vida no está trazado en líneas rectas sino en círculos concéntricos que se expanden desde un centro que ya no recuerdo dónde está.

Recuerdo San Carlos, aquel nido de infancia, un lienzo esmeralda donde el sol de la mañana se derramaba sobre los tejados con la misma dulzura de la miel. Sus calles de tierra —aún me parece sentir la aspereza bajo mis pies descalzos— eran senderos de aventura que desembocaban en ríos de agua clara y promesa. Allí, el tiempo era una mariposa lenta, y cada árbol, cada piedra, guardaba secretos que solo el corazón de un niño podía descifrar. La brisa traía el perfume de la tierra mojada y el canto de pájaros invisibles, y yo, en mi diminuta estatura, creía que el mundo entero cabía entre el verdor de sus montañas y el infinito azul de su cielo. Era una geografía sin malicia, sin sombras largas, donde la inocencia aún no conocía su propio nombre. Donde las horas se medían por el hambre y no por el reloj.

Luego, el destino me empujó a Medellín, la ciudad de la eterna primavera, donde las flores no conocían el frío y la vida burbujeaba con una energía incesante. Sus valles, abrazados por la neblina del amanecer, revelaban un paisaje de ladrillo y sueños que se alzaban hacia el cielo. Los días se poblaron de un vértigo distinto, de un ir y venir de gentes, de la algarabía de los mercados y el tintineo constante de los tranvías. Allí aprendí a amar el café oscuro y las conversaciones largas, a descifrar la complejidad de las sonrisas y el peso de las miradas. Fue un tiempo de madurez, de risas compartidas y de despedidas veladas, donde el corazón se hizo un poco más sabio, pero también más vulnerable. Medellín me enseñó que crecer es perder, y que cada pérdida lleva consigo el perfume de lo que alguna vez fue invencible. Que el tiempo no perdona pero a veces, con suerte, nos deja cicatrices hermosas.

Y ahora, el vasto invierno de mi vejez me encuentra en Montreal, esta ciudad de exilio que se ha convertido en un cobijo de nieve y resiliencia. El aire aquí es de un frío cortante que limpia los pulmones y el alma, y las luces de sus avenidas, por la noche, semejan constelaciones caídas. Vivo en la quietud de un edificio donde los años se cuentan en experiencias y las voces, a menudo, son ecos de otras latitudes. La nieve amortigua el ruido del mundo, y la soledad, lejos de ser un castigo, se ha transformado en un vasto territorio para la reflexión. El silencio aquí no es ausencia sino presencia—una presencia que habla idiomas que solo los viejos comprenden.

Miro por la ventana y veo la vida pasar con una lentitud que no conocía, y en cada copo de nieve que cae, en cada ráfaga de viento que mece los árboles desnudos, reconozco la huella de mis años, de las ciudades que me habitaron y me moldearon. Aquí, al fin, entiendo que la verdadera patria no es un lugar en el mapa, sino la constelación de recuerdos y silencios que uno lleva dentro. La patria puede ser una voz al teléfono, una receta heredada o el modo en que decimos «te extraño». Y yo, exiliado de geografías pero no de mí mismo, he aprendido que el exilio no siempre es geográfico. Hay nostalgias que se exilian solas del cuerpo, costumbres que ya no caben en los gestos, canciones que se olvidan porque ya no hay a quién cantarlas. La patria verdadera es esa canción que tarareamos sin darnos cuenta, ese olor que nos detiene en mitad de la calle, esa palabra en otro idioma que nunca se traduce bien porque lleva dentro todo un universo de afectos.


Las manos de la herencia

Heme aquí, de nuevo, con las manos que ya no son del todo mías. Las miro y reconozco en ellas el temblor que alguna vez me impacientaba, el gesto lento que creí ajeno, la forma en que sostienen el pan como si pesara más que el mundo. Son las manos de quien me enseñó a partir el silencio en rebanadas pequeñas, a esperar sin prisas, a acariciar con la distancia justa entre el cariño y el pudor. Las venas se marcan como ríos en un mapa antiguo, y cada pliegue cuenta una historia que yo no viví pero que ahora es mía.

