31 El último trazo
Capítulo 31
El último trazo
Ser puente entre generaciones
Estas pinceladas otoñales no son uniformes ni perfectas. Son trazos irregulares, manchas de luz y sombra que se superponen sin orden aparente. Así es la sabiduría que se gana con los años: fragmentaria, contradictoria, hecha de certezas que se desmoronan y dudas que se solidifican. No hay manual, no hay camino recto. Solo hay este andar a tientas entre la memoria y el olvido, entre lo que fuimos y lo que nos falta por ser. La sabiduría no es claridad sino la capacidad de convivir con la confusión sin desesperarse.
Hay algo más que heredé, algo que no se ve pero se siente: la capacidad de sostener. Mis padres —y antes que ellos mis abuelos— sostuvieron a su familia durante décadas sin que nadie lo notara, porque sostener es invisible cuando se hace bien. No hay aplausos para quien mantiene en pie la estructura, para quien absorbe los golpes sin quejarse, para quien calla su dolor para que los demás puedan descansar.
De ellos aprendí también a sostener: a ser la raíz que no se ve pero sin la cual todo se desmorona, a ser el cimiento que todos olvidan hasta que falta.
Ahora comprendo por qué los viejos caminan despacio: no es por cansancio, es por reverencia. Cada paso es una despedida de la tierra que pronto dejará de pisar. Cada gesto es un legado que no saben si alguien recogerá. Y yo, que ya siento el peso de los años acumulándose en la espalda, camino también despacio, no por dolor sino por gratitud, porque cada día es un regalo que no merecemos pero que aceptamos con humildad. Cada mañana es un milagro que la muerte decidió posponer, y hay que honrarlo caminando como quien pisa tierra sagrada.
En otoño, los árboles no lloran sus hojas: las ofrecen. Las dejan caer con generosidad, sabiendo que al descomponerse alimentarán la tierra, que de su descomposición nacerá la fertilidad de primaveras futuras. Así quisiera yo soltar lo que he aprendido: sin aferramiento, sin pretensión de eternidad, simplemente dejándolo caer para que quien venga después encuentre en estos restos algo de abono, algo de calor, algo de luz. Para que alguien construya su nido con las ramas que yo dejé caer.
Me pregunto si alguien me heredará algún día. Si en mis manos temblorosas alguien reconocerá el eco de otros temblores, si en mi forma de mirar el horizonte alguien encontrará un mapa para orientarse en su propia incertidumbre. Espero que sí. Espero que alguien diga, dentro de muchos años, cuando yo ya sea solo polvo y memoria: «Heredé su forma de esperar, su paciencia para los milagros pequeños, su fe en que el pan siempre alcanza si se reparte con amor». Espero ser el fantasma útil que habita en los gestos de otro, el eco que mejora al repetirse.
Porque al final, lo único que nos queda es esto: ser puente entre quienes fueron y quienes serán. Ser el eslabón frágil pero necesario de una cadena que nadie ve completa, que se extiende hacia atrás y hacia adelante en la oscuridad del tiempo, uniendo generaciones que nunca se conocerán pero que comparten la misma forma de partir el pan, de mirar la lluvia, de amar sin decirlo. Ser el traductor entre dos idiomas que nunca se encuentran pero que hablan del mismo amor, del mismo miedo, de la misma esperanza disfrazada de pan caliente y puertas que se abren sin preguntar quién llega.
Pinceladas finales
Heme aquí, entonces, convertido en guardián sin haberlo elegido. Las decisiones importantes rara vez se toman: simplemente ocurren, como el amanecer, como la vejez, como el amor que llega disfrazado de costumbre. Y yo, que pasé tanto tiempo huyendo de este destino, ahora lo abrazo con la resignación de quien comprende que no hay victoria en la resistencia, solo cansancio. Solo la certeza de que los roles nos encuentran aunque nos escondamos, de que el destino no es lo que elegimos sino lo que finalmente aceptamos ser.
Los viejos no se van del todo, lo sé ahora. Se quedan flotando en los gestos que no sabemos de dónde vienen, en las palabras que creemos nuestras pero que son ecos de otras bocas, en los silencios que heredamos como se hereda un apellido. Ellos viven en mí, aunque sus cuerpos descansen bajo tierra desde hace años. Viven en la forma en que sostengo el pan, en el temblor de mis manos, en mi miedo a ser carga, en mi amor sin aspavientos. Viven en cada acto involuntario, en cada frase que me sale sin pensar, en cada ritual que defiendo sin entender por qué me importa tanto.
Y quizás eso sea suficiente. Quizás la inmortalidad no sea permanecer intactos en la memoria ajena, sino disolverse lentamente en los gestos de quienes amamos, como el azúcar en el café, invisible pero presente, endulzando sin que nadie sepa bien por qué. Quizás la única forma de eternidad que nos está permitida sea esta: convertirnos en el sabor de fondo en la vida de otros, en la textura invisible que hace que todo sepa distinto sin que nadie pueda señalar exactamente qué cambió.