No sé cuándo empecé a caminar como caminaban ellos —esos viejos de pasos cortos y certeros—, ni cuándo adopté esa manía de tocar dos veces la puerta antes de entrar, como si la casa necesitara ser avisada de mi presencia. Tampoco sé en qué momento mi voz adquirió ese tono bajo que reservo para las verdades importantes, ese susurro que aprendí de quienes hablaban poco pero decían mucho, como si las palabras fueran monedas de oro que no convenía derrochar. Los he heredado sin darme cuenta, como se hereda el color de los ojos o la forma de reír. Pero esto es más profundo, más invisible. Esto no está en la sangre: está en el aire que respiré durante años, en los silencios que compartimos al filo de la tarde, en las miradas que dijeron lo que las bocas callaron.

El otoño tiene esa cualidad extraña de ser despedida y preludio al mismo tiempo. Las hojas caen con sabiduría antigua, sin resistirse, sin lamentarse, simplemente aceptando que su ciclo ha culminado y que en esa rendición hay una belleza que la primavera jamás conocerá. Así me siento ahora: como un árbol que empieza a despojarse de lo innecesario, que comprende al fin que la plenitud no está en acumular sino en soltar. Cada hoja que cae es un peso menos, una certeza abandonada, una mentira que finalmente se admite.

Me descubro repitiendo frases de otros como mantras involuntarios. «El pan no se tira», digo, aunque ya no haya hambre en el mundo que conozco. «Las cosas tienen su tiempo», murmuro, aunque la prisa sea la única religión que practican los demás. Y cuando alguien se va sin despedirse, siento en el pecho esa punzada antigua, esa certeza de que las despedidas no son un lujo sino una obligación sagrada. Alguien me enseñó eso, sin decirlo nunca: los adioses no se aplazan, porque el tiempo no perdona la cobardía. Porque cada despedida es un ensayo para la despedida final, y quien no aprende a decir adiós nunca aprende a decir te amo.

A veces me sorprendo mirando por la ventana sin motivo aparente, como lo hacían ellos cada mañana, con los ojos perdidos en algún horizonte que solo ellos conocían. Y entonces entiendo que no miraban nada: estaban leyendo el día, descifrando su textura, preparándose para habitarlo con la misma solemnidad con que se habita una catedral. Ahora yo también miro así, buscando en el aire la temperatura del mundo, el peso de las horas que vienen. Buscando señales que nadie me enseñó a interpretar pero que reconozco con la certeza de quien lee un libro en un idioma que nunca estudió pero que siempre supo hablar.


Lecciones del ocaso

Cada pincelada otoñal trae consigo una lección que en primavera habría sido invisible. La luz oblicua de octubre enseña que la claridad no siempre viene del mediodía: a veces es en el ocaso donde todo se revela con mayor nitidez. Los colores que mueren —esos cobres y ocres y oros desvanecidos— poseen una intensidad que el verde joven jamás alcanzará. Porque la sabiduría no brota de la fuerza sino de la fragilidad asumida, del reconocimiento de que somos finitos y que justo en esa finitud reside nuestra más profunda dignidad. La belleza más feroz es siempre la que sabe que va a morir.

Heredé también los miedos de quienes me precedieron, aunque tardé años en reconocerlos. El miedo a ser carga, a ocupar demasiado espacio, a pedir lo que no se puede devolver. Ellos vivieron toda su vida pidiendo disculpas por existir, como si su presencia fuera una intrusión en el universo de los demás. Y yo, que juré no repetir eso, me descubro ahora disculpándome por nimiedades, por interrumpir, por necesitar, por estar. Por respirar demasiado fuerte en habitaciones silenciosas. Por tener hambre cuando no hay comida suficiente. Por seguir vivo cuando otros ya se fueron.

Heredé su forma de amar sin aspavientos, sin declaraciones rimbombantes. El amor que ellos conocieron no se gritaba: se cocinaba en silencio, se cosía en los dobladillos de la ropa, se dejaba en la mesita de noche como un vaso de agua fresca para la madrugada. Y yo, que alguna vez creí que amar era pronunciar palabras hermosas, ahora sé que amar es quedarse, simplemente quedarse, aunque el cuerpo pida huir y el miedo susurre traiciones. Amar es estar presente cuando no hay nada extraordinario que celebrar, cuando el día es gris y la conversación se agota y lo único que queda es el silencio compartido como un pan que alcanza para dos.