En mi otoño interior, donde la memoria se vuelve dorada y la piel se cubre de calma, he aprendido que la única eternidad posible es la que se deja escrita, la que se imagina, la que se sueña. Porque mientras el cuerpo se apaga, el alma aún puede florecer en tinta, en ideas, en belleza. Porque las palabras sobreviven a los cuerpos que las pronunciaron, y las historias duran más que el ser que las inventó. Escribir es la única forma de trampa que le podemos jugar a la muerte—no para vencerla, que eso es imposible, sino para retrasarla un poco, para dejar algo que siga respirando cuando nosotros ya no podamos.
Las últimas pinceladas del otoño son siempre las más hermosas. Cuando el árbol está casi desnudo, cuando apenas quedan unas pocas hojas aferradas a las ramas con terquedad conmovedora, es ahí donde la luz del atardecer encuentra su lienzo perfecto. Cada hoja restante se vuelve vitral, se vuelve llama, se vuelve testimonio de que la belleza no necesita abundancia: le basta con persistir un instante más, con brillar antes del silencio. Con negarse a caer hasta haber dicho todo lo que tenía que decir.
Así quisiera ser recordado: no como quien tuvo todas las respuestas, sino como quien aprendió a hacer las preguntas correctas. No como quien nunca cayó, sino como quien se levantó cada vez con un poco más de sabiduría en las rodillas raspadas. No como quien amó sin dolor, sino como quien amó a pesar del dolor, sabiendo que el amor verdadero siempre duele porque siempre implica pérdida, siempre anticipa la ausencia. Porque amar es firmar un contrato con el dolor futuro, y hacerlo de todas formas, con los ojos abiertos, sabiendo que cada beso es también una despedida en diferido.
Heme aquí, en la penumbra tibia de mis años, contando los días no como cuentas regresivas, sino como pequeños destellos que aún me sorprenden. No tengo prisa. Tampoco promesas. Solo el deseo silencioso de que las palabras que dejo no se marchiten con el tiempo, sino que florezcan en otros inviernos. Que encuentren las manos que las necesitan, los ojos que las buscan sin saber que las buscan, los corazones que están esperando exactamente ese consuelo y ningún otro.
He aprendido que equivocarse no es un fallo, sino un intento. Que amar demasiado nunca ha sido una condena, sino un regalo. Y que la tristeza cambia de peso según el alma que la sostiene. Por eso, a veces, he querido irme. No por fuga, sino para probar si la gravedad del dolor cambia de ciudad en ciudad, de cuerpo en cuerpo, de historia en historia. Para ver si el dolor es una propiedad del lugar o del que lo habita, si cambiando de geografía podemos dejar atrás lo que nos duele o si el dolor es un equipaje que siempre viaja con nosotros, pegado a la piel como una segunda sombra.
No soy sabio —ni aspiro a serlo— pero hay cosas que solo se comprenden al borde de la sombra: La muerte no llega cuando el cuerpo cae, sino cuando dejamos de ser necesarios para alguien. Y que la luz más tenue puede ser también la más fiel cuando todo alrededor oscurece. Que importar es la única forma de inmortalidad que realmente vale la pena, y que cuando nadie nos necesita, ya estamos muertos aunque sigamos respirando.
Porque eso somos al final: guardianes del tiempo que no nos pertenece, custodios de memorias ajenas, puentes frágiles entre el olvido y la permanencia. Pinceladas otoñales en el lienzo infinito de la existencia, trazos breves pero necesarios, manchas de color que alguien, algún día, mirará de lejos y dirá: «Ahí estuvo alguien. Ahí pasó alguien que sintió, que amó, que sostuvo el mundo con manos imperfectas». Y quizás eso, solo eso, justifique haber estado aquí.
Si algo dejo, que sean palabras. Palabras como abrigo, como guía, como mesa servida al final del día. Palabras que alguien encuentre cuando las necesite, que alguien lea en la madrugada cuando el insomnio apriete demasiado, que alguien lleve en el bolsillo como talismán contra la desesperanza.
Para ti, que lees esto cuando yo ya sea solo polvo de historia: Que la vida te sorprenda todavía encendido. Que encuentres en estas páginas no respuestas sino compañía, no soluciones sino reconocimiento. Que sepas que no estás solo en tu fragilidad, que otros antes que tú temblaron igual, amaron igual, se rompieron igual. Y que de todas formas siguieron, porque seguir es lo único que sabemos hacer cuando no queda nada más.
Y eso, aunque duela, aunque canse, aunque nadie lo celebre, es suficiente. Es más que suficiente. Es, en el fondo, lo único que alguna vez fue verdaderamente nuestro: esta capacidad de ser puente, de ser herencia, de ser el otoño que alimenta primaveras ajenas. Esta obstinación hermosa de seguir plantando árboles cuya sombra nunca disfrutaremos, de encender lámparas para quienes aún no han nacido, de dejar migajas de pan en el bosque oscuro para que otros encuentren el camino de regreso a casa.
Y aquí me detengo, al borde del último trazo. La pintura no está terminada —nunca lo estará— pero hay un momento en que el pintor debe soltar el pincel, no porque la obra esté completa, sino porque ha dicho todo lo que podía decir con las herramientas que tenía. Porque hay un momento en que la vida pide silencio, en que las palabras se agotan y lo único que queda es respirar, mirar por la ventana, acariciar a Sombra, esperar.
He sido muchas cosas en estos setenta y tres años: hijo de tierra esmeralda, habitante de valles en flor, exiliado en tierras de nieve. He sido amante torpe y padre incierto, escritor sin eco y soñador sin descanso. He sido el que partió y el que quedó, el que habló demasiado y el que calló demasiado poco. He sido error y acierto, sombra y luz, pregunta sin respuesta. He sido todos los hombres que pude ser y ninguno del todo, fragmento de mil posibilidades que nunca se realizaron pero que latieron igual en el pecho como promesas incumplidas.
Pero sobre todo, he sido testigo. Testigo de la forma en que el tiempo transforma las certezas en dudas y las dudas en aceptación. Testigo de cómo la vida no pide permiso para cambiar de forma, para arrancarnos lo que creíamos nuestro, para devolvernos lo que pensábamos perdido. Testigo de que la belleza no está en lo que dura, sino en lo que arde antes de apagarse. Testigo del modo en que los seres humanos se aferran a la esperanza incluso cuando no hay razones para esperanzarse, del modo en que el amor persiste incluso cuando todo lo demás se ha rendido.
Si estas pinceladas otoñales han servido para algo, espero que sea para recordarte —a ti, lector que me acompañas en este último capítulo— que no estás solo en tu fragilidad. Que todos caminamos con los pies heridos, que todos heredamos fantasmas que no pedimos, que todos sostenemos mundos invisibles con manos que tiemblan. Y que en esa vulnerabilidad compartida reside nuestra única posibilidad de redención. Que la fragilidad no es debilidad sino la condición misma de ser humano, y que reconocerla es el primer acto de valentía.
El otoño me ha enseñado su lección más cruel y hermosa: que todo lo que vale la pena es efímero. Que la eternidad es una mentira reconfortante que nos contamos para no enloquecer ante la certeza de la desaparición. Pero también me ha enseñado que en esa fugacidad reside toda la ternura del mundo, que precisamente porque todo se acaba debemos amar con más fiereza, escribir con más urgencia, mirar con más asombro. Que la belleza que no sabe que va a morir es menos bella que la belleza consciente de su propia extinción.
No hay manual para envejecer con gracia. No hay fórmula para soltar sin dolor. No hay receta para convertirse en puente entre generaciones sin sentir el peso de ambas orillas. Solo hay el intento diario, la humildad de aceptar que no sabemos nada, y la valentía de seguir escribiendo aun cuando las palabras se nos escapan entre los dedos como el agua. Solo hay esta fe irracional en que algo de lo que hacemos importa, en que alguien nos recordará con cariño, en que nuestro paso por el mundo dejó alguna huella aunque sea microscópica.
El reloj sigue marcando las horas. Sombra sigue caminando por el aposento con esa elegancia silenciosa de quien ha comprendido que no hay prisa. Mauricio seguirá viniendo los fines de semana, cada vez más parecido al hombre que yo fui y menos al niño que recuerdo, llevando en su rostro el mapa de todas las generaciones que lo precedieron. La nieve seguirá cayendo sobre Montreal, indiferente a mis nostalgias de tierra caliente, cubriendo el mundo con su manto de olvido y pureza. Y yo seguiré aquí, en este rincón del mundo, sosteniendo la pluma como quien sostiene una vela en medio de la tormenta, como quien se niega a que la oscuridad tenga la última palabra.
No sé cuántos otoños me quedan. Quizás este sea el último, quizás me aguarden cinco más. No importa. Lo que importa es que cuando llegue el momento de soltar —y llegará, como llega para todos— pueda hacerlo con las manos vacías pero el corazón lleno. Con la certeza de que di lo que tenía para dar, de que planté las semillas que podía plantar, de que fui el puente que me tocó ser. Con la tranquilidad de saber que hice lo posible, que no guardé nada por miedo, que repartí el pan aunque no hubiera suficiente para todos.