Pero el otoño también enseña que no todo lo heredado es dulce. También cargué con la tristeza de otros, esa melancolía que flotaba en las casas como niebla perpetua, esa sensación de que algo siempre falta, de que la vida es un sitio al que llegamos tarde. Ellos nunca fueron felices del todo, aunque tampoco fueron desgraciados. Habitaron esa zona gris donde la existencia se acepta sin celebrarse, donde el placer es un destello breve entre largos tramos de resignación. Y yo he aprendido a vivir en esa misma zona, con la sospecha de que la alegría plena es un mito que solo los ingenuos persiguen. Con la certeza de que la felicidad no es un estado sino un parpadeo—un instante de luz entre dos oscuridades que se lo disputan.

Ironías del destino: pasé media vida huyendo de su sombra, jurando que yo sería distinto, más libre, más audaz, menos atado a las viejas costumbres. Y aquí estoy, reproduciendo sus rituales como un autómata devoto, defendiendo tradiciones que alguna vez me parecieron absurdas. Resulta que la libertad no existe tanto como nos gusta creer: somos apenas el eco pulido de quienes nos precedieron, y rebelarse es solo otra forma de obediencia tardía. Los revolucionarios terminan pareciéndose a los tiranos que derrocaron. Los hijos que juraron no repetir los errores de sus padres despiertan un día con las mismas arrugas en la frente, las mismas frases en la boca, los mismos miedos enquistados en el pecho.


Donde la palabra duerme

Hay libros que nacen con prisa y mueren en silencio. Otros, como los míos, se deslizan en la vida como hojas caídas: sin ruido, sin estruendo, esperando que alguien los recoja con ternura. Nunca escribí para multitudes. Escribí como quien enciende una lámpara en medio de la niebla, no para que lo vean, sino para que alguien encuentre el camino. Escribí porque el silencio se volvía demasiado ruidoso y las palabras eran la única forma de acallarlo.

Si uno solo de mis libros alcanza a una persona, tan solo una, y logra encenderle una chispa —una emoción, una duda, una tregua en medio del caos— me considero útil. Porque la palabra, como el agua en las piedras, tarde o temprano encuentra por dónde filtrarse. He llegado a creer que todo lo escrito tiene una forma secreta de eternidad: puede dormir siglos en una biblioteca olvidada y, sin pedir permiso, despertar en las manos de alguien que necesitaba justo ese verso para reconciliarse con la vida. Las palabras son semillas que germinan en tierras desconocidas, en estaciones que nunca calculamos, bajo cielos que no elegimos.

Recuerdo una tarde lejana, cuando abrí un libro antiguo que olía a polvo y memoria. Leí una línea, tan simple como una caricia, que me pareció escrita solo para mí. Me temblaron las manos. El escritor, quizás ya enterrado bajo otras primaveras, había conseguido tocarme desde su ausencia. En ese momento entendí que escribir es plantar luz para futuros inciertos. Es dejar semillas en tierras que nunca veremos florecer, confiando en que la lluvia llegará, en que alguien caminará por ese campo y se detendrá, asombrado, ante una flor que nació de nuestras manos muertas. Escribir es apostar por la inmortalidad sin garantías, creer que algo de nosotros sobrevivirá cuando ya no quede nada más que ceniza y olvido.

No difiero de nadie. Todos dejamos trazos —en lo que decimos, en lo que callamos, en las grietas que abrimos y en las manos que no soltamos. Aunque sea en un patio trasero, aunque sea en una cocina desordenada por el paso del tiempo, debemos intentar dejar este mundo un poco más bello. No con grandes gestos. Con palabras suaves, con gestos minúsculos, con libros que aguardan pacientes el instante de convertirse en hogar. Con la certeza de que la belleza no se mide por su tamaño sino por su capacidad de perdurar en la memoria de quien la necesita.

El hombre, en su andar distraído, suele olvidar que respira prestado, que cada aliento es un suspiro que la muerte aún no reclama. Somos hojas suspendidas en el viento, danzando entre estaciones, creyendo que el tiempo nos pertenece. Pero la verdad es otra: somos instantes, somos tránsito, somos la pausa entre una nota y otra en una sinfonía que no nos pertenece. Somos el silencio que da sentido a la música.