Y si alguien, algún día, toma este libro entre sus manos y encuentra en estas páginas un refugio contra la intemperie, si alguien lee estas palabras cuando yo ya no esté para explicarlas y siente que le hablan directamente a su soledad, entonces habré cumplido. Entonces estas pinceladas otoñales habrán florecido en otro invierno, en otras manos, en otros ojos que necesitaban ver que es posible seguir caminando aun con los pies heridos. Entonces mi vida habrá tenido el único sentido que realmente importa: haber servido de consuelo a otro corazón roto.
Porque eso es lo único que realmente importa al final: haber sido útil. Haber encendido una lámpara en la niebla para que otro encontrara el camino. Haber dejado palabras como migajas de pan para que quien venga después no se pierda del todo en el bosque oscuro de la existencia. Haber sido la voz que alguien necesitaba escuchar en su momento más oscuro, el abrazo que alguien necesitaba sentir cuando ya no podía más, la certeza de que no estamos solos en este tránsito breve y hermoso que llamamos vida.
Afuera, la tarde se desvanece con esa lentitud característica de octubre. La luz se vuelve miel sobre los edificios de ladrillo, y el viento trae consigo el olor a tierra húmeda que me recuerda a San Carlos, a Medellín, a todos los lugares donde alguna vez fui joven y creí que el tiempo era infinito. Sombra se acurruca junto a mis pies, y el reloj —ese reloj que volvió a andar sin explicación— marca las cuatro y siete de la tarde. Un pájaro canta en algún lugar cercano, y su canto es idéntico al de los pájaros de mi infancia, como si el tiempo no hubiera pasado, como si todas las geografías fueran una sola, como si todos los momentos de mi vida estuvieran ocurriendo simultáneamente en algún pliegue secreto del universo.
Cierro el cuaderno. No con tristeza, sino con la misma calma con que se cierra una puerta al final del día. Lo dejo sobre la mesa, junto al vaso de vino que ya no beberé, junto a la ventana que seguirá enmarcando el mundo cuando yo ya no esté aquí para mirarlo. Hay una paz extraña en saber que el mundo continuará sin mí, que la vida seguirá su curso indiferente a mi ausencia, que otros ocuparán este espacio y mirarán por esta ventana y sentirán quizás la misma melancolía que yo siento ahora.
Mañana volveré a escribir, o quizás no. Quizás mañana solo mire por la ventana, como me enseñaron los viejos, leyendo el día antes de habitarlo. O quizás camine despacio por las calles nevadas, cada paso una despedida y una promesa, cada respiración un pequeño milagro que la muerte aún no reclama. O quizás simplemente me quede aquí, en este aposento que se ha vuelto mi mundo entero, escuchando el silencio, conversando con Sombra, dejando que el tiempo pase sin resistencia, sin angustia, sin prisa.
Lo que sea que venga, lo recibiré con las manos abiertas. Porque he aprendido —tarde, como se aprende todo lo importante— que la vida no se trata de acertar, sino de seguir caminando aun con los pies heridos. De ser el puente que otros necesitan cruzar. De soltar las hojas cuando llega el otoño, confiando en que alimentarán la tierra para primaveras que nunca veremos. De aceptar que nuestra parte en esta historia es pequeña pero necesaria, breve pero significativa, frágil pero hermosa.
Y cuando finalmente me vaya —porque todos nos vamos, esa es la única certeza— espero que alguien diga: «Estuvo aquí. Sostuvo el mundo con manos imperfectas. Dejó palabras para que no nos sintiéramos tan solos». Espero que alguien encuentre en estas páginas lo que yo encontré en aquel libro antiguo que olía a polvo y memoria: la certeza de que no estamos solos, de que otros antes que nosotros sintieron lo mismo, de que el dolor y la belleza son universales aunque cada uno los experimente de forma única.
Eso sería suficiente. Más que suficiente.
Eso sería todo lo que alguna vez esperé de esta vida: dejar un resplandor en medio de la oscuridad, un soplo de calor en medio del frío, una chispa de sentido en medio del caos.
Que me recuerden no por lo que alcancé, sino por lo que intenté.
No por las victorias, sino por la obstinación de seguir andando aun entre derrotas.
No por la sabiduría, sino por la humilde terquedad de transformar el dolor en palabras que otros pudieran reconocer como propias.
Y entonces el otoño, con su voz de hojas que caen, me susurra:
“Tu legado no está en lo que guardaste, sino en lo que entregaste.
Tu raíz no muere, porque cada palabra sembrada florecerá en quien la lea.
Eres parte del ciclo, parte del viento, parte de la memoria que no se extingue.”
Así, en este último trazo, comprendo que la escritura no es clausura, sino semilla.
Que cada página es un puente invisible hacia otros corazones.
Y que en la fragilidad de mi voz se esconde, todavía, la eternidad de un abrazo.
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