Y sin embargo, hay una forma de rebelarse contra el olvido, contra la nada que acecha con su silencio. Escribir, inventar, soñar… esas son nuestras armas suaves, nuestras luces encendidas en medio del crepúsculo. Cada palabra es una raíz que se aferra al mundo, cada historia un árbol que desafía el invierno. Cada libro es un acto de fe en que alguien, en algún lugar, en algún tiempo, necesitará exactamente esas palabras y ninguna otra.

El aposento donde el tiempo se detiene

Hay días en que el aposento parece más grande de lo que es. No porque se haya expandido, sino porque el silencio se estira por los rincones como una sábana vieja que ya no cubre nada. Afuera, la ciudad respira con su ritmo de semáforos y pasos apurados, pero aquí adentro todo se mueve con la lentitud de lo que ya no espera. El tiempo se vuelve espeso, casi tangible, como miel que se derrama sin prisa.

Sombra camina despacio, como si supiera que cada sonido puede romper algo. Se detiene junto a la ventana, observa la calle sin interés, y luego vuelve a su rincón, ese que ha elegido como refugio. No me habla, pero tampoco me deja solo. Su presencia es una forma de lenguaje que no necesita traducción. A veces pienso que Sombra es el único ser que entiende que la compañía verdadera no requiere palabras, que basta con estar ahí, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo silencio. Que la soledad compartida es menos pesada que la soledad en compañía de quienes no entienden.

A veces me siento en la mesa con una copa de vino y dejo que los recuerdos entren sin tocar la puerta. No hay resistencia. Solo una rendición tranquila, como quien sabe que luchar contra la memoria es como intentar vaciar el mar con las manos. La memoria es un perro sucio que se acuesta en tu cama. No pide permiso. No se va cuando lo echas. Se queda, huele a abandono, y te mira como si supiera algo que tú no quieres recordar. Y tiene razón: siempre sabe más de lo que estamos dispuestos a admitir.

Recuerdo voces que ya no me llaman, risas que se apagaron como velas en una tormenta. Recuerdo a Mauricio de niño, sus manos pequeñas buscando las mías, su mirada limpia como la mañana después de la lluvia. Ahora viene los fines de semana, y aunque su presencia llena el aposento de luz, hay una parte de mí que sigue esperando algo que no sé nombrar. Hay ausencias que no se curan con visitas. Hay heridas que no sangran, pero duelen igual. Hay vacíos que ninguna presencia puede llenar porque fueron tallados por manos que ya no existen.

Escribo porque no sé hacer otra cosa. Porque cada palabra es un intento de ordenar el caos, de darle forma al dolor, de convertir la pérdida en algo que se pueda mirar sin romperse. La escritura no salva, pero acompaña. Como Sombra. Como el vino. Como el viento que entra por la rendija y me recuerda que aún estoy aquí. No todo lo que se rompe se pierde. A veces, lo roto se vuelve más verdadero. A veces, las grietas son por donde entra la luz.

Y así pasan los días. Con pausas largas, con silencios densos, con momentos en que el sol se posa sobre el alféizar como una caricia que no pide nada. El aposento no habla, pero escucha. Y yo, en esta quietud, descubro que existir no siempre requiere testigos. Basta con estar. Basta con sentir. Basta con escribir. Basta con dejar que el tiempo fluya como un río que ya no tiene prisa por llegar al mar.

Hay un reloj en la casa que nunca funcionó. Alguien lo trajo de un viaje remoto, y durante décadas estuvo ahí, detenido siempre en las tres y veintitrés, como un monumento a la inutilidad. Decían que daba buena suerte tener un reloj roto, porque así el tiempo no podía correrse tan rápido. Yo me burlaba de esa superstición. Me reía de quienes creían que los objetos tenían voluntad, que las cosas inanimadas podían influir en el destino.

Pero ayer, al pasar frente a él, lo vi marchar. Las manecillas se movían con lentitud ceremonial, marcando las horas con precisión antigua. No lo toqué. No busqué explicaciones. Simplemente lo miré, y en ese instante supe que ellos seguían aquí, habitando los rincones de mi vida, recordándome que el tiempo es solo una ilusión que inventamos para no volvernos locos de eternidad. Supe que los muertos nunca se van del todo—se quedan en los relojes que vuelven a andar, en las puertas que crujen sin viento, en los aromas que aparecen sin razón. Se quedan porque nosotros no sabemos dejarlos ir, porque los necesitamos tanto como ellos necesitan ser recordados.

El reloj marca ahora las tres y veinticuatro. Y yo sigo aquí, sosteniendo el mundo como me enseñaron, con manos temblorosas y corazón entero, esperando el momento en que alguien más tome mi lugar y continúe esta cadena invisible de amor y herencia. Esperando que cuando llegue mi turno de convertirme en fantasma, alguien también me deje habitar sus relojes, sus puertas, sus aromas. Que alguien me recuerde no con tristeza sino con gratitud por haber sido parte del tejido invisible que une a los vivos con los muertos.

Donde la soledad acaricia

Hay días en que el mundo se vuelve demasiado ruidoso, incluso cuando todo está en calma. Entonces cierro los ojos, no para dormir, sino para apagar la mente. Dejo que las emociones se vacíen como copas que ya no necesitan brindis, que las inquietudes se disuelvan en la penumbra, y que los entusiasmos se escondan bajo las sombras, como niños que juegan a no ser vistos. El silencio interior es más difícil de alcanzar que el exterior—requiere disciplina, rendición, una especie de muerte voluntaria del ego.

En esos momentos, dejo que los sonidos del alma se escapen. No los retengo. Los dejo vagar por las estrellas, por el infinito, como si fueran cometas sin rumbo. La calma llega sin anunciarse, como una caricia que no pide permiso. Y yo, sin resistencia, le niego a los sueños la oportunidad de atormentarme. No porque no los quiera, sino porque a veces duelen más que el insomnio. Los sueños son el territorio donde la mente pierde el control, donde los muertos vuelven a estar vivos y los amores perdidos regresan intactos. Y despertar de eso es morir una vez más.

Cierro el libro de mi vida. No lo abandono, solo lo dejo descansar. La pluma, que tantas veces ha sangrado palabras, se queda quieta. Me entrego a mis silencios, como quien se entrega al mar sin saber nadar. Escucho el arrullo del viento, el vuelo del colibrí que visita mi ventana sin falta, el aleteo de una mariposa que alguna vez habitó mi pecho como un secreto. Cada sonido es una nota en una sinfonía que solo yo puedo escuchar, una melodía compuesta de ausencias y presencias que se equilibran en un acorde perfecto de soledad.

Me encierro en mi propia celda, no como castigo, sino como refugio. Me escondo en una esquina del aposento, y desde ahí observo cómo los miedos y los temores desfilan frente a mí. No los detengo. Los dejo ir, que se escapen por la claraboya de mi barca, que el viento del norte los arrastre lejos, hasta donde ya no puedan nombrarme. Los miro pasar como quien mira un desfile desde la acera—sin participar, sin juzgar, solo reconociendo que existen y que tienen derecho a existir.

En esos instantes, el diálogo con mi soledad se vuelve sincero. No hay máscaras. Grito en mis silencios, desahogo dolores que se han acumulado como piedras en el pecho, ansiedades que se han dormido sin despedirse. Callo las palabras de mi boca, y dejo que mis pensamientos se contradigan, se peleen, se reconcilien. La soledad me permite ser todos los hombres que soy al mismo tiempo—el cobarde y el valiente, el generoso y el mezquino, el sabio y el ignorante. En la soledad no hay necesidad de elegir una sola versión de mí mismo.

Y entonces, solo entonces, permito que la soledad me acaricie. No como enemiga, sino como amante antigua que conoce cada rincón de mi alma. Me dejo tocar por ella, sin miedo, sin prisa. Porque hay días en que no quiero compañía, solo verdad. Y la verdad, a veces, se encuentra en el silencio que uno aprende a amar. En el vacío que deja de ser amenaza para convertirse en hogar. En la ausencia que finalmente se acepta como la forma más honesta de presencia.

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